“Este pueblo me honra con los labios pero su corazón...” He aquí un severo llamamiento a la honestidad con Dios, a no tranquilizar la conciencia con el cumplimiento de unas prácticas cuyo contenido se ha olvidado. Es como si Jesús dijera: este pueblo me miente. Toda acción humana arranca del corazón, pero -si está manchado- el hombre entero y su actuación quedan manchados.
¡Cuántas fiestas que celebramos y que tienen un origen cristiano se han convertido para algunos en una fiesta en la que Dios está ausente! La Navidad, la Semana Santa y la Pascua, los Domingos... ¿no son con frecuencia un tiempo para disfrutar de unas vacaciones en la nieve o la playa, de diversiones en las que el sentido religioso se ha diluido? ¡En cuántas ocasiones también la actuación diaria en la familia y el lugar de trabajo está manchada por la envidia, la ambición, la impaciencia, los malos modos, la egolatría! Las obras externas quedan marcadas por la intención con que se hacen. Jesús recuerda que hay que comenzar por purificar el corazón, pues de él proceden “los malos propósitos, las fornicaciones, robos..., esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro”.
¿Dónde está mi corazón habitualmente? ¿Qué es lo que de verdad me mueve y busco con empeño en mi actuación? ¿Voy exclusivamente a lo mío o procuro orientar todo mi quehacer a Dios como el verdadero bien mío? Hay quien piensa que esta rectitud es imposible de vivir en una sociedad tan competitiva y tan poco escrupulosa con los principios morales. ¡La vida obliga a tantas cosas que no se desean pero que hay que asumir si quieres que te acepten, por no dar un disgusto o, incluso, en aras de un mal menor! ¡Si vas de bueno por la vida te comen; o no te comes una rosca, suele decirse!
La tentación más fuerte contra la sinceridad de vida suele tomar ocasión de los cambios o de los choques que se producen a diario. Crisis afectivas, desengaños, fracasos profesionales... Detrás de una de estas cosas que suelen tener un fundamento objetivo, podría resultar difícil reconocerse a sí mismo como el de antes y concluir que nuestra vida está fundada sobre presupuestos falsos o, al menos, que no son prácticos en nuestro mundo. La tentación entonces de abandonar “todo escrúpulo moral” es grande.
No hay que perder la sensatez y, menos aún, la fe en Dios y en sus indicaciones. La veracidad que Dios nos pide se va logrando con una lucha constante y esperanzada y mediante la purificación del corazón en el Sacramento de la Reconciliación, porque una cosa es la sinceridad y otra la pecabilidad propia de la debilidad humana. “Dejarlo todo porque se dejó una cosa, enseña S. Josemaría Escrivá, es absurdo, no conduce a nada. Es la lógica de un loco”.
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