15 de agosto. Fiesta Patronal de la Diócesis de Avellaneda-Lanús.

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El 15 de agosto, se celebraba en Oriente una de las más antiguas fiestas marianas, muy populares entre los fieles. Según cuanto indican las lecturas de la Misa, conservadas hasta ahora, era una fiesta en honor a María, Madre de Dios. Al inicio del siglo VI, en Palestina y Siria, esta fiesta se transforma en la memoria de la Dormición de María. En Jerusalén, las celebraciones se desarrollan en la Iglesia junto al Huerto de los Olivos donde se encontraba la tumba, desde la cual, como se sostenía, María fue asunta al Cielo. La gran popularidad del apócrifo “Transitus Mariae”, así como la afluencia de los peregrinos parecen ser la causa del cambio del contenido teológico de la fiesta. El emperador Mauricio (582-602) prescribe celebrar la Asunción de María en todas las Iglesias orientales. La Iglesia romana acoge la fiesta mariana el 15 de agosto en el siglo VI, y en la mitad del siglo VII, bajo el influjo de la Iglesia bizantina, la celebra como la fiesta de la Dormición de la Beatísima Virgen María. El Sacramentario Gregoriano le dará el nombre de “Asunción” de María. El Papa Sergio (+ 701) introduce la solemne procesión nocturna.

 Hacia finales del siglo X, se une a la fiesta de la Asunción de María la costumbre de bendecir las hierbas medicinales. La costumbre miraba a la más antigua tradición oriental en que, en la fiesta del 15 de agosto, se bendecían los campos. En este día, hasta hoy en algunos lugares, los fieles llevan a la Iglesia los frutos de los campos y jardines, para presentarlos a Dios.

 María con el alma y el cuerpo fue asunta al Cielo, esta es la sustancia de la fiesta que la Iglesia celebra con gran alegría. No sufrió la corrupción de la tumba y este es su nuevo privilegio que está implícito en el primero. María fue preservada de la mancha del pecado original, por eso ahora no debe estar sometida a sus consecuencias. Ha dado a luz el Hijo de Dios, el Dador de toda vida, por eso la muerte no puede tocarla. Ha participado de la manera más plena del misterio salvífico de Cristo y he aquí que en ella se revela desde ahora la plenitud de la salvación traída por Cristo. En primer lugar recibe la salvación, se transforma en la imagen de la Iglesia de la gloria y para el pueblo peregrino es un signo de esperanza y de consuelo.

 «Al comenzar la Edad Moderna dijo alguien que deberíamos vivir como si Dios no existiera. Esto ha ocurrido, y a la vista tenemos las consecuencias. Nuestra regla debe ser exactamente la contraria: vivir en todo instante dando como supuesto que Él existe, y conforme a lo que Él es, porque por fuerza es lo que es. Este vivir significa dar oído a su Palabra y a su Voluntad, sintiéndonos mirados por Sus ojos. De este modo, sentiremos que pesa más nuestra responsabilidad; pero, en compensación, se hará mas fácil y mas humana nuestra vida. Mas fácil, porque nuestros errores, fracasos, privaciones y perdidas jamás nos parecerán definitivos y fatales, sabiendo como sabemos que detrás de todo ello existe siempre un sentido, y que nada esta perdido para siempre. Desde esta perspectiva, nos aparece en primer plano el lado bueno de las cosas. Ciertamente, con mirar hacia el Cielo no impedimos que lo ingrato siga siéndolo; pero su peso habrá menguado, porque todo será para nosotros penúltimo. No nos rebelaremos cuando las cosas no resulten como quisiéramos, o se frustren nuestros propósitos: porque sabemos que, en el fondo, hay algo bueno en ello, toda vez que Dios es bueno.

Así, cuando perdamos a un ser querido, pensaremos que no se ha ido definitivamente, y que algún día volveremos a vernos. Es más: incluso deberíamos alegrarnos con la idea de un perfecto rencuentro. Si se ha ido de nuestro lado, nuestra separación provisional se cambiará en su momento por una compañía donde el gozo será completo y puro, sin que lo empañen las fatigas y tribulaciones de la vida presente. Y, por lo que se refiere a nuestras obras en general, procederemos pensando que su peso es oro eterno: porque Dios está mirándonos y nos guía; y porque Él es el origen de la justicia, y nos trata justamente Card. Ratzinger.

 En la Asunción de María y su plena unión con Cristo resucitado de entre los muertos podemos experimentar su fe viva y su presencia eficaz en la Iglesia, su maternidad espiritual. Como María, tenemos parte en el misterio salvífico de Cristo y como ella tendamos a la gloria de Cielo: llegaremos si buscamos con constancias las cosas de allá arriba. La intercesión de María nos llene con amor, nos sostenga en el camino que lleva a la gloria y nos fortalezca en la perseverancia.


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