“Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4,35-40)
Julián Marías escribe en sus memorias. Y lo hace después precisamente de su boda, que es en embarcase hacia el futuro:
“Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una sola carta, sin restricciones, sin reservas: son innumerables las personas, muy especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices”.
Gabriel Marcel, que decía que en nuestro tiempo “el deseo primordial de millones de hombres no es ya la dicha, sino la seguridad”.
Los discípulos se sienten solos en la noche y sienten que la navecilla en la que tratan de pasar a la otra orilla, está sacudida por un fuerte huracán “y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”.
Y precisamente entonces que gritan: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Jesús amaina el Lago, pero a ellos les recrimina: “¿Por qué sois tan cobardes?”
Todos quisiéramos navegar por lo fácil.
Personalmente me dan miedo esos deportes de riesgo, tan comunes aquí en el Perú, como bajar los ríos en pequeñas canoas, por torrenteras y entre rocas y cascadas. Yo no sería capaz. Pero admiro a esos jóvenes a quienes les encanta el riesgo.
Nuestro peligro, y el peligro de la Iglesia suele ser buscar siempre, como dice G. Marcel “la seguridad”.
La seguridad del camino que pisamos.
La seguridad del repetir lo de siempre.
La seguridad de no aventurarnos a ser creativos.
La seguridad de evitar el riesgo.
Esa que llamamos “Seguridad Social” como una manera de “asegurar nuestra vejez” pareciera que nos mentalizado a todos.
Y todos preferimos jugar a varias cartas en la vida. Si nos falla una, siempre nos queda la otra a que agarrarnos, “nuestro “comodín” como en el juego.
Todos preferimos lo fácil, porque lo difícil puede hacernos fracasar.
En la Iglesia nos han convencido de muchas devociones que son como un apostar por la seguridad.
Los Nueve Primeros Viernes nos dan la seguridad de la salvación.
Tales Novenas nos dan la seguridad de que Dios nos salvará.
O esas Cadenas que circulan por todas partes y que, personalmente envío al tacho.
Una espiritualidad, que tiene mucho de bueno, pero que nos ha evitado el riesgo.
Por eso somos tan poco creativos. Y somos como esos CDs que cada día podemos escuchar y repetir hasta la saciedad, escuchando siempre la misma música.
El miedo y la cobardía, no son precisamente dones del Espíritu Santo.
El Espíritu nos regala el don de la fortaleza. El Espíritu nos da ese don arriesgarnos a lo nuevo. El Espíritu nos da ese don de no tener miedo a que la barca de nuestras vidas pueda llenarse de agua con el riesgo a hundirse.
Muchas veces los riesgos pueden ser reales.
Las aguas están movidas. Los vientos soplan en contra.
Pero la mayor parte de las veces, nuestros miedos son pequeños o grandes “monstruos que nosotros mismos creamos en nuestras cabezas”.
¿Y si fracaso? ¿Y si no soy feliz? ¿Y si no llego?
Es preciso matar esos monstruos que nos impiden la alegría del triunfo, incluso la alegría del fracaso, porque fracasar por haber arriesgado también es fuente de alegría.
Es preferible que nos digan que “somos demasiado atrevidos” a que nos digan “¿Por qué sois tan cobardes?”
Dios se arriesgó al hacerse hombre. ¿Por qué no arriesgarnos nosotros por una vida y una Iglesia y mundo mejores?
Clemente Sobrado C. P.
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