Desde hace algunos años, la diócesis de Roma viene centrando su asamblea anual sobre la educación en la fe, comenzando desde la familia. Esta vez Francisco se ha referido en su discurso a las “colonizaciones ideológicas” que hoy sufren las familias, y que hacen más necesaria la educación de los niños en las familias precisamente sobre el sentido cristiano de la familia (Discurso en el Convenio eclesial de la diócesis de Roma, 14-VI-2015).
En esta ocasión, el Papa se ha situado en el núcleo de la temática que habrá de tratar el próximo Sínodo sobre la Familia (“La vocación y la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”) Y lo ha hecho por medio de tres palabras: vocación, comunión y misión, para expresar “el misterio de ser padres”.
Primera palabra, vocación. Se fija Francisco en la expresión de San Pablo: de Dios procede toda paternidad. Y señala que “todos somos hijos, pero ser padre y madre es una llamada de Dios”, es decir una vocación.
En esta vocación, el hombre y la mujer están “llamados a amarse totalmente y sin reservas, cooperando con Dios en ese amor y trasmitiendo la vida a los hijos”. Así los esposos colaboran en su ser imagen y semejanza de Dios. Y ayudan a recordar a todos los bautizados nuestra llamada a la paternidad y maternidad espiritual, de modos diversos.
Pero esto requiere, ante todo, creer en la belleza del amor. Y demostrarlo haciendo las paces cuando es necesario. Para que no se oscurezca esa fe. No es bueno que se oscurezca, porque los hijos “siempre miran a sus padres” –evoca a este propósito la película, “Los niños nos miran”, dirigida por Vittorio de Sicca en 1944– y “necesitan descubrir, mirando vuestra vida, que es bonito amarse”. Por el contrario, sufren mucho si ven a sus padres gritarse, insultarse e incluso pegarse.
En efecto, bien importantes –cabe comprobar– son los resultados de ese comportarse de los padres y del mirarles de sus hijos, porque es ahí precisamente donde se configura el sentido de una vida. “Los hijos, antes que vivir en una casa hecha de ladrillos, viven en otra casa, aún más esencial: viven el amor recíproco de los padres”. ¿Pero es así –pregunta Francisco- de hecho?
La segunda palabra es comunión. La Trinidad de Dios es comunión, es decir, unidad en la diversidad de las tres personas. El varón y la mujer están llamados a ser comunión, construida precisamente con las diferencias entre el hombre y la mujer, diferencia constitutiva fundamental del ser humano. Fundamental también para la madurez y la educación de los hijos: “Los hijos maduran viendo a papá y mamá así; maduran su propia identidad en comparación con el amor que tienen papá y mamá, con esa diferencia”.
Es muy cierto esto, notemos por nuestra parte. A veces, cuando se habla de la educación en la familia, se pone el énfasis en lo que se debe decir a los hijos, en los argumentos, etc. Claro que esto importa. Pero primero, como vemos que señala el Papa, los hijos miran y aprenden mirando y viviendo junto a sus padres.
¿Y qué hacer entonces, cuando surgen las tensiones y fracturas entre los padres? “Pedir ayuda sobre todo a Dios. Recordad el relato de Jesús, lo conocéis bien: es aquel padre que sabe dar el primer paso hacia sus dos hijos, uno que dejó la casa y lo gastó todo, el otro que se quedó en casa”.
Si se pide ayuda a Dios –sin excluir la ayuda a otras personas, familiares, amigos, expertos en determinadas cuestiones matrimoniales y familiares, que tengan un criterio cristiano–, “el Señor os dará la fuerza para entender que se puede superar el mal, que la unidad es más grande que el conflicto, que se pueden curar las heridas, porque estamos hechos el uno para el otro, en nombre de un amor más grande, de aquel amor que Él os ha llamado a vivir con el sacramento del matrimonio.
Incluso aunque se haya llegado a la separación, la tarea educativa no se rompe, y hay que buscar la colaboración por el bien y la felicidad de los hijos.
“¡Por favor –no es la primera vez que utiliza el Papa este argumento–, no uséis a los hijos como rehenes! (…) ¡Cuánto daño hacen los padres separados —o, al menos, que están separados en su corazón— cuando el padre habla mal de la madre, y la madre habla mal del padre!”.
Eso es terrible –observa–, porque entonces los hijos crecen asumiendo tensiones e hipocresías, víctimas de luchas e incluso de odios.
Un camino mejor sería explicarles: “Mira, papá y mamá no se entienden, es mejor separarse. Pero —dice la madre— tu padre es un buen hombre. Mira —dice el padre— tu madre es una buena mujer”.
Además de pedir ayuda e intentar que los hijos no carguen con los problemas de los padres, está el camino del perdón mutuo de las fragilidades y debilidades. “Solo así –entiende el Papa– tampoco ellos (los hijos) se asustarán ante sus propias limitaciones, ni deprimirse, sino seguir adelante”.
Esto es una base para poder hablar a los hijos, incluso sin palabras. Cuenta el caso de un chico que se daba al alcohol mientras su madre tenía que trabajar como empleada doméstica. Cuando la madre salía a trabajar, lo veía dormir —pero no dormía, estaba despierto— y se iba en silencio. Pues bien, esa mirada de su madre salvó al hijo, porque se dijo: “¡No puede ser que mi madre vaya a trabajar y yo viva para emborracharme!”.
Buen consejo de Francisco: “La mirada, sin palabras, también salva a los hijos”.
Tercera y última palabra, misión. Porque los padres deben ser –a través del testimonio, del ejemplo de la conducta y de las palabras que acompañan una vida coherente– “misioneros” de sus hijos.
Así –les dice el Papa– “aprenderán de vuestros labios y de vuestra vida que seguir al Señor da entusiasmo, ganas de gastarse por los demás, da esperanza siempre, ante las dificultades y el dolor, porque nunca están solos, sino siempre con el Señor y con los hermanos”.
Y esto –subraya– es importante sobre todo en la edad de la pre-adolescencia, cuando la búsqueda de Dios se hace más consciente y las preguntas exigen respuestas bien fundadas”.
Concluye Francisco apelando a cuidar la dignidad de los abuelos – ¡que solo en Roma son 617.635!–. Ellos son la sabiduría y la memoria de la familia, y han salvado la fe en tantos países, bautizando a los niños y enseñándoles a rezar. Las familias deben cuidarles y sacrificarse por ellos hasta donde sea posible.
A partir de esas tres palabras –vocación, comunión y misión– el Papa ha concluido dejando a los esposos y padres un encargo: sembrar amor entre ellos mismos y con sus hijos.
Creer en el amor, demostrarlo con sencillez y sacrificio. Rezar –lo que lleva a vivir los sacramentos, la misa del domingo, la confesión de los pecados– y pedir ayuda en las dificultades. Practicar el perdón y querer siempre el bien para los hijos. Darles el ejemplo de la coherencia cristiana, con alegría y esfuerzo. Cuidar de los abuelos. Son, entre otros, los caminos andaderos de esa siembra de vida plena que debe ser la familia.
religionconfidencial.com
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