Chicos y chicas. Convivencia al norte de Italia, junto al maravilloso lago de Como. Un paisaje excepcional: verde, frondoso, lleno de luz. Un pequeño paraíso, una vista deliciosa, un momento idílico. Lástima de aquella figura casi esférica que empezó a cruzar el lago. Pantalón corto, sin camiseta, red de pesca, cerveza en mano, guiando la barquichuela. Un pescador local.
Una de las jóvenes reparó en aquel hombre curtido por sus horas de brega. Llena de estupefacción, golpeó a su novio, situado a su derecha, y le dijo: ¿Ves a aquel hombre? A uno como ese eligió Cristo como cabeza de la Iglesia, y a diez más como fundamento de la fe.
En efecto, Pedro –y probablemente los demás apóstoles– no iba mucho más allá de aquel viejo pescador del lago de Como. Así eran: hombres que se ganaban la vida con oficios sencillos, que tenían en la vida objetivos normales, y en sus proyectos, un horizonte limitado a su comarca. De hecho, el evangelio nos revela que en ocasiones no brillaban por su inteligencia, ni siquiera eran capaces de comprender los simples ejemplos que el Señor ponía en forma de parábolas.
Tampoco eran sencillos, es más, a veces son ambiciosos, y se pelean para ver quién tendría más poder –y fama– en el reino de Cristo. Así eran. Y sin embargo, a pesar de todo eso (a lo mejor, a causa de todo eso), Cristo los eligió. ¿Por qué? Porque quiso, porque Dios no piensa como los hombres, sino que es capaz de ver lo profundo de los corazones de los hombres. A nosotros nos parece una locura, pero como nos reveló Él mismo, por boca de Isaías: «no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos» (Is 55, 8).
Fulgencio Espá
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