“Se acercaron a Jesús unos saduceos, de los que dicen que no hay resurrección y le preguntaron…” (Mc 12,18-27)
Cuando no queremos aceptar ciertas verdades que nos molestan, preferimos sacarles la vuelta.
Son muchos los que solo creen “en el tiempo”.
Son muchos a los que les cuesta aceptar que existe “la eternidad”.
Los saduceos eran de esos para quienes la vida termina con el “descanse en paz”.
Los saduceos eran de esos para quienes el materialismo es suficiente para dar razón a la vida.
Por eso su pregunta a Jesús va también cargada de falacia.
La mejor manera de no aceptar ciertas realidades es buscarles su incoherencia y su contradicción. Es lo que hacen estos fariseos que preguntan cuál de sus siete maridos será el marido de esta suertuda mujer.
¿No habrá peleas entre ellos?
¿Seguirá siendo la mujer de los siete?
No faltan quienes, incapaces de aceptar la resurrección, ven el más allá como una prolongación del más acá: el más allá no pasa de ser el más acá mejorado.
¿cómo vamos a ser felices allá si no nos casamos y tenemos nuestra mujercita?
¿cómo vamos a ser felices allá si todo va a ser tan espiritual que hasta la sexualidad cambia?
Y hasta me imagino que, el borrachito preguntará si en el cielo, cuando resucitemos, habrá bares, licorerías, buen pisco, coñac, vino, cerveza, y los más puritanos preguntarán por el wisky.
Sin llegar a esos extremos, tampoco faltan hoy esos “nuevos saduceos” que dicen:
“El cielo está en la tierra”.
Por eso hay que aprovechar el tiempo y sacarle jugo a la vida.
Se trata de hombres y mujeres cuya miopía espiritual les impide descubrir y creer que la resurrección es la gran esperanza de nuestra vida y que nos transformará a todos.
Es cierto que, para el que cree, el cielo, de alguna manera, ya está aquí abajo.
Porque quien cree en Jesús “tiene ya la vida eterna”.
Porque “come el pan de vida, ya tiene la vida eterna”.
Como creyentes llevamos la vida eterna ya en germen y semilla desde ya.
La muerte lo único que hará será romper esa cáscara dura del grano de trigo, y hará posible que ese germen blanquito que lleva dentro brote, se haga tallo, madure es espiga.
La resurrección no es un corte en la vida.
La resurrección es la transformación de lo que ya somos.
La resurrección es la realidad de lo que ya somos pero transformada.
La resurrección será aquello que decía San Juan: “sabemos lo que somos: hijos de Dios; pero no sabemos lo que todavía seremos”.
Resucitar es entrar en otra dimensión.
De la dimensión de lo humano pasamos a la dimensión de lo divino.
De la condición humana pasamos a la condición de lo divino.
De la condición de lo transitorio a la condición de lo definitivo y eterno.
Lo definitivo de la condición humana no es la prolongación de la vida presente, aunque con algunos arreglos y nuevo condimento.
Aquí nos casamos porque podemos retransmitir la vida humana.
Pero la vida divina y eterna no se puede retransmitir por generación.
De la comunión del amor conyugal pasamos a la comunión del amor de Dios.
El centro de la nueva vida resucitado será “la gloria de Dios”.
En una ocasión admiré el amor y el cariño de un ancianito, cuya esposa había fallecido.
Triste me preguntó: “¿Y en el cielo podré verla? ¿Y la veré tan bonita como era aquí?”
Sentí alegría viendo el amor que sentía por ella.
Pero, a pesar de que era de comunión diaria, sentí pena pensase que el cielo era volver a encontrarse con su “Mechita” y no con Dios.
Sin embargo, como tampoco yo sé cómo será aquello, para consolarle le dije: “La verás y será guapísima, hasta te va costar conocerla de bella que está”.
El viejo me sonrió, me dio gracias y se fue.
No sé si la verá, pero de lo que estoy seguro es que cuando contemplemos a Dios todo el resto será accidental.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo B, Tiempo ordinario Tagged: muerte, resurreccion, vida, vida eterna
Publicar un comentario