3 de junio.

san Carlos_Lwanga

CARLOS LUANGA y COMPAÑEROS
LOS MÁRTIRES DE UGANDA

(†  1886)

 “Quién fue el que primero introdujo en Africa la fe cristiana se disputa aún; pero consta que ya antes de la misma edad apostólica floreció allí la religión, y Tertuliano nos describe de tal manera la vida pura que los cristianos africanos llevaban, que conmueve el ánimo de sus lectores. Y en verdad que aquella región a ninguna parecía ceder en varones ilustres y en abundancia de mártires. Entre éstos agrada conmemorar los mártires scilitanos, que en Cartago, siendo procónsul Publio Vigellio Saturnino, derramaron su sangre por Cristo, de las preguntas escritas para el juicio, que hoy felizmente se conservan, se deduce con qué constancia, con qué generosa sencillez de ánimo respondieron al procónsul y profesaron su fe. Justo es también recordar los Potamios, Perpetuas, Felicidades, Ciprianos y “muchos hermanos mártires” que las Actas enumeran de manera general, aparte de los mártires aticenses, conocidos también con el nombre de “masas cándidas”, o porque fueron quemados con cal viva, como narra Aurelio Prudencio en su himno XIII, o por el fulgor de su causa, como parece opinar Agustín. Pero poco después, primero los herejes, después los vándalos, por último los mahometanos, de tal manera devastaron y asolaron el África cristiana que la que tantos ínclitos héroes ofreciera a Cristo, la que se gloriaba de más de trescientas sedes episcopales y había congregado tantos concilios para defender la fe y la disciplina, ella, perdido el sentido cristiano, se viera privada gradualmente de casi toda su humanidad y volviera a la barbarie.”

 Así comienza Benedicto XV las letras apostólicas de beatificación de los siervos de Dios Carlos Lwanga, Mattías Murumba y sus compañeros, más conocidos con el nombre de los Mártires de Uganda.

 En efecto, ya hacia fines del siglo XIX, cuando las glorias del Africa cristiana habían pasado a una remota perspectiva histórica, mientras los exploradores iban penetrando en los misterios del continente negro, los misioneros emulaban, y en no pocas ocasiones superaban, sus trabajos y sus esfuerzos. Entre ellos destacaba un insigne hijo de Bayona, el cardenal Lavigerie, a quien correspondió la gloria de restituir la gloriosa sede de Cartago. El fue quien, con el deseo de promover eficazmente el apostolado misional en Africa, instituyó los “misioneros de Africa”, más conocidos con el nombre de Padres blancos.

 Ya en los principios del apostolado, los Padres blancos se encargaron de la región de Uganda, como parte del Vicariato del Nilo superior, el año 1878. Consiguieron entrar en la región, y hasta obtener no pocos neófitos. Establecida una estación misional, la de Santa María de Rubaga, acudieron a ella por centenares los negros, y hubo momentos en que podía esperarse una rápida cristianización de toda aquella región. El mismo rey, llamado Mtesa, al principio les favoreció, aunque luego, por temor a que la nueva religión fuera obstáculo para el floreciente comercio de esclavos que él mantenía, obligó a los misioneros a alejarse. Pero, muerto el rey Mtesa, le sucedió su hijo Muanga, amigo de los cristianos, con lo que volvieron a renacer las esperanzas.

 Aún más: con ocasión de una conjuración que fue descubierta, el nuevo rey decidió rodearse de cristianos, y así gran parte de su corte estuvo compuesta por jóvenes bautizados, con alguno de los cuales había llegado el rey a establecer auténtica amistad. Pronto, sin embargo, aquel panorama iba a verse enteramente turbado.

 Se interpuso, de una parte, la política. El primer ministro, que había tenido cierta intervención en la conjura descubierta y no podía perdonar a los cristianos su lealtad, empezó a tramar su destrucción. Acabó de exasperarle la noticia de que el rey pensaba nombrar para su cargo a José Mñasa, un cristiano. Pero acaso sus maniobras hubieran fracasado si no hubiese intervenido otra causa: la lujuria. Por influjo de las costumbres mahometanas el rey, que hasta entonces había llevado una vida pura, cayó en la lujuria en su forma más abyecta y opuesta a la naturaleza. Y se encontró con que los jóvenes que formaban parte de su corte y eran cristianos oponían una negativa rotunda a sus infames solicitaciones. Lo que debiera haber servido en honor de la religión fue utilizado como pretexto para la persecución.

 Nada faltaba al esquema clásico. Como motor, las pasiones. La codicia, excitada por el temor a perder el comercio de esclavos. La ambición de los políticos, temerosos de verse al margen del poder. La lujuria, en su forma más baja y repugnante. Nada iba a faltar tampoco para ese mismo esquema clásico en el desarrollo. Las escenas que habíamos leído en los primeros tiempos del cristianismo las vamos a encontrar reproducidas, en algunas ocasiones casi a la letra, en 1886, en el corazón del continente africano.

 En efecto, el rey, irritado por aquella resistencia que encontraba, decretó la persecución contra “todos los que hicieren oración”, que ésta fue la preciosa definición de los cristianos que se dio en el decreto persecutorio. E inmediatamente se desataron las furias de los paganos contra aquella cristiandad naciente. Cuántos fueron los que perecieron no lo sabemos, ni será fácil que se sepa nunca, habiendo ocurrido aquellos martirios en sitios donde la escritura era desconocida prácticamente y donde, por tanto, no podían perpetuarse los hechos ocurridos. Dios quiso, sin embargo, que conociéramos siquiera el martirio de algunos africanos que, por ocupar puestos más relevantes, dieron su vida en condiciones que permitieron luego averiguar lo sucedido. Tales son los mártires que Benedicto XV beatificó solemnemente el 6 de junio de 1920.

 Pueden dividirse en dos grupos, de los que hablaremos sucesivamente. El primero está constituido por unos cuantos jóvenes, cuyas edades fluctúan entre los trece y los veintiséis años. A última hora se les agregó un compañero de treinta años. Todos ellos tienen como nota común el formar parte de la corte y estar viviendo como pajes en el palacio del rey. Todos fueron martirizados un mismo día, y casi todos con un mismo martirio.

 Puede tenerse como principal a Carlos Lwanga. Tenía veintiún años el día de su martirio y podía considerarse como el favorito del rey, que había contado con él siempre para sus encargos más delicados. Siempre, hasta el día en que el rey se atrevió a pedirle lo que él no podía en manera alguna darle. Entonces fue arrojado al calabozo, y allí vinieron muy pronto a acompañarle sus compañeros de martirio. Entre ellos Mbaga Tuzindé, hijo de Mkadjanga, el principal y el más cruel de los verdugos. Era catecúmeno cuando empezó la persecución, y el mismo Carlos Lwanga le bautizó poco antes de ser condenado a muerte. Con él sucedió una escena que ya habían conocido los cristianos en las actas de las Santas Perpetua y Felicidad: su padre se presentó en el calabozo para pedirle una y otra vez que abjurase la religión católica, o que, al menos, dejase que le escondieran y que prometiera no volver a orar. A lo que el adolescente, pues no había cumplido todavía dieciséis años, respondió, con la firmeza que tantas veces hemos contemplado en los mártires cristianos, diciendo que prefería perderlo todo antes que abjurar. El padre tuvo que limitarse a utilizar su cargo para obtener para su hijo un triste privilegio: encargó a uno de los verdugos que estaban a sus órdenes que, cuando ya estuviera su hijo junto a la pira, le diera un golpe en la cabeza para que perdiera el sentido y así fuese quemado sin sufrir tanto.

 No es posible dar, ni siquiera en síntesis, las biografías de los trece mártires que forman este primer grupo. Dos de ellos, Mgagga y Gyavira, de dieciséis y diecisiete años, fueron bautizados en la misma cárcel por Carlos Lwanga. Otro, Santiago Buzabaliao, intentó repetidas veces la conversión del mismo rey, con quien le había unido buena amistad antes de su elevación al trono. Los demás, jóvenes todos, resistieron impávidos todas las amenazas. Pero entre ellos destaca la figura angelical y encantadora de Kizito, niño aún de trece años, que fue, sin embargo, el que dio la nota de máxima valentía. El levantó el ánimo de los que desfallecían. El fue también el que, camino del patíbulo, invitó a todos a cogerse de las manos, de tal manera que llevaran unos a otros, si alguno decayera en su ánimo. El fue, en fin, el que con mayor fuerza rechazó proposiciones libidinosas del rey.

 Nota curiosa constituye la presencia en el grupo de Mukasa Kiriwanu. Formaba parte del grupo de los pajes de la corte, pero aún no estaba bautizado. Cuando sus compañeros salían hacia el lugar del suplicio, uno de los verdugos le preguntó si era cristiano. El contestó que sí y se unió a los condenados. Y así, sin haber recibido el bautismo de agua, sino únicamente el de sangre, ascendió a los altares.

 Es hermoso también el caso de Lucas Banabakintu. No pertenecía a la servidumbre regia, sino a la de un gran señor. Había recibido hacía cuatro años el bautismo y la confirmación, y, cuando después recibió la primera comunión, se distinguió por su extraordinaria pureza de vida y su fervor en las cosas santas. Al estallar la persecución le hubiera sido fácil evitar ser apresado. Con gran fortaleza de ánimo se presentó, sin embargo, a su dueño, y éste le entregó a los soldados del rey. Así, a pesar de que su edad era superior a la de sus compañeros (tenía treinta años), mereció padecer el martirio con ellos.

 Amaneció el día 3 de junio de 1886. Agrupados todos los mártires, salieron del calabozo camino de una colina llamada Namugongo. No todos, sin embargo, llegaron a ella. Algunos, que no pudieron andar con la suficiente presteza, fueron alanceados por el camino. Los que quedaban llegaron, por fin, al lugar del suplicio. Les ataron de pies y manos; les envolvieron en una red hecha de cañas y les pusieron en pie sobre unos haces de leña, para que sus cuerpos se fueran consumiendo lentamente. Y entonces se produjo la maravilla que colmó de admiración a los verdugos, que jamás habían visto cosa parecida: empezó a arder la leña y comenzaron las llamas a lamer los pies de los mártires; quedaron éstos envueltos en una nube de humo. Y, en lugar de salir de ella gemidos o maldiciones, salieron únicamente murmullos de oración y cánticos de victoria. Exhortándose unos a otros estuvieron firmes sobre el fuego, hasta que, por fin, sus voces se fueron extinguiendo. Grex immolatorum tener, tierna grey de los inmolados, les llama Benedicto XV, aplicándoles la frase que la Sagrada Liturgia dedica a los santos inocentes.

 Pasemos al segundo grupo de mártires, formado por nueve de ellos. En realidad, sin embargo, muy bien pudieran agregarse cinco al grupo anterior, pues, aunque no fueron martirizados el mismo día ni de la misma forma, pertenecían también, como los anteriores, a la corte, estaban unidos con ellos por lazos de íntima amistad, eran jóvenes de la misma edad, y sólo circunstancias fortuitas hicieron que no fuesen atormentados el mismo día 3 de junio.

 Junto a ellos nos encontramos con otros mártires, que también repiten, por su parte, las más hermosas páginas de los primeros tiempos del cristianismo.

 Recordemos en primer lugar a Matías Kalemba Murumba. Era ya un hombre hecho, pues tenía cincuenta años y ejercía la profesión de juez. Había sido primero mahometano y después protestante, para terminar recibiendo el bautismo en la Iglesia católica el 28 de mayo de 1882. Entonces, temiendo las dificultades de su profesión, la dejó, y se dedicó con alma y vida a la propagación de la religión, no sólo mediante la educación cristianísima de sus propios hijos, sino también con una labor de ardiente proselitismo. Llamado a la presencia del primer ministro, confesó abiertamente la fe y fue condenado a morir con muerte horrible. Sus verdugos le llevaron a un lugar inculto y desierto, temiendo que la piedad de los espectadores pudiera poner obstáculos a la ejecución de la tremenda sentencia. Allí fue Matías, con sus verdugos, alegre y contento. Empezaron por cortarle las manos y los pies. Después le arrancaron trozos de carne de la espalda, que asaron ante sus propios ojos. Finalmente, le vendaron con cuidado las heridas, para prolongar su martirio, y le dejaron abandonado en aquel lugar desierto. Tres días después unos esclavos que estaban cortando cañas oyeron la voz de Matías, que les pedía un poco de agua. Pero, al verle desfigurado, mutilado, temieron al rey y se horrorizaron de tal manera que huyeron dejándole abandonado. Solo por completo, expiró al poco tiempo.

 Tiene también un corte evangélico el martirio de Andrés Kagwa, pues nos recuerda la escena del de San Juan Bautista. Unido con íntima amistad al rey, había dado muestras de una gran caridad con ocasión de la peste que había invadido a la región. Fueron muchos los enfermos a los que, después de haberles atendido con caridad ardiente, bautizó y enterró después con sus propias manos. En su apostolado llegó a intentar catequizar a los hijos del primer ministro. Este juró su ruina, hasta el punto de prometerse que no habría de cenar aquel día sin que al verdugo le trajera a la mesa la mano cortada de Andrés. Así se hizo aquel 26 de mayo en que el mártir, a sus treinta años de edad, voló a los gozos del cielo.

 El mismo primer ministro consiguió también que el rey le entregase a Juan María lamari, conocido con el sobrenombre de Muzei, es decir, el anciano. Hombre de gran prestigio, lleno de prudencia, misericordioso con los pobres, daba su dinero y su actividad para conseguir la redención de los cautivos, a los que catequizaba. Cuando vio que eran perseguidos los cristianos rehusó huir. Antes al contrario, se presentó con toda naturalidad ante el rey. Este le envió al primer ministro. Algo sospechaba el mártir, pero, como dicen las letras de beatificación, “pensé que era absurdo temer por algo que tuviera relación con la causa de la religión”. Y, en efecto, al presentarse al primer ministro, éste ordenó que le arrojaran a un estanque que tenía en su finca. Allí pereció ahogado.

 Terminemos la relación, que puede parecer monótona, pero que, sin embargo, es gloriosísima, con la primera de las víctimas: José Mkasa Balikuddembé. Había servido ya al rey Mtesa como ayuda de cámara. Su hijo Muanga, al llegar al trono, le conservó junto a sí y le puso al frente de la casa regia. El mártir se dedicó a un apostolado activísimo entre los jóvenes que formaban parte de la corte. Todo iba bien, y el rey le tenía en gran consideración y afecto, hasta que Juan María hubo de oponerse a las obscenas pretensiones del rey. Entonces cambió todo. Fue condenado a muerte. Y llevado a un lugar llamado Mengo, donde fue decapitado. Antes, sin embargo, de que la sentencia se ejecutara Juan María declaró públicamente que perdonaba de todo corazón al rey y que encargaba a sus verdugos que le pidieran, por favor, en su nombre que hiciese penitencia cuanto antes.

 Tal es la historia de los Mártires de Uganda. Otros muchos martirios hubo en aquella misma persecución, de los que, como hemos dicho, no conservamos memoria pormenorizada. Lo que ciertamente sabemos es que al poco tiempo cambiaba por completo la situación. Los perseguidores morían con muertes miserables. Y, en cambio, las multitudes acudían en masa a los misioneros solicitando el bautismo. Hoy las tierras de Uganda se han transformado en una de las más florecientes cristiandades. Establecida la jerarquía eclesiástica con un arzobispado y seis diócesis sufragáneas, florece el clero indígena, y alguno de los obispos puestos al frente de las diócesis es descendiente directo de los Beatos Mártires. Los católicos de aquella región se cuentan por muchos millares y ha vuelto a cumplirse la frase de Tertuliano. Como en los primeros tiempos del cristianismo, la sangre de los mártires ha sido semilla de cristianos.

 Su causa de beatificación fue introducida por San Pío X el 15 de agosto de 1912. Declarado que constaba el martirio el 10 de marzo de 1920, el 6 de junio del mismo año eran solemnemente beatificados por Benedicto XV. Su fiesta se celebra en todas las casas de Padres blancos, y en todos las circunscripciones encomendadas a su Congregación. Ojalá veamos pronto la canonización de este grupo de mártires, de tal manera que pueda extenderse a la Iglesia universal el culto a estos negros que, casi en nuestros días, renovaron las hazañas que con tanta devoción leíamos en las actas de los mártires de los primeros tiempos del cristianismo.

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MIÉRCOLES DE LA SEMANA 9ª DEL TIEMPO ORDINARIO

1. (año 1) Tobías 3,1-11.24-25

a) La historia de las dos familias, la de Tobías en Nínive y la de Ragüel y su hija Sara en Media, se encuentran. Las dos quedan unidas por la serie de desgracias y por su fe en Dios. A ambas el dolor las lleva a la oración: una oración difícil, dicha entre lágrimas y sollozos en ambas ocasiones.

Tobías reconoce que Dios es justo, que ha sido el pueblo el que ha pecado y ahora merece el castigo del destierro. Pero esta convicción no disminuye su dolor y llega hasta desearse la muerte.

A trescientos kilómetros de distancia, Sara, la hija de Ragüel, pariente de Tobías, se encuentra en una situación dramática, porque han ido muriendo sucesivamente los siete novios que se querían casar con ella. Hasta la criada de casa se burla de ella y la llama «asesina de tus maridos». La oración de Sara es también triste, entrecortada por las lágrimas.

La oración de ambos, la del anciano ciego y la joven viuda, llega a la vez a la presencia de Dios, y Dios escucha a los dos.

b) Esta historia es una invitación para que también nosotros sigamos teniendo fe y confianza en Dios, pase lo que pase en nuestra vida.

También a nosotros nos pasa que nuestra oración no siempre es poética, gustosa y llena de aleluyas. A veces, como la de Jesús en el huerto del Getsemaní, es angustiada, desgarrada, entre lágrimas, gritada, aunque sea con gritos por dentro.

A veces creemos que lo que sucede -a nosotros mismos o a la comunidad- es catastrófico y no tiene salida. Pero Dios saca bien del mal. El relato de Tobías y Sara nos asegura que Dios escucha, que está cerca, que no se desentiende de nuestra historia. Son significativos los dos personajes que aparecen en el relato: el demonio Asmodeo, el que mata, y el arcángel Rafael, el que cura.

Dios no quiere nuestra muerte. Nos demuestra de mil maneras su cercanía a lo largo de nuestro camino.

Nuestros antepasados nos enseñaron unas oraciones breves que haríamos bien en no olvidar: «bendito sea Dios», «que se haga la voluntad de Dios». Esta fue la actitud de Tobías, de Sara, y sobre todo la de Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Y en todos los casos, al dolor siguió el gozo y a la muerte la resurrección.

Deberíamos asimilar el salmo de hoy: «Dios mío, en ti confío, no quede yo defraudado… los que esperan en ti no quedan defraudados. Señor, enséñame tus caminos, haz que camine con lealtad».

2. Marcos 12,18-27

a) Otra pregunta hipócrita, dictada no por el deseo de saber la respuesta, sino para hacer caer y dejar mal a Jesús. Esta vez, por parte de los saduceos, que no creían en la resurrección.

El caso que le presentan es bien absurdo: la ley del «levirato» (de «levir», cuñado: cf. Deuteronomio 25) llevada hasta consecuencias extremas, la de los siete hermanos que se casan con la misma mujer porque van falleciendo sin dejar descendencia.

También aquí Jesús responde desenmascarando la ignorancia o la malicia de los saduceos. A ellos les responde afirmando la resurrección: Dios es Dios de vivos. Aunque matiza esta convicción de manera que también los fariseos puedan sentirse aludidos: ellos sí creían en la resurrección pero la interpretaban demasiado materialmente. La otra vida será una existencia distinta de la actual, mucho más espiritual. En la otra vida ya no se casarán las personas ni tendrán hijos, porque ya estaremos en la vida que no acaba.

b) Lo principal que nos dice esta página del evangelio es que Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Que nos tiene destinados a la vida. Es una convicción gozosa que haremos bien en recordar siempre, no sólo cuando se nos muere una persona querida o pensamos en nuestra propia muerte.

La muerte es un misterio, también para nosotros. Pero queda iluminada por la afirmación de Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí no morirá para siempre». No sabemos cómo, pero estamos destinados a vivir, a vivir con Dios, participando de la vida pascual de Cristo, nuestro Hermano.

Esa existencia definitiva, hacia la que somos invitados a pasar en el momento de la muerte («la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma»), tiene unas leyes muy particulares, distintas de las que vigen en este modo de vivir que tenemos ahora. Porque estaremos en una vida que no tendrá ya miedo a la muerte y no necesitará de la dinámica de la procreación para asegurar la continuidad de la raza humana. Es ya la vida definitiva. Jesús nos ha asegurado, a los que participamos de su Eucaristía: «El que me come, tendrá vida eterna, yo le resucitaré el último día». La Eucaristía, que es ya comunión con Cristo, es la garantía y el anticipo de esa vida nueva a la que él ya ha entrado, al igual que su Madre, María, y los bienaventurados que gozan de él. La muerte no es nuestro destino. Estamos invitados a la plenitud de la vida.


20:27
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