(465) Evangelización de América –10. Bartolomé de las Casas y la leyenda negra

–Las Casas llegó muy pronto a América, recién descubierta.

–En años muy difíciles, en los que la inexperiencia hacía frecuentes los abusos y desgobiernos.

* * *

Fray Bartolomé de Las Casas, OP(1484-1566)

Contra indios

Bartolomé de Las Casas nació en Sevilla hacia 1484, y ha tenido múltiples biógrafos, entre los cuales destaca últimamente Pedro Borges [+2008]. Tuvo Las Casas una instrucción elemental, y después de ser en 1500 auxiliar de las milicias que sofocaron la insurrección morisca en Granada, pasó muy joven a las Indias, a La Española (1502), en la escuadra de Ovando. Fracasó buscando oro en el Haina, y tam­poco le fue bien en las minas de Cibao, al frente de una cua­drilla de indios que le habían entregado. Participó en campañas contra los in­dios en 1503 y 1505, y con los esclavos que recibió en premio ex­plotó una estancia junto al río Janique de Cibao, extrayendo también oro.

Se ordenó sacerdote en Roma en 1506, siguió con poco éxito su explotación de Cibao, y en 1510 celebró su primera misa, aunque todavía no se ocupaba de ministerios espirituales. En 151l –el año del sermón de Montesinos– se alistó para la conquista de Cuba, y participó como capellán en la dura campaña de Pánfilo de Narváez contra los indios. Con los muchos indios que le tocaron en repartimiento, fue encomendero en Canarreo, hasta 1514, en que se produce su primera conversión, y renuncia a la encomienda.

La encomienda en Nueva España, de la que trataré en el próximo artículo, fue iniciada principalmente por Colón y Hernán Cortés. Era una forma de repartimiento de indios a distintos conquistadores y colonos, con objeto de juntarlos en comunidades y de establecer haciendas productivas. A requerimientos de los misioneros y juristas, fue reglamentada sucesivamente en varias leyes.

 

–Pro indios

En 1515 Las Casas defiende la causa de los indios ante el rey Fernando y ante los cardenales Cisneros y Adriano de Utrecht. Cisneros le en­carga que, con el padre Montesinos y el doctor Palacios, prepare un memorial sobre los problemas de las Antillas, y le nom­bra protector de los indios. En 1516 vuelve a La Española con un equipo de jerónimos. Autorizados éstos como virtuales gobernado­res, pronto dieron de lado al control de Las Casas, ya que ellos, lo mismo que los franciscanos, aceptaron las encomiendas como un sistema entonces necesario, tratando de humanizarlas.

En 1517 inicia Las Casas un período de planes utópicos de pobla­ción pacífica –la Utopía de Moro es de 1516–. Colonos honestos y piadosos formarían una «hermandad religiosa», vestirían hábito blanco con cruz dorada al pecho, provista de unos ramillos que la harían «muy graciosa y adornada» el detallismo es frecuente en el pensamiento utópico–, serían armados por el Rey «caballeros de espuela dorada», y esclavos negros colaborarían a sus labores. Es­tos planes no llegaron a realizarse, y el que se puso en práctica en Tierra Firme, en Cumaná, Venezuela, fracasó por distintas causas.

Por esos años, inspirándose quizá Las Casas en la práctica por­tuguesa del Brasil, y para evitar los sufrimientos de los indios en un trabajo organizado y duro, que no podían soportar, sugirió la impor­tación de esclavos negros a las Indias. El mismo dice que «este aviso de que se diese licencia para traer esclavos negros a estas tierras dio primero el clérigo Casas» (Historia de las Indias III,102). Al dar este consejo, con un curioso sentido se­lectivo de los derechos humanos, cometió un grave error, del que sólo muy tarde se hizo consciente, hacia 1559, cuando revisaba la edición de la Historia de las Indias (III,129).

López de Gómara (+1560) resume la acción de Las Casas en Cumaná di­ciendo: «No incrementó las rentas del rey, no ennobleció a los cam­pesinos, no envió perlas a los flamencos y se hizo hermano domi­nico» (Historia 203b). Efectivamente, gracias al fracaso de sus intenciones concretas, tuvo una segunda conversión y llegó a descubrir su vocación más genuina. En 1522, después de todos estos trajines, ingresó dominico en Santo Domingo, y vivió siempre en la Orden como buen religioso. Allí inició sus obras De unico vo­cationis modo (1522) e Historia de las Indias (1527), y se mantuvo «enterrado», según su expresión, hasta 1531.

 

–Obras positivas

Tuvo éxito, en 1533, al conseguir la rendición del cacique Enriquillo, sublevado desde años antes. Un viaje al Perú, que el mar torció a Nicaragua, le llevó a México en 1536. También tuvo éxito cuando, contando con el apoyo de los obispos de México, Tlaxcala y Guatemala, realizó con sus hermanos dominicos una penetración pacífica en Tezulutlán o Tierra de Guerra, región guatemalteca, de la que surgieron varias poblaciones nuevas.

No estuvo allí muchos tiempo, y en 1540 partió para España, in­tervino en la elaboración de las Leyes Nuevas (1542), así como en su corrección al año siguiente, y reclutó misioneros para las Indias. Su obra Brevísima relación de la destruición de las Indias es de 1542. En ese mismo año, rechazó de Carlos I el nombramiento de obispo de la importante sede del Cuzco, aceptando en cambio al año siguiente la sedeepiscopal de Chiapas, en Guatemala. Con 37 dominicos llegó en 1545 a su sede, en Ciudad Real, donde su minis­terio duró un año y medio. La población española estaba predis­puesta contra él porque conocía su influjo en la elaboración de las Leyes Nuevas.

El obispo Las Casas no se dio mucha maña en su nuevo ministerio. Comenzó pidiendo a los fieles que denun­ciaran a sus sacerdotes si su conducta era mala; a todos éstos les quitó las licencias de confesar, menos a uno; encarceló al deán de la catedral, y excomulgó al presidente de la Audiencia… Poco después, el alzamiento contra él de los diocesanos de su sede le hizo partir a la ciudad de México, donde había una junta de obispos que le dio de lado. De entonces son sus Avisos y reglas para los confesores, en donde escribe cosas como ésta: «Todo lo hecho hasta ahora en las Indias ha sido moralmente injusto y jurídica­mente nulo».

Se comprende, pues, bien que todos cuan­tos aborrecen la obra de España en las In­dias hayan considerado en el pasado y estimen hoy a Las Casas como una figura gigantesca. Nadie, desde luego, como veremos, ha dicho sobre las Indias hispanas enormidades del tamaño de las suyas.

 

Vuelve a la Corte real

Sin licencia previa para ello, abandonó Las Casas su diócesis y regresó en 1547 a la Corte, en donde siempre se movió con mucha más soltura que en las Indias. Polemizó entonces duramente en Al­calá con el sacerdote humanista Juan Ginés de Sepúlveda, y logró que Alcalá y Salamanca vetaran su libro Democrates alter, que no fue impreso hasta 1892. Sepúlveda, devolviéndole el golpe, consiguió que el Consejo Real reprendiera duramente a Las Casas por sus Avisos a confesores, cuyas copias manuscritas fueron requisadas. De la gran polémica ofi­cial entre Sepúlveda y Las Casas, celebrada en Valladolid en 1550-1551, y que terminó en tablas, trataré en el próximo artículo. En 1550, a los 63 años, renunció al obispado de Chiapas.

Ya no regresó a las Indias, en las que su labor misionera fue re­almente muy escasa. Como señala el franciscano Motolinía en su carta de 1555 al Emperador sobre Las Casas, acá «todos sus nego­cios han sido con algunos desasosegados para que le digan cosas que escriba conformes con su apasionado espíritu contra los espa­ñoles… No tuvo sosiego en esta Nueva España [ni en La Española, ni en Nicaragua, ni en Guatemala], ni aprendió lengua de indios, ni se humilló, ni aplicó a les enseñar» (Xirau, Idea 72, 74-75).  

 

Retirado en Sevilla como escritor

Retirado en el convento de Sevilla, su ciudad natal, tuvo entonces años de más quietud, en los que pudo escribir varias obras. La Apologética histo­ria sumaria, sobre las virtudes de los indios (1559); Historia de las Indias, iniciada en 1527 y en 1559 terminada, si así puede decirse, pues quedó inacabada; De thesauris indorum, en la que condena la búsqueda indiana de tesoros sepulcrales (1561); De im­peratoria seu regia potestate, sobre el derecho de autodetermina­ción de los pueblos (1563); y el Tratado de las doce dudas, contes­tando ciertas cuestiones morales sobre las Indias. Aparte de com­poner estas obras, consiguió también en esos años que el Consejo de Indias negara permiso a su adversario el dominico fray Vicente Palatino de Curzola para imprimir su obra De iure belli adversus in­fideles Occidentalis Indiæ.

 

Endurecimiento y muerte

En sus últimos años, aunque no llegó a negar «el imperio sobe­rano y principado universal de los reyes de Castilla y León en In­dias», sus tesis fueron cobrando renovada dureza e intransigen­cia. Le atormentó mucho en esta época, en que estaba completamente sordo, comprobar que en asuntos tan graves como el de la encomienda, hombres de la categoría de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, o sus mismos compañeros dominicos de Chiapas y Guatemala, se habían pasado, como los franciscanos, al bando de la transigen­cia. Murió en 1566 en el convento domi­nico de Atocha, en Madrid, a los 82 años, después de haber escrito y actuado con gran empeño –unas veces bien y otras mal– en favor de los indios.

* * *

–Las exageraciones de Las Casas

Las enormidades de las Casas son tan grandes que también quie­nes le admiran reconocen sus exageraciones, aunque las conside­ran con benevolencia (+V. Carro; M. Mª Martínez 114s). Sin embargo, llegan a tales extremos que a veces son simples difamacio­nes. Las Casas se muestra lúcido y persuasivo en sus argumenta­ciones doctrinales –esto es lo que hay en él de más valioso–, pero pierde con frecuencia esa veracidad al re­ferirse a las situaciones reales de las Indias, cayendo en esa enor­mización de la que habla Menéndez Pidal (+1968; 321), uno de sus más severos críticos.

Si tomamos, por ejemplo, la Brevísima relación de la destruición de las Indias (1542) –que es la obra de Las Casas más leída, también hoy, y la que ha tenido más ediciones y traducciones–, vamos encontrando false­dades tan grandes, tan patentes, que causan perplejidad.

Así, al referirse a la trá­gica despoblación de las Antillas, de la que ya traté (art. 464), asegura que «habiendo en la isla Española sobre tres cuentos [millones] de almas que vimos, no hay hoy de los naturales de ella doscientas personas». Más aún, «daremos por cuenta muy cierta y verdadera que son muertas en los dichos cuarenta años por las di­chas tiranías e infernales obras de los cristianos, injusta y tiránica­mente, más de doce cuentos de ánimas, hombres y mujeres y ni­ños; y en verdad que creo, sin pensar engañarme, que son más de quince cuentos» (15). ¡Quince millones!…

En la Española, asegura Las Casas, los cris­tianos quemaban vivos a los naturales «de trece en trece», y pre­cisa delicadamente que tal horror se hacía «a honor y reverencia de Nuestro Redentor y de los doce apóstoles» (18). En Venezuela, según dice, han matado y echado al in­fierno «de infinitas e inmensas injusticias, insultos y estragos tres o cuatro» millones de indios (88). Y en la región de Santa Marta los españoles «tienen carnicería pública de carne humana, y dícense unos a otros: “Préstame un cuarto de un bellaco de ésos para dar de comer a mis perros hasta que yo mate otro”» (112)…

Y todavía Las Casas no queda conforme con lo que ha dicho, pues añade que «en todas cuantas cosas he dicho y cuanto lo he encarecido, no he dicho ni encarecido, en calidad ni en cantidad, de diez mil partes (de lo que se ha hecho y se hace hoy) una» (113).

Cuando, por ejemplo, dice Las Casas que en la Española hay «treinta mil ríos y arroyos», de los cuales «veinte y veinte y cinco mil son riquísi­mos de oro» (21), podemos aceptar –con reservas, tratándose de un informe serio– tan enorme hipérbole. También no­sotros empleamos expresiones semejantes: «Te he dicho mil ve­ces»… Pero en otros luga­res, como los citados, nos vemos obliga­dos a estimar que se trata de afirmaciones falsas. Concretamente, las cifras para el historiador Las Casas nunca constituyeron un pro­blema especial. En denigración de los españoles puede decir, por ejemplo, que Pedrarias, en los pocos años que estuvo de goberna­dor en el Darién, mató y echó al infierno «sobre más de 500.000 al­mas» (Hª Indias III,141); en tanto que, en defen­sa de los indios, osa afirmar que en Nueva España los aztecas no mataban al año «ni ciento ni cincuenta» (sic)…

Tampoco la fama de las per­sonas requiere de Las Casas un tratamiento cuidadoso. Hablan­do, por ejemplo, del capitán Hernando de Soto, de cuya muerte cristia­ní­sima sabemos por el relato de un portugués, dice en la Destruc­ción que «el tirano mayor», después de cometer toda clase de mal­dades, «murió como malaventurado, sin confesión, y no dudamos sino que fue sepultado en los infiernos, si quizá Dios ocultamente no le proveyó, se­gún su divina misericordia y no según los demé­ri­tos de él» (95). Al disponer­se a referir la muerte de Núñez de Bal­boa, que fue degolla­do por sus rivales políticos, escribe con mani­fiesto regodeo: «Comencemos a referir el principio y discurso de cómo se le aparejaba su San Martín» –su sanmartín, día acostumbrado en Es­paña para degollar los cerdos– (Hª Indias III,53). Y del ya muerto, añade: «Y será bien que se coloque a Vasco Núñez en el catálogo de los perdidos, con Nicuesa y Hojeda» (III,76).

Es un grave error pensar que en la defensa de los inocentes no puede haber exceso ni falsedad. Los inocentes deben ser defendidos ho­nradamente con el arma de la verdad verdadera, que es la más fuerte. Nunca la falsedad es buen argumento para una causa justa, sino que más bien la debilita. Cuando se leen algunos de los relatos de Las Ca­sas es como para dudar de si estaba en sus cabales. Todo hace pensar que no mentía conscientemente, sino que se ob­nubilaba defendiendo su amor y justificando su odio.

La ceguera extrema de Las Casas al discernir lo que veía en las Indias le lleva, por ejemplo, a comprender los sacrificios humanos. Decía que «si un pagano considera a su dios como verdadero, es natural que le ofrezca lo que más tiene de valor, es decir, la vida de los hombres». Y sigue: «El legislador puede y debe obligar a algunos del pueblo a que sean inmolados para ser ofrecidos en sacrificio, los cuales al sufrir tal inmolación se supone que la quieren y desean como acto lícito» (cf. Ángel Losada, Fray Bartolomé de las Casas, a la luz de la moderna crítica histórica, 1970).

Ya algunos contemporáneos, como el franciscano venerable Motolinía, fueron conscientes de la condi­ción anómala de la personalidad de Las Casas. El mismo padre Las Casas cuenta que, después que tuvo una violenta discusión con el obispo Fonseca, los del Consejo de Indias pensaron que no se po­día hacer demasiado caso del Clérigo, «como hombre defectuoso y que excedía, en lo que de los males y daños que padecían estas gentes y destruición de estas tierras afirmaba, los términos de la verdad» (Hª Indias III,140). Por eso tiene razón Ramón Menéndez Pidal cuando afirma que Las Casas «no tiene intención de falsear los hechos, sino que los ve falsamente» (El P. Las Casas, 108).

 

* * *

–La leyenda negra fundada en Las Casas

Todas las enormidades de Las Casas sirvieron para 1) impulsar en gobernantes y teólogos la defensa de los indios –aunque no de los africanos–; 2) para restar credibilidad a las importantes verdades que, con otros teólogos de gran calidad, estuvo llamado a transmitir; y también 3) para estimular la leyenda negra sobre la obra de España en América, denigrándola en términos absolutos, sobre todo en la Brevísima relación de la destruición de las Indias. La obra, de 1542, fue ampliamente empleada por los luteranos contra la Iglesia, y por las grandes potencias europeas –Inglaterra, Francia, etc.– contra la hegemonía de España en ese tiempo. Reproduzco seguidamente fragmentos del libro de Vittorio Messori (1941-) Leyendas negras de la Iglesia (Planeta+Testimonio, dir. Alex del Rosal: Barcelona 2006, 40-48).

«Por primera vez en la historia, los europeos se enfrentaban a culturas muy distintas y lejanas. A diferencia de cuanto harían los anglosajones, que se limitarían a exterminar a aquellos “extraños” que encontraron en el Nuevo Mundo, los ibéricos aceptaron el desafío cultural y religioso con una seriedad que constituye una de sus glorias».

El profesor protestante Pierre Chaunu [+2009], especializado en la historia de la América hispana, escribe: «Lo que debe sorprendernos no son los abusos iniciales, sino el hecho de que esos abusos se encontraran con una resistencia que provenía de todos los niveles –de la Iglesia, pero también del Estado mismo–, de una  profunda conciencia cristiana». Y señala Messori: Esta sensibilidad «faltará durante mucho tiempo en el colonialismo protestante primero y “laico” después, gestionado por la brutal burguesía europea del siglo XIX, ya secularizada». Las quejas de misioneros, teólogos y juristas ibéricos suscitaron «leyes y profesores que darían vida al moderno “derecho de gentes”».

Así pues, «nos encontramos ante un hecho inédito, que no tiene parangón en la historia de Occidente, y resulta mucho más sorprendente si se añade que Las Casas no sólo fue tomado en serio, sino que, probablemente, fue tomado demasiado en serio […] Existe la sospecha –perfilada por quien ha estudiado su psicología– de que este convertido padecía un “estado de alucinación”, de una “exaltación mística”. En palabras del norteamericano William S. Maltby [en 1971], “las exageraciones de Las Casas lo exponen a un justo e indignado ridículo”. O por citar a Jean Dumont [+2001]: “ningún estudioso que se precie puede tomar en serio sus denuncias extremas”. Entre los innumerables historiadores que existen, citaremos al laico Celestino Capasso: “Arrastrado por su tesis, el dominico no duda en inventarse noticias y en cifrar en veinte millones el número de indios exterminados, o en dar por fundadas noticias fantásticas como la costumbre de los conquistadores de utilizar a los esclavos como comida de los perros de combate”. Como dice Luciano Pereña [+2007], de la Universidad de Salamanca, “Las Casas se pierde siempre en vaguedades e imprecisiones. No dice nunca cuándo ni donde se consumaron los horrores que denuncia […] En contra de toda verdad, da a entender que las atrocidades eran el único modo habitual de la Conquista”».

Messori incluye a Las Casas entre los generadores del mito roussoniano del «buen salvaje»: «Asombra en un fraile esta negación del pecado original, esta falta de realismo y de justicia: tendríamos, por una parte, a unos ángeles indefensos, y por la otra, a unos demonios despiadados […] Como todos los utópicos, Las Casas no superó la realidad». Varias veces el gobierno le facilitó ocasiones de realizar en alguna región sus planes idealistas de evangelización de los indios: «En todas las ocasiones, acabó con la exterminación de los misioneros o con su fuga, perseguidos por los “buenos salvajes” provistos de temibles flechas envenenadas. Como siempre que se intenta hacer realidad un sueño, se convierte en pesadilla».

Prosigue Messori: «De todos modos, tal como reconoce Maltby, “fueran cuales fuesen los defectos de su gobierno, en la historia no hubo ninguna nación que igualara la preocupación de España por la salvación de las almas de sus nuevos súbditos”. Hasta que la corte de Madrid no sufrió la contaminación de masones e “iluminados» [por la Ilustración], no reparó en gastos ni en dificultades para cumplir con los acuerdos con el Papa, que había concedido los derechos del Patronato a cambio del deber de evangelización. Los resultados hablan; gracias al sacrificio y al martirio de generaciones de religiosos mantenidos con holgura por la Corona, en las Américas se creó una cristiandad que es hoy la más numerosa de la Iglesia católica […] A diferencia de lo ocurrido en Norteamérica, en Sudamérica el cristianismo y las culturas precolombinas dieron vida a un hombre y a una sociedad realmente nuevos respecto a la situación precolombina».

«“Arma cínica de una guerra psicológica”, es como define Pierre Chaunu el uso que las potencias protestantes hicieron de la obra de Las Casas. La riendas de la operación antiespañola las llevó sobre todo Inglaterra, por motivos políticos pero también religiosos [… Enrique VIII, anglicanos separados de Roma]. La lucha inglesa contra España fue vista así como la lucha del “Evangelio puro” contra la “superstición papista”. Los Países Bajos y Flandes desempeñaron un papel importante en esta operación de “guerra psicológica” […] Fue precisamente un flamenco, Theodor De Bry (+1598), quien diseñó los grabados que acompañarían una de las tantas ediciones realizadas en tierras protestantes de la Brevísima relación: dibujos truculentos, en los que los ibéricos aparecen entregados a todo tipo de sádicas crueldades contra los pobres indígenas. Dado que las imágenes de De Bry (que, como es lógico suponer, trabajó basándose en su imaginación) son prácticamente las únicas antiguas de la Conquista, y fueron reproducidas profusamente, continúan apareciendo hoy en los manuales escolares».

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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