(461) Evangelización de América –7. La hizo un pueblo con «record» de santos

Iglesia de S. Francisco, Quito, Ecuador

Muchos santos son ésos.

–Y sin embargo muchos católicos americanos no veneran  suficientemente a sus padres en la fe, no se alegran en la gloria de sus antepasados. Incluso los afectados por algún virus protestante o modernista, liberacionista o indigenista, reniegan de ellos.

 

–Un pueblo cristiano

Dios formó en la España del XVI un pueblo profundamente cristiano para que evangelizara el Nuevo Mundo descubierto. Los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros y otros hombres notables sirvieron el designio del Señor. Y es que, como escribe Mario Hernández Sánchez-Barba, «en la historia del Cristia­nismo hay épocas en las que el creyente es cristiano con na­turalidad y evidencia… Esta es la situación clave para la ma­yoría de los hombres de la sociedad cristiana latina occiden­tal durante la Edad Media y siglos des­pués. El individuo crece en un ambiente cristiano unitario y en él inmerge to­talmente su personalidad… Este es [en España] el concepto eclesial vi­gente en la época del Descubrimiento (1480-1520) y de la Con­quista (1518-1555)» (AV, Evangelización 675).

Si la España del XVI floreció en tantos santos, éstos no eran sino los hijos más excelentes de un pueblo realmente cristiano. Alturas como la del Everest no se dan sino en cordilleras altas y poderosas, como la del Himalaya.

–Un pueblo con record de muchos santos

En el XVI, América fue evangelizada por un pueblo muy cristiano que tenía muchos santos. Así lo quiso Dios. Quizá no haya habido en la historia de la Iglesia ningún pueblo que en una época determi­nada haya contado con un número tan elevado de santos. Todos ellos, directa o indirectamente, par­ticiparon en los hechos de los Apóstoles de América. Es justo, equitativo y saludable que hagamos aquí breve memoria de ellos. Una memoria venerable, gozosa y especialmente necesaria para los católicos de América.

En la España peninsular, que tenía ocho millones y medio de habi­tantes, los santos muertos o nacidos en el siglo XVI son muchos: el hospitalario San Juan de Dios (+1550), el jesuita San Francisco de Javier (+1552), el agustino obispo Santo Tomás de Villanueva (+1555), el jesuita San Ignacio de Loyola (+1556), el franciscano San Pedro de Alcántara (+1562), el sa­cerdote secular San Juan de Avila (+1569), el jesuita Beato Juan de Mayorga y sus compañeros márti­res (+1570), el jesuita San Francisco de Borja (+1572), el dominico San Luis Bertrán (+1581), la carmelita Santa Teresa de Jesús (+1582), el franciscano Beato Nicolás Factor (+1583), el carmelita San Juan de la Cruz (+1591), el agustino Beato Alonso de Orozco (+1591), el franciscano San Pascual Bailón (+1592), el fran­ciscano San Pedro Bautista y sus hermanos mártires de Na­gasaki (+1597), el jesuita Beato José de Anchieta (+1597), el franciscano Beato Se­bastián de Aparicio (+1600), el beato Gaspar Bono (+1604), fraile de los mínimos, el obispo Santo Toribio de Mogrovejo (+1606), el franciscano San Fran­cisco Solano (+1610), el obispo San Juan de Ribera (+1611), el jesuita San Alonso Rodríguez (+1617), los trinitarios San Juan Bautista de la Concepción (+1618), San Simón de Ro­jas (+1624) y San Miguel de los Santos (+1625), la carmelita Beata Ana de San Bartolomé (+1626), los jesuitas San Alonso Ro-dríguez (+1628) y San Juan del Castillo (+1628), el dominico San Juan Macías (+1645), el escolapio San José de Cala­sanz (+1648), el jesuita San Pedro Claver (+1654), y la capu­china Beata María Angeles Astorch (1592-1665).

La España americana, en ese mismo período de tiempo, dio también no pocos santos: los niños mexicanos tlaxcaltecas Bea­tos Cristóbal, Juan y Antonio (+1527-1529), el mexicano San Juan Diego (+1548), el franciscano mexicano San Felipe de Jesús (+1597), la terciaria dominica peruana Santa Rosa de Lima (+1617), el jesuita paraguayo San Roque González de Santacruz (+1628), y el dominico peruano San Martín de Po­rres (+1639).

    Esta España, peninsular y americana, que floreció en tantos santos, es la que, con Portugal, evangelizó las Indias.

 

–Un pueblo unido en la misión evangelizadora

    En el capítulo precedente recordábamos el clamor continuo de pro­testa contra el maltrato de los indios –y aún hemos de volver más ampliamente sobre el tema–, y po­dríamos sacar la impresión de que los españoles en las Indias no hicieron otra cosa que salvajadas y crímenes. Pero eso estaría muy lejos de la verdad histórica.

    Los esquemas maniqueos distribuyen bondad y maldad en forma automática, por gremios o nacionalidades. Pues bien, al recordar la evangelización de América conviene desechar desde un principio tal esquema falso, según el cual los indios y mi­sioneros serían los buenos, y los otros, conquistadores y en­comenderos, funcionarios y co­merciantes, serían los malos. Es preciso reconocer que los españo­les en las Indias respira­ban un espíritu cristiano común, y por eso imaginar que los misioneros religiosos, impulsados por un evangelismo heroico, se gas­taban y desgas­taban por el bien de los indios, arriesgando incluso sus vidas, en tanto que sus mismos hermanos y parientes, amigos y vecinos se dedi­caban a explotar o matar indios, es algo falso, que no corres­ponde a la realidad.

En Hispanoamérica entonces, como ahora y en todo lugar, había de todo en cada uno de los grupos. Ya conocemos qué clase de hombres eran en el XVI aquellos españoles, en su mayoría andaluces, extremeños, cas­tellanos y vascos, que pasaron a las Indias. Había entre ellos san­tos y pecadores, honrados trabajadores y pícaros de fortuna, pero lo que puede afirmarse de todos ellos sin dudas es que formaban un pueblo de profunda con­vicción de fe cristiana, y que fueron capa­ces de transmitir su fe a los naturales de las Indias. Ellos eran más cristianos que nosotros. Ellos, por ejemplo, pretendían la salvación eterna, si­quiera a la hora de la muerte, y sabían que para llegar a ella era necesario estar en la gracia de Dios. Iremos mostrando y demostrando esta actitud cuando recordemos testamentos, resti­tuciones, cofradías eucarísticas, hermandades de la caridad, etc.

–Un pueblo fiel al Rey temporal

Por otro lado los españoles en América no sólo «temían» al juicio de Dios, sino también al juicio del Rey. La autoridad de la Corona, sobre todo en el XVI y primera mitad del XVII –es decir, precisamente cuando se realizó la evangeliza­ción fundamental–, nadie podía tomarla en broma. Las Indias, ciertamente, estaban muy lejos de la Corte, pero el brazo del Rey era muy largo, y no pocos españoles pagaron duramente sus crímenes indianos. Alegaré en esto un solo dato –por ahora–.

El juicio de residencia, por ejemplo, fue un procedimiento judicial del derecho castellano e indiano, por el que el funcionario público, al término de su ministerio, se sometía a la revisión de sus actuaciones y se escuchaban todas las acusaciones que hubiese en su contra. De este juicio, lo mismo virreyes o gobernadores, administrativos o alguaciles, podían salir absueltos e incluso elevados a más altos cargos, o bien penados con multas o cárcel, inhabilitados temporal o definitivamente para cargos de autoridad.

Los juicios de residencia fueron eficaces medios judiciales para promover la justicia y reducir considerablemente los casos de abusos y corrupciones, que hubieran sido más frecuentes sin ellos. Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, y otros muchos personajes, que quizá habían realizado grandes servicios a la Corona, fueron sometidos a juicios de residencia. Todos, los más o los menos notables, estaban sujetos a ellos. Es muy significativo que estuvieran vigentes hasta las Cortes de Cádiz de 1812, en las que los liberales consiguieron su derogación. Alguna causa tendrían para procurarla… 

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

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