Desde el siglo XIX ha tomado impulso peculiar una verdadera guerra contra el Resucitado. O para ser más exactos: oposición abierta, pero vestida de racionalidad, al dato tan sencillo y tan fundamental que nos traen los Evangelios: el que murió en la Cruz no ha quedado sujeto a la corrupción de los cadáveres; vive, está lleno de la gloria del Padre, y la muerte ya no tiene poder sobre Él.
Ya San Mateo (28,11-15) cuenta de un primer intento, muy burdo, de negar la victoria postrera del Crucificado: los soldados que guardaban la tumba deben testificar que, mientras ellos dormían, los discípulos robaron el cadáver.
Uno puede leer la historia de las herejías cristológicas como un esfuerzo continuado de robar su sentido y significado real a la resurrección. Por ejemplo: Si Cristo es un ser altísimo distinto de Dios y creado por Dios, como cree el arrianismo, entonces no es Dios pero tampoco es hombre, luego su muerte es falsa, o no es la muerte nuestra, y su resurrección no dice en verdad nada a nosotros.
Si hay un Cristo “hijo de Dios” distinto de otro Cristo “hijo de María,” como quiere el nestorianismo, entonces la resurrección es, a lo sumo, la reanimación de un cadáver: una especie de segunda encarnación. Por supuesto, ello tampoco dice nada a nuestra esperanza porque nosotros no contamos con que el Lógos se una a nosotros después de que muramos.
Si en Cristo sólo hay una naturaleza, la naturaleza divina, como pretende el monofisismo, entonces su muerte es un holograma repleto de efectos especiales… que nada dicen a la realidad cruda y dura de nuestra propia muerte.
Al revisar las principales herejías uno pronto entiende la sabiduría del dictum de San Ireneo: Caro cardo salutis: la verdad y realidad de la carne de Cristo, y por ende, de su plena naturaleza humana, unida en la única persona del Verbo, es el fundamento para creer en el amor que se desplegó en la Cruz, y para dar fundamento a la esperanza que se despliega con la resurrección.
Así las cosas, una oleada de escepticismo hacia los milagros en general, y hacia la resurrección de Cristo en particular, ha llevado a tratar de reinterpretar los Evangelios desde ideas ajenas y artificales, como aquello de que Cristo resucitó “en la fe de los discípulos,” es decir, algo completamente semejante a lo que un entusiasta de Mao Tse-Tung puede gritar en una manifestación callejera: “¡Mao Vive!” Y si le preguntamos al del grito: de qué modo vive Mao, él admite que el cadáver de Mao siguió el destino de todo cadáver, y que lo que se conserva es por obra de un proceso de embalsamamiento. Pues así pretenden estos sedicentes teólogos que pensemos de Cristo: que lo que está vivo es “su proyecto,” “su causa,” la cual después se interpreta como luchar por unos “valores del Reino,” que al final se reducen a un humanismo horizontal y buenista bien salpicado de socialismo.
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