Hace años, para mí, ir al dentista era una tortura psicológica. Todo en la consulta me recordaba a los amigotes de Mengele, a largas agujas afiladísimas, a la Santa Inquisición, a bisturís que no veía (pero que imaginaba), a Hannibal Lecter.
Pero todo cambió con mi nuevo dentista que es el Robin Hood de los dentistas, la Madre Teresa de la odontología. Me pongo en sus manos como el conejo Tambor se ponía en manos de Bambi. Lo digo en serio: ya no tengo miedo, tengo confianza. Este dentista me infunde la confianza que inspiraba Franklin D. Roosewelt al Pueblo: ahora ¡tengo optimismo en mis dientes!
Eso sí, la alegría nunca es completa. Ahora tengo miedo a olvidarme en uno de mis viajes la funda para el bruxismo y despertarme con la boca como una de las brujas del acto I de Macbeth.
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