En la época de San Agustín, por ejemplo, la confesión era algo que se hacía cada mucho tiempo, sin que se pueda precisar con seguridad cada cuanto tiempo. Pero cuando un cristiano recibía el perdón de parte de un presbítero en nombre de Dios, recibía esa absolución con gran arrepentimiento, con gran consciencia de estar recibiendo un misterio muy sagrado. Uno se preparaba mucho y después cumplía una penitencia que no era pequeña.
Hablemos primero de la frecuencia ideal si uno no tiene sobre su conciencia pecados graves, admitiendo que sobre este particular caben opiniones diversas entre confesores que son lícitas. Para una persona que lucha por la santidad y tiene un horario regular de oración mental, la frecuencia ideal sería una vez a la semana. Pero hay que evitar que esta práctica se convierta en algo rutinario que no se valora.
Si alguien no tiene pecados graves y considera que prefiere hacer una confesión al mes, para hacerla con mayor preparación y mayor arrepentimiento, tampoco hay nada reprobable en ello. En cualquier caso, todos los cristianos como mínimo conviene que se confiesen una vez al año. Pero estoy hablando de la frecuencia más pequeña posible. Lo normal para cristianos que viven en gracia de Dios será confesarse varias veces al año.
Ahora bien, si hay pecados graves, entonces uno debe confesarse cuanto antes. Lo mejor es ese mismo día o al día siguiente. Hay que evitar que los pecados echen raíces. Hay que evitar que el alma se acostumbre a vivir en pecado ni un solo día.
Pero si los pecados graves ocurren con demasiada frecuencia, es preferible que la confesión no se repita más de una vez a la semana, sin comulgar mientras tanto. De lo contrario, el penitente puede acostumbrarse a recibir un misterio tan sagrado cada dos o tres días. Lo cual es una frecuencia que indica que uno no tiene un propósito de enmienda fuerte sino débil.
Publicar un comentario