–Dijo usted en su último artículo que en el próximo citaría al profesor Antonio Livi. Y no lo cita.
–Bueno, dije que lo citaría «en los que seguirán», no en éste precisamente.
Con ocasión de la Exhortación apostólica postsinodal Amoris lætitia se han producido numerosas discusiones, que no siempre fundamentan sus argumentos en los principios fundamentales de la moral católica. Por eso creo que será bueno recordarlos, al menos alguno más importante.
1.–Cristo es el salvador del matrimonio
Cristo salva el matrimonio devolviéndole su verdad, restaurando lo que Dios «en el principio» quiso hacer al crear al hombre y a la mujer. «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquella; y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10,9.11). La maldad del adulterio no se da referida solamente al quebrantamiento del vínculo conyugal indivisible, sino también en cuanto que es una forma de fornicación, ya que «la fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio» (Catecismo 2353). Y la convivencia en adulterio de ningún modo es matrimonio.
La palabra de Cristo es divina y re-crea al mundo, pues lo que ella dice-manda, concretamente en relación al matrimonio, no era –ni es– vivido en ninguna nación o cultura, fuera de la Iglesia. Según sus palabras revelan, el matrimonio es indisoluble y monógamo, y por tanto divorcio y adulterio son contrarios a la ley del Creador, son, pues, contra naturam. Antes de Cristo, como digo, a consecuencia del pecado, el matrimonio estaba en buena parte falsificado y podrido en todas las naciones, también en Israel, donde los rabinos concedían libelo de repudio «por cualquier causa» (Mt 19,3-9). Nuestro Señor Jesucristo logró, pues, por primera vez en la historia, fundar un Pueblo nuevo, en el que divorcio y adulterio eran excepciones lamentables.
San Justino, hacia el año 150, describiendo en su I Apología (66) la comunión eucarística, expresa ya con toda sencillez y precisión la doctrina y disciplina de la Iglesia vigente en su tiempo, y también hoy y siempre : «A nadie es lícito participar de la eucaristía si no cree que son verdad las cosas que enseñamos [fe] y no se ha purificado en aquel baño que da la remisión de los pecados y la regeneración [bautismo], y no vive como Cristo nos enseñó [estar en gracia]. Porque no tomamos estos alimentos como si fueran pan común o una bebida ordinaria […sino como] la carne y la sangre de aquel mismo Jesús que se encarnó». Ésta fue, es y será siempre la doctrina y disciplina sacramental de la Iglesia en referencia a todos los aspectos de la vida, concretamente al matrimonio, al adulterio y a otras uniones «irregulares».
En consecuencia, un cristiano bautizado que convive en adulterio more uxorio no puede recibir lícitamente la comunión eucarística, sea porque «no vive como Cristo nos enseñó», sino como Él prohibió, o bien porque «no cree que sean verdad las cosas que enseñamos» en la Iglesia: entre ellas la indisolubilidad y unicidad del matrimonio, y la intrínseca maldad siempre injustificable de la convivencia more uxorio en el adulterio o en el concubinato, en todo caso, fuera del matrimonio.
Los Santos Padres predican con especial insistencia la santidad del matrimonio y el horror del adulterio. San Agustín (+430) considera como pecados capitales, es decir, los más graves y los más generadores de otros pecados, «el sacrilegio, el homicidio, el adulterio, el falso testimonio…» (Sermo 104). Éstos eran considerados los pecados más graves, que requerían para la sanación de los pecadores los castigos medicinales más graves de la disciplina penitencial.
En efecto, la disciplina canónica de la Iglesia, ya desde antiguo, expresaba en sus normas la doctrina de Cristo enseñada por los Padres. El P. Miguel Nicolau, S. J., tratando de la penitencia pública en los primeros siglos, escribe: «tenemos ya noticia de tres delitos (adulterio y fornicación, homicidio, apostasía o herejía) que revestían particular gravedad.[…] estos pecados eran pecados reservados, cuyo perdón se difería» para después de cumplido un tiempo de penitencia, que podía durar bastantes años (La reconciliación con Dios y con la Iglesia, Studium, Salamanca 1976, 74; cf. etiam Cyrille Vogel, El pecador y la penitencia en la Iglesia antigua, Ed. Litúrgica española, Barcelona 1968).
Cristo y su Iglesia lograron restaurar la grandeza del matrimonio y de la familia dentro de un mundo herido por el pecado, donde frecuentemente era habitual la depravación: idolatría de criaturas, olvido del Creador, dureza de corazón, avaricia, soberbia, crueldad, pasiones vergonzosas, orgullo por las perversiones de la vida sexual (el orgullo gay de hoy), etc. (Rom 1). La gracia de Cristo Salvador, en medio de un mundo pecador, tal como lo describen los Padres y lo conocemos por los historiadores, logra restaurar de hecho en muchas naciones y culturas la verdad del matrimonio, aunque nunca faltarán, dada la fragilidad humana, los pecados contra la castidad o, como excepción, las situaciones «irregulares». Pero ya, a la luz de Cristo, ya no se vivían esos pecados o situaciones pecaminosas con buena conciencia. El autoengaño en esos temas se hacía muy difícil o imposible. Se había iluminado real y eficazmente la verdad del matrimonio.
Así lo declara el papa Francisco en la Amoris lætitia: «Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha redimido al hombre del pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la familia a su forma original, sino que también elevó el matrimonio a signo sacramental de su amor por la Iglesia (cf. Mt 19,1-12; Mc 10,1-12; Ef 5,21-32). En la familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y semejanza” de la Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio del que brota todo amor verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el Evangelio del amor de Dios» (71).
2.–Una visión horizontalista de los males morales
La brusca apostasía, hoy sufrida sobre todo en muchas Iglesias locales ricas de Occidente, ha hecho que el matrimonio y la familia vuelvan a las miserias del mundo pagano, e incluso a perversiones aún peores. «Corruptio optimi pessima». La antigüedad pagana no conoció, por ejemplo, el supuesto y absurdo «derecho al “matrimonio” homosexual». Males tan extremos se han dado sólo en la apostasía del cristianismo. Y el divorcio y el adulterio, dice Juan Pablo II, son hoy «una plaga que, como otras, invade cada vez más ampliamente incluso los ambientes católicos» (Familiaris consortio 84). Al mismo tiempo se ha generalizado la peste de la anticoncepción, se multiplica el concubinato y disminuyen tanto los matrimonios sacramentales, que tienden a desaparecer –como ha sucedido en las Iglesias aludidas con el sacramento de la penitencia, donde sólo perdura en un Resto muy pequeño–.
La Amoris lætitia describe los males del mundo actual larga y minuciosamente en su capítulo 2º (31-57). Eso sí, considera los males casi únicamente en visión horizontal, como sufrimientos que abruman a la humanidad actual, sin detenerse apenas en su condición de pecados, que es fundamental para comprender esos males adecuadamente. Sólo en unas líneas indica que «el debilitamiento de la fe y de la práctica religiosa en algunas sociedades afecta a las familias y las deja más solas con su dificultades. Los Padres [sinodales] afirmaron que “una de las mayores pobrezas de la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones”» (43). Y eso es todo: la soledad, gran sufrimiento, ciertamente…
Y en ese mismo plano horizontal, cuando señala, por ejemplo, males como la anticoncepción generalizada, indica las negativas consecuencias que en muchos aspectos trae consigo para la sociedad; pero no la considera como pecado grave que profana la unión conyugal, y que introduce la corrupción en el matrimonio, la familia y la sociedad. Esta perspectiva horizontal de «los males del mundo» –más que de «el pecado del mundo»– condiciona mucho todos los siguientes capítulos de la AL, especialmente el capítulo 8º.
La visión bíblica y tradicional de los males del mundo es distinta. Es, por ejemplo, la de San Pablo cuando describe las miserias del mundo de su tiempo (Rm 1). Las describe con relativa minuciosidad, enfatizando los pecados homosexuales (1,24-32). Pero todos los males que enumera el Apóstol los entiende como pecados, como el pecado del mundo, como adoración de las criaturas y desprecio del Creador, «que es bendito por los siglos. Por eso los entregó Dios a las pasiones vergonzosas», etc.; y sigue la enumeración de males-pecados, que destrozan la vida presente de los hombres y pone en peligro su salvación eterna (1,18-26). Los males del mundo son así entendidos siempre como consecuencias del pecado, que sólo podrán ser vencidos cuando, con el poder salvador de Cristo, sea combatido victoriosamente el pecado del mundo.
La perspectiva predominante en la AL de los males-sufrimientos del mundo afecta también a su lenguaje, que evita, por ejemplo (como muchos otros documentos de los últimos Papas), la palabra «adúlteros, adulterio» –empleada por Cristo y por la Iglesia durante dos mil años–, hablando de «divorciados vueltos a casar». También evitará en lo posible los términos «pecado», situaciones «pecaminosas», sino que hablará más frecuentemente de «situaciones irregulares», «familias heridas», conductas «desordenadas», y así otros eufemismos. Esta opción trae consecuencias importantes, porque el lenguaje es el diagnóstico, y del diagnóstico se sigue el tratamiento de las «enfermedades» de la humanidad actual, es decir, la acción pastoral. Diré lo mismo haciendo referencia a una grave cuestión concreta:
Si muchos bautizados, la mayoría, viven habitualmente alejados de la Eucaristía, si no van a Misa ni los domingos, es inevitable que los matrimonios se rompan, que se multipliquen los concubinatos, los divorcios y las uniones adúlteras, y que abunden y sobreabunden los males-sufrimiento (= los males-pecado) en la sociedad y en la Iglesia. Lo dijo Cristo claramente: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53). La vida cristiana tiene su centro vivificante en la Eucaristía: quienes no la frecuentan, no pueden vivir cristianamente ni en el matrimonio y la familia, ni tampoco ningún otro aspecto de la vida cristiana. Sólo en la recuperación de la unión sacramental con Cristo –la absolución de los pecados, la comunión eucarística– pueden salvarse hoy los matriminios de todas las «plagas» que lo degradan y falsifican. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Los cristianos no-practicantes son, pues, en realidad pecadores públicos, ya que en forma patente y habitual quebrantan el mandamiento quizá principal de la Iglesia: la Misa dominical (can. 1247). Su situación constituye una «apostasía» práctica, o al menos a ella conduce. Por eso, «la pastoral del matrimonio y de la familia» –cursillos, acompañamientos, tratamientos inclusivos de las parejas irregulares, etc.– sólo dará fruto en la medida en que logre animar (dar ánima) a las parejas para que comprendan que no hay cristianismo donde no se vive la Eucaristía como «centro y culmen» de toda vida cristiana personal, familiar, comunitaria (Vat. II, LG 11, CD 30, PO 5-6, UR 6). .
3.–Un principio mal entendido: las normas generales de la moral no pueden aplicarse en todos los casos particulares
Esta tesis podría deducirse, con matices y formulaciones diversos, de un buen número de lugares de la sección práctica y pastoral de la Exhortación postsinodal, sobre todo del capítulo 8º (300-305). Cito uno solo: «Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares» (304). Ese principio sería válido entendido como aplicable únicamente a las normas puramente positivas o disciplinares del Estado o de la Iglesia: como las normas de conducir por la derecha o la obligación de ayunar en Viernes Santo. Siempre pueden darse circunstancias o situaciones en que sea prudente –virtuoso, por tanto– incumplir esa clase de normas: para evitar un accidente, por estar enfermo, o cualquier otra causa razonable. Y esto se debe a que las leyes positivas, siendo como son externas al hombre y condicionadas por los tiempos, no siempre y en toda circunstancia se ajustan al bien del ser humano. Concretamente, como se ha dicho siempre, no obligan cum grave incommodo.
En cambio, el principio aludido, aplicado a las situaciones «irregulares» de quienes «no viven como Cristo nos enseñó», es siempre erróneo, porque la ley moral natural no es una ley externa al hombre, sino que está escrita en su corazón y en su naturaleza por el mismo Dios. En este sentido, no existen situaciones en las que lo moralmente malo pueda resultar aceptable o conveniente. Por tanto, si se entiende ese principio como aplicable a la ley moral, y en particular a sus mandamientos negativos –«no lo separe el hombre», «no cometerás adulterio»–, se está interpretando la Amoris laetitia en un sentido contrario a la doctrina católica, es decir, según la moral de situación reprobada por la Iglesia. El adulterio nunca es bueno ni admisible por la Iglesia, sean cuales fueren las circunstancias. Y lo mismo hay que decir de otras situaciones «irregulares», como las uniones homosexuales, que la misma AL reprueba (251, y nota 278).
Sin embargo, la «moral de situación» ha afectado a no pocos moralistas católicos en los últimos decenios. Una vez entronizado el liberalismo en la cultura general, viene a ser exigido el relativismo, varias veces denunciadaopor el papa Benedicto XVI como un error muy común en nuestro tiempo.
La moral de situación tiene sus raíces
–en Lutero: toda ley o mandato que obligue la conciencia es inadmisible en el Evangelio, pues es una judaización del cristianismo: Cristo nos libró de la ley (Gál 3,13; 5,1-4); –en el modernismo, para el cual hasta los dogmas doctrinales han de evolucionar y ajustarse a los tiempos; cuanto más las normas morales (Pascendi 11); –en los moralistas disidentes de mediados del siglo XX, herederos de las herejías antes indicadas, como en los Estados Unidos el clérigo anglicano Joseph Fletcher (1905-1991), autor de Ética de situación: la nueva moral (1966, Filadelfia), que terminó ateo; o el sacerdote Charles Curran (1934-), moralista abiertamente opuesto sobre todo en temas relacionados con la vida sexual a la doctrina de la Iglesia, por lo que Roma le retiró la posibilidad de enseñar como teólogo católico, docencia que continuó en una Universidad Metodista; –en la enseñanza de muchos moralistas actuales, como Marciano Vidal, cuya obra fundamental, muy tardíamente, fue reprobada en 2002 por la Congregación de la fe.
La Iglesia siempre ha reprobado la «moral de situación», incluso antes de que se acuñara esa denominación. El magisterio de Pío XII (1052) la describió con precisión: «El signo distintivo de esta moral es que no se basa en manera alguna sobre las leyes morales universales, como, por ejemplo, los diez mandamientos [o los mandatos de Cristo], sino sobre las condiciones o circunstancias reales y concretas en las que ha de obrar y según las cuales la conciencia individual tiene que juzgar y elegir. Tal estado de cosas es único y vale una vez para cada acción humana. Luego la decisión de la conciencia –afirman los defensores de esta ética– no puede ser imperada por las ideas, principios y leyes universales» (4).
«Se preguntará alguno de qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de una vez. Ella lo puede y ella lo hace, porque, precisamente a causa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente y con plena certeza la decisión que se debe tomar (9). Esto vale especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer un dejar de lado. Pero no para éstas solas» (10) (disc. sobre la moral de situación, 18-IV-1952). Poco después, el Santo Oficio publicó en la misma doctrina una Instrucción sobre la moral de situación (2-II-1956: Denz 3918; cf. 3918-3921).
La encíclica Veritatis splendor de Juan Pablo II (1993) describió y reprobó con especial atención la moral de situación. Transcribo un par de números:
«Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular (56).
La encíclica, que analiza con toda precisión la moral de situación, la reprueba absolutamente.
«La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos…: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso” [Mt 19, 17-18]» (52).
La moral de situación se resume, pues, en estos principios teóricos y prácticos:
–entiende los mandatos de Dios, de Cristo y de la Iglesia no como normas morales objetivas, no como mandatos que, con el auxilio de la gracia, obligan a obedecer en conciencia, sino como inspiradores de conductas, como orientaciones que no se deben menospreciar, como ideales estimulantes.
–ignora que «el pecado mortaldestruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior» (Catecismo 1855). Ignora, pues, que Los que aman a Dios son los que cumplen sus mandatos: un axioma muy repetido en el AT y en el NT. Pierde la amistad con Dios, pierde la vida de la gracia, el que no cumple los mandamientos divinos, porque prefiere su voluntad a la de Dios. «Vosotros, dice Cristo, sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15,14; cf. 14,15.23) «Si guardáis mis mandatos, permaneceréis en mi amor, como yo guardé los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor» (15,10). Ahora bien, por ejemplo, el que se divorcia quebranta voluntariamente el mandato expreso de Cristo –«no lo separe el hombre»–, y si después convive voluntariamente modo uxorio con otra persona, vuelve a quebrantar el mandato divino –«comete adulterio»–, persistiendo libremente después en tal estado quizá durante años.
–niega el el acto intrisece malum. No admite que pueda haber «actos que por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, [que] son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien» (Catecismo 1756, cf. 1750-1756; Veritatis splendor 80). Cree que las circunstancias –en ciertos «casos»– pueden hacer a veces que lo intrínsecamente ilícito sea lícito… La negación de los actos intrínsecamente malos es el error que hoy tiene más fuerza para destruir la moral natural y católica.Ésta se derrumba entera, si ese principio no se afirma claramente.
–conduce inevitablemente a una moral casuística, ya que al tener que considerar caso por caso, para discernir según las situaciones, conduce necesariamente a esa «casuística insoportable», que precisamente la AL pretende evitar (304).
–no cree en el poder de la libertad auxiliada por la gracia del Salvador. Ve, por ejemplo, los adulterios duraderos como parejas que sufren una situación que, al parecer les ha sobrevenido y que al parecer les mantiene cautivas. En tal situación, la pareja irregular «puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa» (301).
–coloca el dictamen de la conciencia por encima del mandato de Dios, de Cristo, de la Iglesia. Es el discernimiento de la conciencia individual, en cada caso concreto, el que, sin ignorar el mandato o la prohibición de la ley moral, debe en definitiva guiar la conducta de la persona.
* * *
Al leer en la AL ciertas expresiones de dudosa interpretación, hemos de rechazar en absoluto cualquier intento de interpretarlas según la heterodoxa moral de situación, es decir, en contra de la doctrina moral de la Iglesia católica. Debemos insistir al hacer exégesis de este texto, y de cualquier otro, en la «hermenéutica de la continuidad». Ninguna otra es válida en la historia del Magisterio apostólico, que crece, como un árbol, siempre fiel a sí mismo.
«El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16,13). Y Él nunca nos sorprenderá contradiciéndose a sí mismo.
José María Iraburu, sacerdote
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