Homilía para el II Domingo de Pascua. Domingo de la Misericordia.
Los discípulos, que han permanecido, a su manera, fieles a Jesús, se encuentran reunidos la tarde de Pascua. La Biblia no nos dice cuántos eran, pero seguramente no deberían ser muchos, porque entraban en una casa con las puertas bien cerradas. Son discípulos clandestinos, porque ya es de noche y como José de Arimatea (Jn 19, 38), tienen miedo a los judíos. Ellos han recibido el testimonio de María Magdalena, que de parte de Jesús les dice: «Jesús ha resucitado y los verá en Galilea.» Pero esto no los sacó de su miedo y no les dio paz.
Cuando Jesús se manifiesta en medio de los discípulos reunidos, antes que nada les dice: «La paz esté con ustedes.» Solo después de haber recibido y asumido esta paz serán librados de su miedo, y más tarde tendrán el coraje de decirle a los Judíos: «Dios lo ha hecho a Cristo Señor, a aquel Jesús que ustedes crucificaron.» (Hechos 2, 36)
Después Jesús sopla sobre ellos, esta expresión nos recuerda el Génesis (Juan usa el mismo verbo) donde Dios le da el espíritu, la vida al primer hombre en la creación. Jesús dando su espíritu aquí, re-crea a sus discípulos: «Reciban el Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados le serán perdonados y a quienes se los retengan le serán retenidos.» El perdón, como sacramento, y como actitud entre hermanos nos libra del miedo, nos hace libres para vivir como resucitados.
Este don de la confesión, del perdón y la paz, se da a la comunidad allí reunida, está confiado a la Iglesia como comunidad. Esto lo pone más de relieve la ausencia de Tomás. Este apóstol incrédulo se pierde esta aparición de Jesús por no estar donde debía estar, con sus hermanos. Ellos habían creído y dice el evangelio, se habían llenado de alegría. Tomás tiene que esperar una semana más para experimentar esta fe y esta alegría.
Hay una pintura de Caravaggio, año 1602, que tiene como título la Incredulidad de santo Tomás. Este lienzo fue pintado para la familia Giuliani, que lo mantuvo en su colección hasta que pasó al Neue Palais de Postdam, Alemania. La obra nos muestra el momento en que Cristo Resucitado se ha aparecido a sus discípulos, pero Tomás aún no cree en su identidad, por lo que Cristo mete uno de sus dedos en la llaga del costado. Este hecho, que podría parecer exageradamente prosaico, es la mayor prueba física del reconocimiento de Cristo, la definitiva demostración de su regreso desde el reino de los muertos. Caravaggio ha ejecutado una composición que converge completamente en el punto de la llaga con el dedo metido, de tal modo que la atención de los personajes del lienzo y la de los espectadores contemporáneos se ve irremisiblemente atraída por esta “prueba” física. El habitual naturalismo descarnado de Caravaggio se vuelve aquí casi de sentido científico: la luz fría cae en fogonazos irregulares sobre las figuras, iluminando el cuerpo de Cristo con un tono amarillento, que le hace aparecer como un cadáver, envuelto aún en el sudario (no es una túnica). El pecho todavía está hundido y pareciera que la muerte se resiste a dejarlo marchar al mundo de los vivos, manteniendo sus huellas en el cuerpo de Jesús.
El Papa emérito Benedicto XVI dice el 15 de abril de 2007, segundo domingo de Pascua, y además día anterior a su cumpleaños número 80: “Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: “Señor mío y Dios mío”! Nosotros debemos dejarnos herir por él.”
Esto es la misericordia: Dios que se deja herir por nosotros, Dios nos toca en nuestra pequeñez, en nuestro Pecado, por eso nosotros debemos dejarnos tocar, herir, por Dios. Decía san Juan Pablo II, la misericordia pone un límite al mal, cuando yo comprendo la herida del otro y la acerco a la mía, no respondo al mal con mal, la ofensa con ofensa, el egoísmo con egoísmo y entonces el mal se detiene. Pidamos a nuestra Madre la Virgen que nos ayude a vivir como resucitados y en la misericordia, sobre todo en este jubileo, cuanto necesita nuestro mundo de perdón, de misericordia, ya lo recordó varias veces nuestro querido Papa Francisco. Confiemos en la intercesión de la Virgen y abramos nuestro corazón de par en par al Resucitado para vivir también nosotros la vida nueva, para vivir sumergidos en la divina misericordia, siendo tolerantes, renunciar a manipular, a girar en torno a nuestro propio ombligo, para ser misericordiosos con los otros, sin exigencias, sin imposiciones, compartiendo gratis el amor y la amistad que Dios nos ofrece, no porque lo merecemos, sino porque nos ama, porque somos objeto de su misericordia.
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