1 de mayo.

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Homilía para el VI domingo de Pascua C

Cuando queremos asegurar a alguno que haremos realmente algo que hemos prometido hacer, decimos fácilmente: “Te doy mi palabra”. Y si somos personas de honor, nos sentimos particularmente implicados, y decimos entonces: “Palabra de honor”.

Por lo demás en otras ocasiones, expresamos la misma idea con una expresión aparentemente contradictoria: “mantendré la palabra”. Paradojalmente, “dar la palabra” y “mantener la palabra” tienen el mismo significado. Mantener una palabra no quiere decir simplemente no olvidarla, sino más bien ponerla en práctica y ser fiel ante cualquier cosa que pueda pasar.

No se trata simplemente de un juego de palabras. Estamos hablando del significado profundo de la palabra y su rol en las relaciones humanas. Es un medio de comunicación entre las personas. La palabra verdadera es parte de la persona que habla, y continúa siendo parte también cuando es recibida y asumida por la otra persona que la recibe, y cuando ya es igualmente parte de esa persona que la recibió. La palabra es dada y a la vez mantenida, propiamente cuando alguno la recibe (una palabra que no fuera verdadera queda separada de cada una de las personas que constituyen la relación y es una realidad muerta).

Cuando doy mi palabra, me doy a mis mísmo, es una comunión que se establece entre mi y la persona a la cual le doy mi palabra.

Dios, dice Juan, nos ha amado tanto que nos ha dado su Palabra. La dio y la mantuvo. Nos ha dado su Palabra consubstancial, que permanece en su seno, justamente cuando se volvió nuestra. Vino en medio de nosotros, se hizo carne y se volvió para nosotros alimento de Vida.

El discurso de Jesús que hemos leido en el Evangelio de hoy es su respuesta a una pregunta de Judas: “¿por qué te manifestarás a nosotros y no al mundo?” Y esta es la respuesta de Jesús:

“Si me aman, guardarán mi palabra y mi Padre los amará y nosotros vendremos a ustedes y haremos morada en ustedes”. Entonces, como Jesús es la Palabra del Padre, unido a Él en el Espíritu de amor, así, si nosotros recibimos su Palabra y la guardamos, estaremos unidos a Él y al Padre del mismo modo.

Esta unión de caridad que nos une a Dios y nos une también los unos a los otros, es el modo con que Jesús, en cada tiempo, se manifiesta al mundo a través nuestro.

Podemos siempre vivir entre cristianos, y dentro de nuestras comunidades cristianas, de manera tal que todos podamos decir verdaderamente: “vean cómo se aman”. Así Jesús continuará manifestándose a nosotros y al mundo.

San Gregorio Magno eseñaba, comentando este Evangelio: «“Y mi Padre lo amará, y vendremos y haremos morada en Él” (Jn 14, 23). Piensen que fiesta, hermanos queridísimos: ¡Tener en casa a Dios! Ciertamente si viniera a la casa de ustedes un rico o un amigo muy importante, se apurarían a limpiar todo, para que nada nuble la visión. Purifique, entonces, las manchas de las obras, el que prepara su alma como casa de Dios. Pero fíjense bien en las palabras: “Vendremos y habitaremos en él”. En algunos, Dios entra pero no se queda, porque estos, a través de compunción, hacen lugar a Dios, pero, en el momento de la tentación, se olvidan de su compunción, y vuelven al pecado, como si nunca lo hubiesen detestado. En vez aquel que ama de verdad a Dios, observa los mandamientos, y Dios entra en su corazón y permanece, porque el amor de Dios llena de tal manera su corazón, que en tiempo de tentación, no se mueve. Este, entonces, ama de verdad, porque un placer ilícito no le cambia la mente. Tanto más uno se aleja del amor celestial, cuanto más se engolfa en los placeres terrestres. Por eso es dicho entonces: “el que no me ama, no observa mis mandamientos” (Jn 14, 24). Entren en ustedes mismos, hermanos, examínense si verdaderamente aman a Dios, pero no se crean a ustedes mismos, si no tienen la prueba de las acciones. Cuiden si con la lengua, con el pensamiento, con las acciones aman de verdad al Creador. El amor de Dios no es nunca ocioso. Si hay, hace cosas grandes; si no están las obras, no hay amor.» (Lezionario “I Padri vivi” 165)

Que María nos enseñe a amar y actuar para saber dar y mantener la palabra, con nuestra vida, a Dios y a los hermanos, especialmente en este año de la Misericordia.


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