"Yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano". La Liturgia de la Iglesia se atreve a afirmar que Dios se sentiría defraudado si el hombre, creado por Él y redimido en el atroz suplicio de la Cruz, no pudiera entrar en el Cielo:
"Tu , Señor, por buscarme te has fatigado; por redimirme fuiste enclavado; tantus labor non sit casus, que tanto trabajo no se vea frustrado". Sí, "Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", hemos recordado en el Salmo Responsorial.
¿Y qué veremos en el Cielo? Guiados por la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, podemos decir que veremos a Dios, su Gloria, su Inmensidad, su Poder, su Belleza, su Misterio, el ser Tres en una sola Unidad, su ser Todo en todas las cosas... Y todo ello en una armonía perfecta.
Esta visión inundante de la plenitud divina no será un mero admirar, sino un amar intenso y un sentirse intensamente amados por Alguien infinitamente mayor y mejor que cualquier otra realidad, pero que, al ser nuestro Padre, se vuelca sobre nosotros. Delante de Dios Uno y Trino caeremos de rodillas en una adoración admirativa y complacida, impregnada de una alegría imposible de contar que se quebrará en un cántico eterno.
Veremos la Humanidad Santísima de Jesús, el Hombre Perfecto (perfectus homo) y que más nos ha querido. Veremos a la Madre del Señor y Madre nuestra. A los ángeles, espíritus puros, perfectísimos, de los que tenemos un anticipo cuando decimos de una criatura que es un ángel, por su encanto, inocencia, gracia... Veremos a los Patriarcas, los Profetas, los Apóstoles, los Mártires, los Confesores... En una palabra: no hay palabras para ilustrar lo que la "muchedumbre inmensa que nadie podría contar", como recuerda la 2ª Lectura, experimentará en esa gran fiesta. "Ni ojo vio, ni oreja oyó, ni pasó por la imaginación del hombre lo que Dios tiene preparado a aquellos que le aman" (1 Co 2, 9).
Vale la pena escuchar la voz de Cristo, el Buen Pastor, y recordar, cuando se encabriten las malas pasiones, que "al que venciere le haré sentarse conmigo en mi trono" (Ap 3, 21), "y Dios enjugará las ágrimas de sus ojos" (2ª Lectura).
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