«Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados». El dolor puede ser una experiencia que nos permita acoger a Dios
Texto para gente joven sobre las bienaventuranzas, propuestas por Papa Francisco para preparar la Jornada Mundial de la Juventud en Polonia.
Aquel no era un Maestro como los demás. Los centenares de personas que se repartían por la falda de la colina escuchaban con sorpresa su predicación, hecha con palabras nuevas. Había llamado dichosos a los pobres y les había prometido el Reino de los Cielos.
Para que la primera bienaventuranza calase bien en los corazones, el Señor haría probablemente una pausa antes de enumerar la segunda. Entonces, dijo: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados»[1].
Al oír estas palabras, muchos levantarían la cabeza. No eran felices, y por eso habían dejado su casa y su aldea para caminar durante días en búsqueda de ese Rabí que encendía los corazones. Querían ser curados de una enfermedad, liberarse de una situación injusta, cambiar de vida o recuperar la esperanza en Dios. Pero, ¿llorar? ¿Cómo puede desear el Señor que lloremos, que suframos? ¿Qué Salvador promete lágrimas a sus seguidores?
Sorprendidos, meditarían las palabras del Maestro. Tras haberse dirigido a los pobres, el Señor indica ahora un camino a los que lloran. Es un Mesías que no habla sólo a los ricos, ni a los que gozan de muchos talentos, ni a los que les sale todo bien en la vida. Este Maestro tiene un mensaje para todos, porque ¿quién no ha llorado alguna vez? ¿Quién duda de que la tristeza, la desgana o el dolor aparecerán antes o después en la propia vida?
El megáfono de Dios
¿Para qué hace falta Dios? Es una pregunta que puede surgir en algunos momentos de nuestra existencia. Son épocas en las que tenemos otras ocupaciones más interesantes o urgentes que llevar a cabo. Nuestra cabeza y nuestro corazón están en otras cosas, y la relación con el Señor se ve como una carga, llena de reglas y compromisos (p.ej. asistir a misa el domingo), de la que nada obtenemos. No vale la pena.
Y es que, cuando en la vida navegamos como en un mar en calma, la sensación de ser los capitanes de nuestro propio barco puede llevarnos a dudar incluso de Dios. Sin embargo, basta poco para que comprendamos que la nave que guiamos es muy frágil. Una enfermedad, problemas en la familia, un amor no correspondido o la sensación de que nada nos llena completamente son experiencias capaces de arrojar una sombra sobre todo lo que nos rodea.
El escritor C.S. Lewis interpretaba esos momentos de dolor –físico o interior– como una llamada fuerte de Dios. “Dios nos susurra en nuestros placeres –decía–, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor; el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo”[2].
Efectivamente, Dios nos acompaña siempre y sus consejos en la vida ordinaria nos llegan como un susurro. No se impone, sino que propone. Por eso, no resulta extraño que el ruido interior, las preocupaciones o los intereses que ocupan nuestro espíritu lleguen a esconder Su voz. Simplemente, nos olvidamos del Señor y lo arrinconamos en nuestro interior. Nos volvemos sordos. Aun así, aunque Dios no desee ni provoque nuestro dolor, vuelve para acompañarnos en el momento de la prueba, pues no nos abandona nunca.
Que alguien diga tu nombre
Los sufrimientos que aparecen en la vida pueden estar provocados por una situación objetiva −el fallecimiento de un familiar, una época de dificultad económica o laboral, una enfermedad, etcétera−. Son ocasiones en que la solución al problema no está completamente en nuestras manos. En esos momentos, podemos aprender de María Magdalena, uno de los muchos personajes a los que −como el mismo Jesús, la Virgen, San Pedro o San Pablo− vemos llorar en los Evangelios.
Dos días después de la crucifixión del Señor, María acude a la tumba del Maestro para limpiar el cadáver con aromas. Su dolor no es un obstáculo que le impida servir a Jesús una última vez. ¡Cuántos recuerdos le invadirían aquella mañana, sola por las calles de Jerusalén! Pero al llegar al sepulcro y descubrir que está vacío, la Magdalena se derrumba. Ya no le queda ni siquiera el consuelo de ver el cuerpo del Señor: se lo han quitado todo. Preguntaría una y otra vez a Dios: ¿Por qué?, ¿por qué?
“Mujer, ¿por qué lloras?”[3], le dice una voz. Ella, pensando que era el hortelano, responde: “Señor, si tú le has llevado, dime dónde le has puesto, y yo me lo llevaré”. Aquella mujer no podía imaginar lo que había ocurrido: sólo Dios conoce el porqué de hechos que a nosotros nos pueden llevar a desesperarnos. “¡María!”, llama el Señor. “¡Rabbuni! ¡Maestro!”, grita ella de alegría al reconocerlo.
“¡María!”. Al ser llamada, los ojos de la Magdalena se abren a la verdad. A veces, sólo necesitamos que alguien diga con amor nuestro nombre para que las penas se iluminen. Cuando no encontremos sentido al dolor y ya no sepamos qué hacer, es bueno ir delante del Sagrario, dejar el problema en manos de Dios y escuchar al Señor que dice nuestro nombre.
El elefante en la estaca
Pero quien desea encontrar al Señor en su vida ordinaria no necesita esperar una gran tragedia para obtener el consuelo de Dios, sino que las pequeñas decepciones, desánimos, quejas o contrariedades de cada jornada serán oportunidades para buscar Su ayuda.
En concreto, una fuente de dolor suele ser la acumulación de miserias personales. Aunque pensemos que no hemos hecho nada grave en la vida, nuestro corazón conserva memoria de cada herida. De modo misterioso, el alma se cansa con los pecados cometidos, grandes y pequeños. Y así, un día nos sentimos agotados, desmotivados o nos despreciamos sin motivo. En esas ocasiones, somos especialmente débiles, por lo que no conviene permanecer mucho tiempo tristes, ya que la tristeza llama al pecado, y así cuando estamos enfadados, aburridos o derrotados podemos cometer grandes tonterías. “El abismo llama al abismo”[4], dice la Biblia.
“Todos tenemos oscuridad en nuestras vidas –reconoce Papa Francisco–, incluso momentos en los que todo, incluso en la propia conciencia, es oscuro, ¿no? Caminar en la oscuridad significa estar satisfecho consigo mismo. Estar convencidos de no necesitar salvación. ¡Esas son las tinieblas!”[5]. En efecto, como señala el Papa, existe el peligro de conformarnos con nuestra miseria y de preferir la amargura al cambio, porque el cambio implica crecimiento, lucha, maduración. Pensamos: “Debería estudiar”, “debería enfrentarme menos a mis padres y comprenderles”, “debería abandonar este vicio”... pero muchas veces no vamos más allá del deseo.
Antiguamente, para que los elefantes no escaparan de los circos, solían atarles a una estaca con una gruesa cadena. El enorme animal poseía una fuerza descomunal y podría liberarse con un tirón de la pata. ¿Por qué no lo intentaban? Porque apenas nacidos, habían sido encadenados a ese palo, y aún débiles luchaban por escapar, pero perdían pronto las ganas de seguir tirando. Ya grandes, desconocedores de la fuerza adquirida, seguían rendidos ante aquella simple estaca.
A nosotros nos puede ocurrir lo mismo: durante mucho tiempo hemos luchado contra defectos que nos superan y, cansados al fin, hemos dejado de combatir. Levantarnos pronto por las mañanas, estudiar el tiempo que habíamos previsto, vivir la castidad, hablar con sinceridad en la confesión o ser amables cuando los demás nos contrarían se pueden haber convertido en guerras imposibles de vencer. Y no es así: con la ayuda de Dios, hay que seguir intentándolo, porque quizá lo que antes no era posible, ahora lo será con un poco de esfuerzo. Además, contamos con la gracia de Dios: Él sólo nos pide que correspondamos, nos pide que alarguemos el brazo para que agarremos el Suyo.
Quien aún no es suficientemente maduro para ver en sí mismo la causa de sus problemas, puede reaccionar con rebeldía o acusando a otros (la familia, los amigos, el “sistema”, etcétera). Ocurre que el pecado nos pliega sobre nosotros mismos y dejamos de levantar la vista hacia los demás y hacia Dios. Ya no vemos las necesidades ajenas, y sólo pensamos en lo que nos afecta.
Por eso, un primer paso para liberarnos del dolor puede ser mirar con otros ojos a quienes nos rodean y dejar de echarles la culpa de nuestro sufrimiento. Ayudar en casa, preocuparnos por los problemas de nuestros padres, dedicar tiempo y atención a un amigo que lo necesita o comprometernos en una iniciativa de solidaridad pueden ser un buen inicio. Descubriremos, entre otras cosas, que poseemos la enorme capacidad de hacer felices a los demás. ¡Vale la pena realizar ese esfuerzo!
“Pues vas, y vas, y vas, y vas...”
San Josemaría preguntaba: «¿No hay alegría? −Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. −Casi siempre acertarás»[6]. Y es que, para salir de un bache en la vida, en ocasiones ayuda mucho realizar una buena confesión. Si aún no estamos preparados para confesarnos, podemos al menos hacer examen de conciencia y reconocer que necesitamos cambiar. Si nuestro orgullo no nos lo impide, Dios nos dará incluso las fuerzas de las que a veces carecemos para pedirle perdón.
Los obstáculos que podrán aparecer −“mejor me confieso otro día”, “no estoy preparado para contar esta cosa”, “el sacerdote no me va a entender”, “cuando tenga ganas”...− son trampas que el diablo nos pone en el camino, que hay que saltar con decisión. No debemos concederle ni una sola victoria. De rodillas ante el sacerdote, en la presencia de Dios, no solo caerá de nuestra alma la máscara de mentiras que nos sostenía frágilmente, sino que el Señor nos llenará de su gracia.
“Pensamos que ir a la confesión es como ir a la lavandería. Pero Jesús en el confesionario no es una lavandería”, sino más bien un encuentro con Alguien “que nos espera como somos. Pero, Señor, mira, yo soy así. Estamos avergonzados de decir la verdad: hice esto, pensé en aquello (...). ¡Avergonzarse es una virtud del humilde!”. Por tanto, debemos confesarnos “con confianza, incluso con alegría, sin maquillaje. ¡Nunca debemos maquillarnos delante de Dios! Con la verdad. ¿Con vergüenza? Bendita vergüenza...”. Y, con optimismo, el Papa se pregunta: “¿Y si mañana hago lo mismo? Pues vas de nuevo, y vas, y vas, y vas... Él siempre nos espera”[7]. Y en otra ocasión, decía: “Dios nunca se cansa de perdonarnos, somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón a Dios”
Sólo así nuestra fragilidad no será un peso que nos llena de inseguridad, sino una ocasión para vivir con la alegría que solo poseen quienes se saben hijos de Dios. Así lo aconsejaba san Josemaría: “¿Triste?... ¿Porque has caído en esa pequeña batalla? −¡No! ¡Alegre! Porque en la próxima, con la gracia de Dios y con tu humillación de ahora, ¡vencerás!”[8].
Entonces comprenderemos que las lágrimas que nos han llevado hasta allí −los sufrimientos interiores, la debilidad o las dudas− han valido la pena. Nos conoceremos mejor y, sobre todo, sabremos que contamos con la ayuda del Señor. Cuando abandonemos nuestros pesares en Dios y disfrutemos de la paz y serena alegría de la confesión, entenderemos al fin por qué Jesús llamó “bienaventurados” a los que lloran.
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Preguntas para la oración personal
─¿Practico la fe únicamente cuando me resulta útil? ¿Me acuerdo del Señor sólo cuando necesito pedirle algo? Para no olvidar a Dios en las épocas en que otras cosas me ocupan la cabeza, ¿podría buscar un momento al día para charlar unos minutos con Él o recitar una oración? ¿puedo concretar con mi director espiritual un plan para tratar a Dios a diario?
─¿Acepto las cosas que no van como me gustaría? ¿Pido a Dios que me ayude a ver su voluntad y a aprovechar esas ocasiones para acercarme más a Él?
─¿Cuando me enfado o cuando una situación se tuerce, pienso en qué más podría hacer yo? ¿Critico siempre a los demás sin reconocer nunca mi parte de responsabilidad? ¿Pido perdón cuando me doy cuenta de que me he equivocado o herido, aunque me cueste?
─¿Qué obstáculos me alejan de pedir perdón a Dios en la confesión? Si ya me confieso, ¿hago algo para aprender a confesarme cada vez mejor? ¿Voy a confesarme con la actitud de quien va a “vaciar la carretilla” o procuro pedir perdón al Señor de verdad, con el corazón?
J. Narbona / J. Bordonaba
Fuente: opusdei.es.
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