Aquella muchacha lo tenía muy claro. Sabía que Dios le pedía algo especial. Pero ella no quería. No quería. Le gustaban mucho los chicos, la ropa, la moda, la música. Tenía un montón de amigas, y a los chicos les caía muy bien… era, sencillamente, una chica normal.
En realidad, muy normal, y muy guapa. No había tenido nunca novio, porque exigía mucho a los chicos que se le acercaban. Sabía que era joven, que había tiempo, que ya encontraría al chico de su vida… y entonces fue cuando Dios la encontró.
Ella lo sabía. Cuando rezaba lo sentía, y, como se suele hacer en estos casos, fue a hablar con su director espiritual. En cuanto empezaron a hablar, le expuso la situación: ella no era capaz de darle a Dios todo lo que le pedía. Le gustaría formar una familia, que es algo buenísimo y que hace tanta falta… y, en todo caso, no quería entregar tan nobles deseos.
Por eso, añadió ruborizándose un poco, últimamente se sentía incapaz de rezar el Padrenuestro cada día, y, cuando lo rezaba, omitía siempre la parte donde dice «hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». ¡Yo no quiero –le decía a Dios– que se cumpla tu voluntad en la tierra!… sencillamente, no quiero. En esas circunstancias, poco podía decir el sacerdote. Intentó hacerle ver lo grotesco de la situación y que, cuando Dios pide algo –y pide siempre y solo Amor–, es para dar mucho más.
Un día, esa chica volvió donde el sacerdote. Venía muy digna, repitiéndose una y otra vez que no iba a llorar. Después de contar algunas cosas generales de la vida cotidiana… ocurrió lo que deseaba que no pasara y entre sollozos sentenció muy sinceramente: Padre, hoy, por fin, he rezado completo el Padrenuestro… Eran lágrimas de alegría. Desde ese día abrazó una vida de servicio, célibe, en medio del mundo y por amor a Jesucristo.
Fulgencio Espá
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