–Ya veo que en este tiempo de Cuaresma está usted decidido a procurar nuestra conversión.
–Bueno, en realidad el más decidido es Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y la Iglesia.
–La virtud de la penitencia
Como ya vimos (362), existe la virtud específica de la penitencia, que como dice San Alfonso Mª de Ligorio, «tiende a destruir el pecado, en cuanto es ofensa de Dios, por medio del dolor y de la satisfacción» (Theologia moralis VI,434; cf, STh III,85). Y esta virtud implica varios actos distintos: –el reconocimiento del propio pecado, mediante el examen de conciencia (fe); –el dolor de corazón, en la contrición y la atrición (caridad); el propósito de la enmienda (esperanza); –la confesión oral de las propias culpas (cuando la penitencia es sacramental); y –la expiación por el pecado, también llamada reparación o satisfacción (justicia-caridad). Los iremos iremos estudiando uno a uno.
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–Examen de conciencia
El examen de conciencia hay que hacerlo en la fe, mirando a Dios, mirando a Jesucristo y a sus santos. El Nuevo Ritual de la Penitencia (NRP) enseña que «cada uno debe someter su vida a examen a la luz de a palabra de Dios» (384).
El pecador no suele conocerse a sí mismo. El hombre avaro, soberbio, murmurador, prepotente, perezoso, consumista, cultor de la riqueza, cuanto más pecador sea, menos conciencia suele tener de su pecado. El rico que se autoriza a lujos malos considera su modo de vida como el conveniente a su estado: así se lo han enseñado desde niño y es lo que ve en sus familiares y amigos. La mujer que durante horas se muestra semidesnuda en la playa no suele ver en ello nada malo: es algo normal, ya que lo que hacen todas, también las personas que más estima, algunas de ellas de Misa diaria. El señor que trata a sus empleados con dureza y distancia piensa que eso es lo conveniente para el bien de la familia, de la empresa y de los mismos obreros. El párroco que no para de hacer cosas y más cosas buenas, pero que apenas encuentra tiempo para rezar, cree que hace lo que debe, pues su vocación es activa y «todo es oración». El religioso que, habiendo hecho el voto de pobreza, se concede un alto nivel de vida, suele hacerlo sin cargo de conciencia, porque piensa que así cuida más de su salud física y psicológica, y de ese modo podrá servir mejor a quienes atiende en su apostolado. La religiosa que ha hecho voto de virginidad, pero que se concede ciertas amistades que van más allá de lo debido, es posible que apenas sea consciente de su infidelidad, y lo considere algo natural, que perfecciona su afectividad, y que incluso estimula su amor a Cristo esposo…
El sacramento de la penitencia, con el examen de conciencia que lo precede y con las exhortaciones del confesor, debe ser una escuela formadora de las conciencias. Y así lo es cuando lo confesión es suficientemente frecuente, y cuando el confesor, por experiencia y por ciencia, tiene buena doctrina. El mismo efecto ha de conseguirse cuando el cristiano tiene un buen director espiritual. Es preciso reconocer, sin embargo, que actualmente en muchas Iglesias locales no es fácil hallar buenos confesores y buenos directores espirituales, pues no abundan los conocedores de los caminos de la santidad: no los conocen ni por ciencia ni por experiencia personal. Incluso a veces no es fácil hallar confesores y directores, ni buenos ni malos, sea por la escasez de sacerdotes, sea por faltar en los que hay el aprecio de la confesión y de la dirección espiritual. En todo caso, es mejor no tener un director espiritual o confesor fijo cuando éstos son malos o incompetentes.
La ayuda que en la vida espiritual puede prestar un buen confesor o director es grande, concretamente en la formación de las conciencias y en el discernimiento prudente de situaciones complejas. Y esto es así no sólo en los principiantes, sino también los más adelantados. Santa Teresa, por ejemplo, según ella misma dice, «no hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5). «Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos. De devociones a bobas líbrenos Dios» (13,16) «Buen letrado nunca me engañó» (5,3).
Por el contrario, como ella misma refiere, durante diecisiete años, «gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados… Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo mortal, que era venial» (Vida 5,3). Pareciera que, al menos, las verdades fundamentales cualquier director las conocerá; «y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia, que había oído todo el curso de teología, y me hizo harto daño en cosas que me decía no eran nada. Y sé que no pretendía engañarme, sino que no supo más; y con otros dos o tres, sin éste, me acaeció» (Camino Vall. 5,3). Y de ello se lamenta mucho: «Si hubiera quien me sacara a volar…; mas hay –por nuestros pecados– tan pocos [directores idóneos], que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6). La misma queda la hallamos en S. Juan de la Cruz (Prólogo Subida 3; 2 Subida 18,5; Llama 3,29-31).
Ejerciendo el ministerio del sacramento de la penitencia el sacerdote comprueba cómo muchas veces el penitente no se conoce a sí mismo, da la mayor importancia cosas que apenas la tienen; excusa en cambio como pecadillos perfectamente tolerables pecados que, en sí mismos, son mortales; no recibe fácilmente las correcciones del confesor, aunque quizá no las resista externamente, atribuyéndolas al mal carácter o a la formación moral ya superada que afectan al sacerdote; su combate espiritual, como no conoce bien su enemigo, es como quien da puñetazos en la oscuridad contra un enemigo que le golpea, pero que no localiza: lo contrario de lo que hacía San Pablo: «lucho, pero no contra el aire» (1Cor 9,26). En fin, que el buen examen de conciencia no es algo tan simple y sencillo como pueda parecer a primera vista. Y es muy frecuente que se haga muy mal, contentándose con una introspección que no lleva al verdadero conocimiento de sí mismo. Y que al resultar frustrante, es práctica espiritual muy benéfica que fácilmente se abandona.
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El buen examen de conciencia ha de hacerse mirando a Dios y a los santos, más que mirándose a sí mismo. Si el cristiano mirase más a Dios y a su enviado Jesucristo, si recibiera más la luz de su palabra, si leyera más el evangelio y la vida de los santos, si dedicara más tiempo a la oración, llegaría a conocer mucho mejor sus miserias reales, y las vería en relación a la misericordia divina. Por eso la liturgia del sacramento de la penitencia pide: «Dios, que ha iluminado nuestros corazones, te conceda un verdadero conocimiento de tus pecados y de su misericordia» (NRP 84).
Santa Teresa explica esto muy bien. «A mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes. Hay dos ganancias en esto: la primera, está claro que una cosa parece blanca muy blanca junto a la negra, y al contrario, la negra junto a la blanca; la segunda es porque nuestro entendimiento y voluntad se hace más noble y dispuesto para todo bien, tratando a vueltas de sí con Dios, y si nunca salimos de nuestro cieno de miserias es mucho inconveniente. Pongamos los ojos en Cristo, nuestro bien, y allí aprenderemos la verdadera humildad, y en sus santos, y se ha de ennoblecer el entendimiento, y el propio conocimiento no hará [al hombre] ratero y cobarde» (1 Moradas 2,9-11).
Cuando el alma llega a verse iluminada en una alta vida de oración, «se ve claramente indignísima, porque en pieza a donde entra mucho sol no hay telaraña escondida; ve su miseria… Se le representa su vida pasada y la gran misericordia de Dios» (Vida 19,2). «Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy clara; si da en él, se ve que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación: antes de estar el alma en este éxtasis le parece que trae cuidado de no ofender a Dios y que, conforme a sus fuerzas, hace lo que puede; pero llegada aquí, que le da este Sol de Justicia que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría volver a cerrar… se ve toda turbia. Se acuerda del verso que dice: “¿Quién será justo delante de ti?” (Sal 142,2)» (Vida 20,28-29). La propia miseria ha de buscarse mirando la Misericordia divina: así se descubre, y se halla con paz, viendo lo negro del pecado con el fondo luminoso de la bondad de Dios. No nos desmoraliza conocer nuestro pecado, sino que nos anima –¡cuánto me aguanta el Señor!–, porque es ocasión de conocer más el amor que Dios nos tiene al perdonarnos. Comprendemos que no se acaba su perdón porque no se termina su amor misericordioso.
El examen de conciencia ha de hacerse –en la caridad, actualizándola intensamente, pues sólo amando mucho al Señor, podrá ser advertida una falta, por mínima que sea; el que poco ama al Señor, poco capaz es de conocer sus propios pecados. Y por otra parte, conociendo en la caridad nuestras culpas, no las vemos ni experimentamos entonces como fallas personales que nos humillan, sino como ofensas a Dios, que nos llevan al verdadero dolor del corazón y arrepentimiento. El examen ha de hacerse –en la abnegación de la propia voluntad, pues ésta influye en el juicio, y en tanto la voluntad permanezca asida a un cierto mal, no nos dejará ver lo malo como malo; –en la humildad, pues el soberbio o vanidoso es incapaz de conocer y de reconocer sus pecados: es incorregible, mientras que sólo el humilde, en la medida en que lo es, está abierto a la verdad, sea cual fuere; y ve la negrura de sus culpas en el fondo luminoso de la misericordia del Señor; y –en profundidad, no limitando el examen a un recuento superficial de actos malos, sino tratando de descubrir sus malas raíces.
Recuerdo a una penitente joven, ya no tan joven, que una y otra vez se acusaba en confesión de sus malos genios. Le salió un buen novio, y ya se le pasaron del todo los enfados. Pero hasta entonces no se acusaba de su rechazo a la voluntad de Dios providente, que mantenía prolongad su soltería sin esperanza. Se acusaba de los malos genios que esa falta de conformidad con la Voluntad divina producía. Su conciencia veía los malos frutos, y de ellos se acusaba; pero no veía el mal del árbol que los producía. Quien tiene un diagnóstico equivocado –o no tiene diagnóstico alguno– de sus enfermedades espirituales, difícilmente podrá colaborar con Cristo-médico en su sanación.
El examen hay que hacerlo en oración de petición. El cristiano humilde, que busca sinceramente la santidad, la plena fidelidad a la voluntad divina, es consciente de su propia ceguera, debida a la poca fe y a la débil caridad, y por eso pide al Señor que le dé a conocer sus propios pecados: «absuélveme de lo que se me oculta (ab occultis meis munda me) (Sal 18,13). Pide al Señor confiadamente:
«apártame del camino falso, y dame la gracia de tu voluntad… Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (Sal 118,29.32). «Trata con misericordia a tu siervo, enséñame tus leyes; yo soy tu siervo: dame inteligencia, y conoceré tus preceptos» (ib. 125-126). «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana» (Sal 142,10). En este espíritu de oración suplicante es como en el examen de conciencia se consiguen de Dios grandes adelantos en el conocimiento de uno mismo. Y de la misericordia de Dios.
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Así realizado, el examen previo a la confesión sacramental, y también el examen de conciencia frecuente o incluso diario, sobre un punto particular o en general, ayudan mucho al crecimiento espiritual. Por eso la Iglesia lo manda hacer diariamente a los religiosos, y lo aconseja a todos los fieles. «Insistan los religiosos en la conversión de su alma a Dios, examinen su conciencia diariamente y acérquense con frecuencia al sacramento de la penitencia» (Derecho canónico 664).
José María Iraburu, sacerdote
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