Historia de un flechazo

En su nuevo destino –una base extranjera a muchos kilómetros de casa–, el soldado recibía puntualmente el periódico de su pueblo. Era una pequeñez que, sin embargo, le reportaba un gran alivio. Sin cobertura ni comunicaciones, ese era el único medio para seguir al corriente de las cosas de casa.

Un día, durante el descanso de media tarde, reparó en lo bonita que era la chica que protagonizaba una noticia en las páginas centrales. Había sido premio de estudios. El soldado no la conocía, pero, cuanto más la miraba, más le gustaba. Quedó tan cautivado que, armado de valor, se decidió a escribirle. No era difícil conocer su dirección: con las pesquisas adecuadas enseguida daría con ella.

No podía imaginar lo que iba a suceder. La chica respondió, e iniciaron una correspondencia regular. Pronto intercambian algunas fotos, y se cuentan todas sus cosas. El soldado se enamora cada día más… de una chica a la que jamás ha visto.


Después de dos años de instrucción, nuestro protagonista vuelve a casa. «Su amor hacia ella le ha hecho mejor soldado y mejor hombre: ha procurado ser la clase de persona que ella querría que fuera. Ha hecho las cosas que ella desearía que hiciera, y ha evitado las que le desagradarían si llegara a conocerlas. Ya es su anhelo ferviente de ella lo que hay en su corazón, y está volviendo a casa. ¿Podemos imaginar la felicidad que colmará cada fibra de su ser al descender del tren y tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos?»[1].

El conocimiento de la verdad de Dios, a quien jamás hemos visto, se realiza de un modo semejante. Los enamorados se escriben cartas; nosotros tenemos a disposición la Escritura, el magisterio de la Iglesia y las obras de los enamorados de Dios (los santos). Ellos mantienen conversaciones; nosotros procuramos hablar con Cristo, contemplarle en la Eucaristía, cuidar la presencia amorosa del Espíritu Santo en nuestra alma, y considerar frecuentemente nuestra condición de hijos de Dios. Ellos esperaban con ansia el momento del encuentro; nosotros nos encontramos con Dios en esta vida por la luz radiante de la fe y queremos esperar con la misma o mayor intensidad nuestro encuentro definitivo con Dios, la visión gozosa de quien tanto nos ama: el Cielo.


[1] L. J. Trese, La fe explicada (Madrid 19795) 18.

Fulgencio Espá
04:10

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