«Pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado: que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste».
Estas son las palabras con las que el Papa Pío XII definió el dogma de la Asunción de María, el día 1 de noviembre de 1950. Una verdad maravillosa que nos llena de esperanza y de admiración. Esta mañana he leído un texto del beato cardenal Newman y en este día de la solemnidad me alegra poderlo compartir con vosotros en Háblales de Jesús. Estas fueron sus palabras llenas de sabiduría y devoción mariana:
Aunque (la Virgen) murió igual que todos, no murió como los demás hombres, pues en virtud de los méritos y la gracia de su Hijo, que en ella se habían anticipado al pecado y la habían llenado de luz y pureza, fue librada de todo lo que marchita y destruye la figura corporal. No había en ella pecado original que mediante el desgaste de los sentidos, la erosión del cuerpo y la decrepitud causada por los años preparara la muerte. La Virgen murió, pero su muerte fue un simple hecho, no el efecto de un proceso; y una vez ocurrida, dejó de ser. Murió para vivir. Murió como una cuestión de forma o una ceremonia en orden a pasar lo que se llama el débito de la naturaleza: no por ella misma o a causa del pecado, sino para someterse a su condición, glorificar a Dios, y hacer lo mismo que había hecho su Hijo. No murió, sin embargo, como su Hijo y Salvador, con sufrimiento físico en orden a un fin especial. No murió la muerte de un mártir, pues su martirio se realizó en vida. No murió como una víctima expiatoria, pues la criatura no podía desempeñar ese papel que sólo Uno podía cumplir por todos. Murió para terminar su curso mortal y recibir su corona.
«Por eso murió privadamente. Convenía que Aquel que murió por el mundo lo hiciera a la vista del mundo. Pero ella, flor del Edén, que vivió siempre escondida, murió en la sombra del jardín, entre las flores donde había vivido. Su tránsito no causó ruido alguno. La Iglesia continuó con sus tareas cotidianas de predicar, convertir y sufrir. Había persecuciones, huidas de una ciudad a otra, y mártires. Poco a poco se extendió el rumor de que la Madre del Señor no estaba ya en la tierra. Peregrinos comenzaron a moverse en busca de sus reliquias, pero nada encontraron. ¿Murió en Éfeso o en Jerusalén? Las opiniones no coincidían, pero en cualquier caso su tumba no fue hallada, y si se halló, estaba abierta. Los que buscaban volvieron a casa sorprendidos y como en espera de más luces. Pronto comenzó a decirse que cuando el tránsito de María se aproximaba y su alma iba a dirigirse al encuentro de su Hijo, los Apóstoles se reunieron en un determinado lugar, quizás en la Ciudad Santa, para asistir al gozoso acontecimiento, y que poco después de enterrarla con los ritos adecuados repararon en que su cuerpo no estaba en la tumba, mientras ángeles cantaban día y noche con voces alegres las glorias de su Reina asunta al Cielo.
»Pero aparte de nuestros sentimientos sobre los detalles de esta historia, no hemos de dudar que, de acuerdo con el sentir de todo el orbe católico y las revelaciones hechas a almas santas, María se encuentra en cuerpo y alma con su Hijo y Dios en el cielo,
y que nosotros podemos celebrar no sólo su tránsito sino también su Asunción» (1).
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JOHN H. NEWMAN, Discursos sobre la fe, Madrid 1981, pp. 361-362.
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