Narciso es el protagonista de un relato antiguo. Era un joven bellísimo que un día contempló su propia imagen reflejada en un espejo de agua. Se enamoró de ella ignorando que la imagen reflejada era él mismo. Se arrojó al agua y se ahogó.
Ningún relato ilustra mejor cuan engañosa es la felicidad fundada en el culto de sí, pero para mucha gente el alfa y la omega de la búsqueda de la felicidad reside en el propio «yo». Si el problema está en esto, en esto se encuentra también la respuesta. ¿Se necesita una aportación externa? Sólo para enriquecerse con ella. Es la felicidad posesiva que descarta fríamente todo lo que podría atraer al hombre fuera del propio nido. El que padece esta enfermedad puede sentirse feliz exclusivamente de sí. Este "cerrarse en el propio capullo" se ha difundido de modo sorprendente en los últimos decenios. Se tiene la impresión de que todas las fronteras se cierran, que puertas y ventanas están atrancadas, que la calefacción central esté abierta al máximo. El lecho de plumas parece haberse convertido en el santuario de toda la familia. La publicidad colabora a la inflación del yo, como podemos constatar sobre los muros de nuestras calles: mi dinero, mi interés, mi porvenir, mi seguridad... "Tú" o "él" casi han desaparecido.
La desaparición del espíritu de sacrificio produce una sociedad fría, que se hace también superconservadora. Se limita a preservar, no crea nada. ¡Y peor aún! Ante el sufrimiento, la búsqueda de la felicidad pierde su sentido: todo sufrimiento anula la felicidad. De este modo, el hombre se aleja de la verdad misteriosa para la cual la felicidad es bastante fuerte para integrar momentáneamente el sufrimiento y asumirlo. El sufrimiento contiene otra especie de felicidad, una felicidad de registro distinto, una felicidad que sólo conocen los que la han comprendido a la luz de la cruz, pero algo está claro para cada uno de nosotros: quien quiere ser feliz aquí abajo, debe estar dispuesto a dar cabida al sufrimiento
GodfriedDanneels, en Le stagioni della vita.
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