Matrimonio, Iglesia y Estado

Hasta hace relativamente poco, Iglesia y Estado moderno pensaban sobre el matrimonio algo muy parecido. El matrimonio es una institución natural, anterior a la Iglesia y al Estado, reconocido y promovido por ambos por la misma razón: porque la institución conyugal beneficia tanto a los implicados como a su descendencia. En casi todas las culturas y épocas, el matrimonio ha sido visto como una forma de fomentar los vínculos heterosexuales, uniendo a mujeres y hombres para toda la vida para la crianza de los hijos por sus padres biológicos en un marco de permanencia y estabilidad, algo de suma importancia para todas las sociedades de todos los tiempos y en todos los lugares.
La Iglesia, como muchos otros, cree que el matrimonio es una institución fundamental para la sociedad. El matrimonio es una institución de interés público, y el Estado la protege y le concede algunos privilegios (modalidades fiscales ventajosas; pensión de viudedad u orfandad; continuidad en arrendamientos y en otros contratos; etc.) por los beneficios que aporta a la sociedad: un ambiente donde la humanidad nace, crece, se forma y es cuidada en tiempo de enfermedad y de vejez. El Estado no le concede un estatus especial por ser una relación sentimentalmente activa entre adultos, sino pensando en el futuro de la sociedad. Los «privilegios» jurídicos de los casados frente a otras relaciones se explican porque –como se dice de forma algo cursi pero expresiva– «han formado su nido».
Con otras palabras: al Estado no le interesa el «amor», sino su propio futuro: es un interés egoísta por su parte. Si no fuera así, ¿por qué motivo una pareja casada sin amor tiene más protección legal que una abuela enferma cuidada por su nieta amantísima?
De hecho, el Family World Map del 2016, que mide la salud de la institución familiar en 49 países de todas las regiones del planeta, que representan el 75 por ciento de la población mundial, muestra que el matrimonio es la mejor garantía de que los hijos se críen con los dos padres: los matrimonios no son las «parejas» que más hijos tienen, pero sí los que los educan conjuntamente.
Cierto es que los derechos y los deberes inherentes a la relación paterno-filial existen también fuera del matrimonio: los hijos nacidos fuera de él tienen los mismos derechos que los otros, y sus padres tienen las mismas obligaciones frente a ellos. Pero es para el Estado como una red de seguridad, para que esos seres humanos recién llegados sean cuidados… por sus padres. La sociedad, desde siempre y en prácticamente todas las culturas, ha emitido un juicio de valor: lo mejor para los hijos es que nazcan y crezcan dentro de una familia. Y el Estado acepta ese juicio de valor universalmente aceptado.
La Iglesia ha apoyado y promovido siempre el matrimonio por todas esas razones. Tiene, además, una concepción teológica del matrimonio como un vehículo de la gracia de Dios, y por eso la Iglesia lo considera un sacramento. Pero esa concepción sólo afecta a sus miembros, los bautizados. Es decir, cuando los obispos argumentan en contra de redefinir el matrimonio por ley, no quieren imponer «su» concepto de matrimonio, ni «proteger» los matrimonios de los católicos, sino que hablan solo como ciudadanos preocupados por defender los bienes sociales de la institución.
La Iglesia considera que el Estado debería continuar promoviendo el matrimonio conyugal, no porque rechace a quien se define homosexual o a cualquier otro grupo concreto de la sociedad, sino porque considera que el matrimonio es una institución conyugal, con rasgos precisos y la familia es la unidad fundadora de la sociedad civil, el pilar fundamental de la sociedad.

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