Presumo de no quejarme de las razones o contrarrazones metaliterarias que hacen que a veces el escritor católico disfrute de menos reconocimiento que el que va a favor de los vientos y las mareas del siglo. En líneas generales, creo que lo mejor que puede sucederle a cualquier autor es tener que ganarse el aplauso palmo a palmo, si se lo gana, que si no, qué importa. Sin embargo, mi postura gallarda y serena hace agua en el caso de José-Miguel Ibáñez Langlois (Santiago de Chile, 1936). Solivianta ver que un poeta de tal potencia artística, de tanta osadía de pensamiento, de oído prodigioso, de visión hondísima, de cultura completa, de sabio manejo de los modos modernistas, de ecos inmemoriales… no tenga un mínimo reconocimiento equiparable al de otros escritores de su generación. Libros como Futurologías (1980) o Historia de la Filosofía (1983) son hitos únicos, que la inmensa mayoría de los lectores de poesía se están perdiendo. En España no existen ediciones.
En su obra brilla con especial intensidad un poemario que varios de los happy few que conocen al autor leemos cada Semana Santa: Libro de la Pasión (Rialp, Madrid, 1986; 3º edición, 2003). Se recorren en él los últimos días de Jesucristo, intercalando reflexiones, diálogos, oraciones y también, al más puro estilo de Ezra Pound, monólogos dramáticos de distintos personajes. Así, por ejemplo, se nos presenta al centurión del Calvario:
Jesús era sólo un rumor para él hasta anoche
una nota pintoresca del paisaje hebreo
donde se está de paso para ascender
un centurión está hecho a las ejecuciones
y él personalmente no presumió nunca de sensitivo
pero ese crucificado esa bestia agónica qué majestad
cuando suplicó el perdón del cielo para sus verdugos
al centurión se le derrumbó todo su conocimiento de la naturaleza humana
tenía los ojos fijos sobre su cara en sangre
estaba a punto de llorar como ni en su niñez
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