Hoy, viendo un documental, he comprendido cuál debe ser la alegría más grande que puede tener un ser humano aquí en la tierra. 1945, imaginaos los prisioneros judíos de un campo de trabajos forzados, trabajando de sol a sol, mes tras mes, sólo recibiendo odio y más odio. Pensando cada día que así será siempre su mañana hasta que mueran.
Una vida de tristeza, sin esperanza, rodeados de hombres sin alma, con la muerte como única puerta de salida, una muerte que se desea, que es apetecible, porque no hay futuro, el único futuro es la repetición del dolor de hoy.
Y ellos incomunicados, sin recibir noticias, un día como cualquier otro, descubren que no hay soldados en las torres, tampoco en las puertas de entrada y salida. Se dan cuenta, de pronto, de que no hay funcionarios, que están solos. Nadie les ha avisado. La voz se corre entre los prisioneros. ¿Habéis visto algún soldado? ¿Algún funcionario? Persiste esa perplejidad durante veinte minutos o media hora.
Después algunos asomados a la puerta principal gritan a los demás de que están llegando soldados al campo. Sean quienes sean estos soldados, no son alemanes.
Los ingleses entran en el campo, les comunican que han sido liberados, son amables con ellos, les sonríen, les dan comida: sois libres. Repentinamente, comprenden que tienen toda la vida por delante. Esos uniformados no son sus verdugos, son sus liberadores. Son ángeles caídos del cielo, dirá uno de los supervivientes en el documental. En otra escena se ve a una mujer que sentada en el suelo, vencida por la emoción, no deja de besar la mano de un soldado, no se la suelta mientras derrama lágrimas sobre ella.
Sí, quizá ésa haya sido la alegría más grande del mundo.
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