–Y eso que antes se decía «el sexo débil»…
–La mujer suele ser más fuerte que el hombre para padecer, por ejemplo, las molestias de una enfermedad; y los hombres, más fuertes para atacar, por ejemplo, una trinchera de guerra.
Septimio Severo, emperador (193-211)
«Al que quiera salvar la unidad del Imperio, no debe por algún tiempo ahorrar la sangre, a fin de poder, en el resto de su vida, mostrarse amigo de los hombres». Severo, africano, aplicando este principio suyo, logró en 197, como emperador único, reafirmar la unidad del Imperio, venciendo a Albino, su último rival. Pudo entonces reorganizar el ejército, realizar grandes obras públicas, dictar al mundo la Ley romana, teniendo en su Consejo a grandes juristas, como Papiniano y Ulpiano. Levantó, pues, a Roma de la postración en que había caído bajo el infame Cómodo (180-192), gladiador coronado. Le faltaba, sin embargo, frenar eficazmente el explosivo crecimiento de la Iglesia cristiana. Otro africano, el abogado Tertuliano, hacia el 197 escribía:
«Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe y todo lo vuestro: las ciudades, las islas, los castillos, los municipios, las audiencias, los mismos campamentos [militares], las tribus, las decurias, el palacio, el senado, el foro. Sólo hemos dejado para vosotros los templos» (Apologeticum 37,7).
La persecución de la Iglesia ya se inicia con el emperador Nerón (54-68): es preciso eliminar a los cristianos (christiani non sint). Un rescripto de Trajano (98-117) suaviza esa norma: los cristianos no deben ser buscados y exterminados, pero sí han de ser castigados cuando son delatados y se obstinan en guardar su fe. El emperador Severo, para mayor unidad del Imperio, pretende un sincretismo religioso, resistido fuertemente por los judíos y los cristianos. En consecuenia, «prohibe hacerse judíos, bajo grave castigo; y lo mismo decreta también sobre los cristianos» (Vita Seueri XVII). El neroniano christiani non sint, aunque sigue vigente, se reformula en ne fiant christiani. Queda prohibido a muerte todo proselitismo cristiano.
Actas de los mártires de Cartago (203)
Las Actas que refieren el martirio de este grupo quedan en la historia de la Iglesia como unas de las más altas y hermosas páginas sobre la muerte cristiana, concretamente sobre la muerte por Cristo. Y son plenamente fidedignas, ya que, en singular circunstancia, buena parte de la obra está escrita por sus protagonistas principales, Perpetua y Sáturo, que de su mano redactaron en la cárcel notas sobre su prisión y proceso, hasta poco antes de sufrir el martirio.
Detenidos
En Teburba, lugar próximo a Cartago, se aplica la ley de Severo contra un grupo de catecúmenos, y son apresados los adolescentes esclavos Revocato y Felicidad, dos varones de nombre Saturnino y Secúndulo, y la noble joven Perpetua, de veintidos años, instruida en las artes liberales, casada y madre de un niño de pecho. El catequista Sáturo, que los formaba, no cayó en esta redada. Pero espontáneamente se entregó a la autoridad romana perseguidora para confortar a sus catecúmenos y para que su ausencia no se interpretase como si fuera una apostasía.
El narrador de esta Pasión declara: «a partir de aquí, ella [Perpetua] contó por sí misma todo el orden de su martirio, y yo copio tal como ella lo dejó escrito por su mano y sentimiento» (Passio II). Escribe Perpetua:
«Al cabo de unos pocos días me metieron en la cárcel [de Cartago], y yo sentí pavor, pues jamás había experimentado tinieblas semejantes. ¡Qué día aquel tan terrible! El calor era sofocante, por el amontonamiento de tanta gente; los soldados nos trataban brutalmente; yo además me sentía atormentada por la angustia de mi niñito», a quien estaba dando el pecho, y del que la separaron.
«Entonces Tercio y Pomponio, diáconos bendecidos, que nos asistían, lograron a precio de oro que se nos permitiera por unas horas salir a respirar a un lugar mejor de la cárcel… Hablaba a mi madre, animaba a mi hermano y les encomendaba a mi hijo… Durante muchos días me sentí agobiada por tales angustias. Por fin logré que el niño se quedara conmigo… Y súbitamente la cárcel se me convirtió en un palacio, de suerte que prefería morar allí antes que en ninguna otra parte… En el tiempo de esos pocos días fuimos bautizados» (III).
Diálogo con Jesucristo
Un día su hermano pidió a Perpetua que le preguntara al Señor «si tu prisión ha de terminar en martirio o en libertad. Y yo, que tenía conciencia de hablar familiarmente con el Señor, se lo prometí confiadamente: –Mañana te lo diré» (IV). La petición del hermano expresaba la convicción común entre los cristianos de que los mártires, al aproximarse a su muerte, podían conversar con Cristo, que los confortaba.
Así por ejemplo, el redactor del Martirio de San Policarpo (+155) asegura que «en el momento en que los nobilísimos mártires de Cristo son atormentados, sus almas emigran del cuerpo, o más bien, que Cristo, asistiéndolos a su lado, conversa familiarmente con ellos». Eusebio, al narrar el martirio de Santa Blandina (+177), una de los mártires de Lión, hace notar que cuando un toro bravo arremetió contra ella, no sintió nada, «por estar ella en familiar conversación con Cristo» (Hist. eclesiástica V,I, 57).
Perpetua recibió la respuesta para su hermano en la visión que tuvo de una escala de bronce grandiosa que ascendia hasta el cielo. «Subí y vi un jardín de extensión inmensa»», en el que había un pastor que le dice: –«Bienvenida seas, hija… En seguida conté a mi hermano la visión, y los dos comprendimos que me esperaba el martirio.Y desde aquel momento empezamos a no tener ya esperanza alguna en este mundo» (IV).
Ruegos paganos para que se evite el martirio
«Se corrió el rumor de que íbamos a ser interrogados. Vino de la ciudad mi padre [que era pagano, el único de la familia], consumido de pena. Y me dijo:
«“Compadécede, hija mía, de mis canas… Mira a tus hermanos, mira a tu madre, mira a tu hijito, que no ha de poder sobrevivir. Depón tus ánimos, no nos aniquiles a todos”… Me besaba las manos, se arrojaba a mis pies y me llamaba, entre lágrimas, no ya su hija, sino su señora. Yo estaba transida de dolor por el caso de mi padre, pues era el único de toda mi familia que no habría de alegrarse de mi martirio. Y traté de animarle:
–«Allá, en el estrado, sucederá lo que Dios quiera; pues has de saber que no estamos puestos en nuestro poder, sino en el de Dios» (V)…
«Y el procurador Hilariano, que había recibido el ius gladii o poder de vida y muerte: –Ten consideración a las canas de tu padre; mira la tierna edad de tu niño. Sacrifica por la salud de los emperadores. Y yo respondí: –No sacrifico… Hilariano: –Luego ¿eres cristiana? –Sí, soy cristiana. Entonces Hilariano pronunció la sentencia contra todos nosotros, condenándonos a las fieras. Y bajamos jubilosos a la cárcel» (VI). Lo que para los cristianos era una victoria gloriosa y una alegría, para los familiares paganos era una ignominia infamante.
En la cárcel del anfiteatro
«El día que permanecimos en el cepo» (VIII)… Ni las mujeres se libraban de su humillación y tormento.
«Luego, al cabo de unos días, Pudente, soldado lugarteniente, oficial de la cárcel, empezó a tenernos una gran consideración, por entender que había en nosotros una gran virtud. Y así admitía a muchos que venían a vernos, con el fin de aliviarnos los unos a los otros. Mas cuando se aproximó el día del espectáculo [el martrio de los cristianos era para la ciudad un espectáculo público], entró mi padre a verme, consumido de pena, arrojándose por tierra, pegando su rostro en la tierra, maldiciendo sus años… Yo me dolía de su infortunada vejez» (IX).
En el circo de Cartago
El martirio de los cristianos era un espectáculo que se organizaba más o menos como la lucha de los gladiadores entre sí o con las fieras. Perpetua, en una visión, anticipó su próximo combate martirial.
«Y he aquí que veo un gentío inmenso, enfurecido… Y como sabía que estaba condenada a las fieras,me extrañaba de que no las soltaran contra mí. Sólo salió un egipcio, de fea catadura, con ánimo de luchar conmigo. Pero también a mi lado se pusieron unos buenos jóvenes, patidarios míos. Luego me desnudaron, y quedé convertida en varón. Y empezaron mis ayudantes a frotarme con aceite, como se acostumbra a hacer en los combates… [El que presidía la lucha] pidió silencio y dijo: –Si este egipcio venciera a esta mujer, la pasará a filo de espada. Pero si ella venciera, recibirá este ramo. Y se retiró.
«Nos acercamos el uno al otro y empezamos el combate. Él trataba de agarrarme por los pies, pero yo le daba en la cara con los talones. Entonces fui levantada en el aire y empecé a golpearle como quien no pisa la tierra. Pero como vi que el combate se prolongaba, junte las manos entrelazando los dedos, le cogí la cabeza y cayó de bruces, y yo le pisé la cabeza. El pueblo rompió en vítores, y mis partidarios entonaron un himno. Yo me acerqué al que presidía y recibí el ramo. Él me besó y me dijo: –La paz contigo.
«Y me dirigí radiante de gloria hacia la puerta Sanavivaria o de los vivos [por la que salían los gladiadores victoriosos], y en aquel momento me desperté. Y entendí que mi combate no había de ser tanto contra las fieras, sino contra el diablo. Pero estaba segura de que la victoria estaba de mi parte.
«Tales son mis sucesos hasta el día del combate. Lo que suceda en el mismo combate, si alguno quiere, que lo escriba» (X). Hasta aquí llegó lo escrito por Perpetua.
Sáturo continua el relato
Y sigue el relato que Sáturo escribió de una visión suya.
«Habíamos sufrido el martirio y salido de la carne. Cuatro ángeles nos transportaban en dirección al oriente… Y pasado el primer mundo, vimos una luz inmensa, y yo le dije a Perpetua, pues ella venía a mi lado: –Esto es lo que el Señor nos había prometido… Los ángeles nos dijeron: –Venid, entrad y saludad al Señor…Los cuatro ángeles nos levantaron en vilo y besamos al Señor, y Él nos acarició la cara con su mano… Yo le dije a Perpetua: –Ya tienes lo que quieres. Y ella me contestó: –Gracias a Dios que, como fui alegre en la carne, aquí soy más alegre todavía» (XII).
Los mártires ponen en paz a los enemistados
«Salimos, y he aquí que nos hallamos al obispo Optato a la derecha, y al presbítero Aspasio, catequista, a la izquierda, separados uno de otro y tristes. [Al parecer eran de Thuburbo, de donde eran originarios estos mártires, y estaban profundamente enemistado entre sí]. Y arrojándose a nuestro pies, nos dijeron: –Poned paz entre nosotros» (XIII). Tal era la veneración que los cristianos primeros tenían a los mártires, pidiendo su intercesión poderosa.
«Éstas son las visiones más insignes de los beatísimos mártires Sáturo y Perpetua, que ellos mismos pusieron por escrito» (XIV). Lo que sigue es redacción del cronista.
Felicidad da a luz
«En cuanto a Felicidad, también a ella le fue concedida la gracia del Señor, del modo que vamos a decir. Como se hallaba en el octavo mes de su embarazo, estando inminente el día del espectáculo, se hallaba en gran tristeza, temiendo que se había de diferir su suplicio por razón de su preñez, pues le ley veda ejecutar a las mujeres preñadas, y tuviera que derramar más tarde su sangre, santa e inocente, entre los demás criminales. Lo mismo que ella, sus compañeros de martirio estaban muy apenados pensando que habían de dejar atrás a tan excelente compañera, como caminante solitaria por el camino de la común esperanza. Juntándose todos, hicieron oración al Señor durante tres días antes del espectáculo. Terminada la oración, inmediatamente comenzaron en Felicidad los dolores del parto», que iba resultando muy doloroso. «Y uno de los oficiales de la prisión le dijo:
–«Tú, que así te quejas ahora, ¿qué harás cuando seas arrojada a las fieras, que despreciaste cuando no quisiste sacrificar? Y ella respondió: –Ahora soy yo la que sufro lo que padezco; pero allí habrá otro en mí, que padecerá por mí, pues también yo he de padecer por Él… Y dio a luz una niña, que una de las hermanas crió como hija» (XV).
Llega el día del martirio
«El día anterior al suplicio, al tomar aquella última cena que llaman libre, y que ellos, en cuanto estuvo de su parte, convirtieron en un ágape [litúrgico], se dirigían al pueblo con la misma intrepidez, amenazándoles con el juicio de Dios, atestiguando la dicha de su martirio, y burlándose de la curiosidad de los concurrentes… De este modo se retiraban todos de allí estupefactos y muchos de ellos creyeron» (XVII).
«Brilló, por fin, el día de su victoria y salieron de la cárcel al anfiteatro como si fueran al cielo, radiantes de alegría y hermosos de rostro, si conmovidos, acaso, no por el temor, sino por el gozo. Seguía Perpetua con rostro iluminado y paso tranquilo, como una matrona de Cristo, como una regalada de Dios, obligando a todos, con la fuerza de su mirada, a bajar los ojos. Felicidad iba también gozosa de haber salido bien del alumbramiento para poder luchar con las fieras, pasando de la sangre a la sangre, de la partera al gladiador, para lavarse despues del parto con el segundo bautismo [el martirio]…
«Exasperado el pueblo ante esta actitud, pidió que los hicieran azotar desfilando ante los venatores. Ellos, de verdad, se felicitaron de que les cupiera alguna parte de los sufrimientos del Señor» (XVIII).
Saturnino y Revocato fueron muertos por las fieras. «A Sáturo lo ligaron al tablado para que le atacara un oso; pero éste no quiso salir de su madriguera. Y por segunda vez Sáturo fue retirado ileso» (XIX). «Mas contra las mujeres preparó el diablo una vaca bravísima comprada expresamente contra la costumbre… Así, pues, desnudas y envueltas en redes, eran llevadas al espectáculo. El pueblo sintió horror al contemplar a una, joven delicada, y a la otra, recién parida, con los pechos destilando leche. Las retiraron, pues, y las vistiero con unas túnicas.
«La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua, que cayó de espalda. Mas apenas se incorporó sentada, recogiendo la túnica desgarrada, se cubrió el muslo, acordándose antes del pudor que del dolor. Luego, requerida una aguja, se sujetó los dispersos cabellos, pues no era decente que una mártir sufriera con la cabellera esparcida, para no dar apariencia de luto en el momento de su gloria. Así compuesta, se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dió la mano y la levantó. Y ambas juntas se sostuvieron en pie, y, vencida la dureza del pueblo, fueron llevadas a la puerta Sanavivaria. Allí, recibida por cierto Rústico, catecúmeno, íntimo suyo, como si despertara de un sueño (tan absorta en el Espíritu y en éxtasis había estado), empezó a mirar en torno, y con estupor de todos dijo: –¿Cuándo nos echan esa vaca que dicen?… Y como le dijeran que ya se la habían echado, no quiso creerlo hasta que reconoció en su cuerpo y vestido las señales de la acometida. Luego mandó llamar a su hermano, también catecúmeno, y le dijo estas palabras: –Permaneced firmes en la fe y amaos los unos a los otros, y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos» (XX).
Sáturo y Pudente
«Sáturo, por su parte, junto a otra puerta, estaba exhortando al soldado Pudente… –¡Ojalá creas de todo corazón!… E inmediatamente, cuando ya el espectáculo tocaba a su fin, se le arrojó a un leopardo, y de un solo mordisco quedó bañado en sangre… Y baño, efectivamente, de salvación había recibido el que de este modo había sido lavado. Entonces le dijo al soldado Pudente: –Adiós, y acuérdate de la fe y de mí, y que estas cosas no te turben, sino que te confirmen.
«Al mismo tiempo pidió a Pudente un anillo del dedo y, empapado en la propia herida, se lo devolvió en herencia, dejándoselo como prenda y recuerdo de su sangre. Luego, exánime ya, cayó en tierra junto con los demás para ser degollados en el lugar acostumbrado… Antes se besaron unos a otros, a fin de consumar el martirio con el rito solemne de la paz. Todos, inmóviles y en silencio, se dejaron atravesar por el hierro» (XXI)…
«¡Oh fortísimos y beatísimos mártires! ¡Verdaderamente llamados y elegidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo! El que esta gloria engrandece y honra y adora, debe también ciertamente leer estos ejemplos, que no ceden a los antiguos, para edificación de la Iglesia, a fin de que las nuevas virtudes atestigüen que es uno solo y siempre el mismo Espíritu Santo el que obra hasta ahora, y Dios Padre omnipotente y su hijo Jesucristo, Señor nuestro, a quien es claridad y potestad sin medida por los siglos de los siglos. Amén» (XXI).
José María Iraburu, sacerdote
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