Perón y las diaconisas

Al general Perón, ese pícaro gobernante que tuvo la Argentina, se le atribuye un enorme refranero nacional en el cual, una de sus frases más notorias es aquella que dice:“Cuando quieras que nada suceda, crea una comisión para que profundice el tema”.

Hace meses se venía rumoreando sobre el tema del pale en la Iglesia y la función de las mujeres en la “Iglesia primitiva” (la de los primeros siglos, para los neófitos). Pues bien, ahora finalmente se dio. Por orden superior, se ha creado una comisión para estudiar el papel de las diaconisas. En la Iglesia el tema ha sido tocado infinidad de veces pero, al parecer, como la historia es maestra de la vida, como toda maestra, debe repetir y repetir y repetir…, hasta que los palotes y las letras salgan derechos (el tema ya fue tratado en este portal aquí, aquí y aquí, entre otros lugares). Como muestra y a modo de resumen, presento aquí extractos de lo que la Comisión Teológica Internacional dijo al respecto hace casi quince años.

Veamos:

En la época apostólica, diversas formas de asistencia tanto respecto a los apóstoles como a las comunidades ejercidas por mujeres parecían tener un carácter “institucional”. Es así como Pablo recomienda a la comunidad de Roma «a Febe, nuestra hermana, diaconisa (he diakonos) de la Iglesia de Cencreas» (cf. Rom 16,1-4). En este contexto diakonos significa aún en sentido muy general “servidor” (en otras partes, en Pablo, a las mismas autoridades del mundo se las denomina diakonos (Rom 13,4) y, en 2 Cor 11,14-15, se trata de diakonoi del diablo).

Los exegetas están divididos a propósito de 1 Tim 3,11: los diáconos deben ser dignos, sin doblez, no dados a beber mucho vino ni a negocios sucios; que guarden el misterio de la fe con una conciencia pura. Primero se les someterá a prueba y después, si fuesen irreprensibles, serán diáconos. Las mujeres igualmente deben ser dignas, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo”. La mención de las «mujeres» a continuación de los diáconos puede hacer pensar en las mujeres-diáconos o bien en las esposas de los diáconos, de quienes se ha hablado más arriba. En esta carta, las funciones del diácono no son descritas, sino solamente las condiciones de su admisión. Se dice que las mujeres no deben enseñar ni dirigir a los hombres (1 Tim 2,8-15). Pero las funciones de dirección y de enseñanza están, de todas formas, reservadas al obispo (1 Tim 3,5) y a los presbíteros (1 Tim 5,17), no a los diáconos. Las viudas constituyen un grupo reconocido en la comunidad, de quien ellas reciben asistencia a cambio de su compromiso de continencia y de oración. 1 Tim 5,3-16 insiste en las condiciones de su inscripción en la lista de viudas socorridas por la comunidad y no dice nada a propósito de sus funciones eventuales. Más tarde, serán oficialmente «instituidas», pero no «ordenadas»; constituirán un «orden» en la Iglesia[1] y no tendrán jamás otra misión que la del buen ejemplo y la oración.

En el comienzo del siglo II, una carta de Plinio el joven, gobernador de Bitinia, menciona a dos mujeres, designadas por los cristianos como ministrae, equivalente probable del griego diakonoi (X 96-97). Y será a partir del siglo III cuando aparezcan los términos específicamente cristianos de diaconissa o diacona.

En efecto, a partir del siglo III, en ciertas regiones de la Iglesia[2] —no en todas— se atestigua un ministerio eclesial específico atribuido a las mujeres llamadas diaconisas[3]. Se trata de Siria oriental y de Constantinopla. Hacia el 240 aparece una compilación canónico-litúrgica singular, la Didascalia de los Apóstoles, que no tiene carácter oficial. El obispo posee en ella las características de un patriarca bíblico omnipotente (cf. DA 2, 33-35, 3). Él es la cabeza de una comunidad pequeña, a la que dirige sobre todo con la ayuda de diáconos y diaconisas. Estas últimas aparecen aquí por primera vez en un documento eclesiástico.

La Didascalia pone el acento sobre la función caritativa del diácono y de la diaconisa. Tiene por modelo la diaconía de Cristo que lavó los pies de sus discípulos (DA 3, 13, 1-7). No obstante, en cuanto a las funciones ejercidas, no existe paralelismo estricto entre las dos ramas del diaconado. Los diáconos han sido elegidos por el obispo para «ocuparse de muchas cosas necesarias», y las diaconisas solamente «para el servicio de las mujeres» (DA 3, 12, 1). Se dice de los diáconos que son el oído y la boca del obispo (DA 2, 44, 3-4). El fiel ha de pasar por ellos para acceder al obispo, lo mismo que las mujeres han de pasar por las diaconisas (DA 3, 12, 1-4).

La diaconisa ha de proceder a la unción corporal de las mujeres en el momento del bautismo, instruir a las mujeres neófitas, visitar en sus casas a las mujeres creyentes y, sobre todo, a las enfermas. Le está prohibido conferir el bautismo como tal y desempeñar una función en la ofrenda eucarística (DA 3, 12, 1-4). Las diaconisas lograron ganar en importancia a las viudas. El obispo puede siempre instituir viudas, pero estas no deben ni enseñar ni administrar el bautismo (de las mujeres), sino solamente orar (DA 3, 5, 1-3, 6, 2).

Las Constituciones apostólicas, que aparecieron en Siria hacia el 380, aun cuando nunca fueron consideradas como una colección canónica oficial prevé incluso cierta la imposición de manos junto con la epíclesis del Espíritu Santo no solo para los obispos, los presbíteros y los diáconos, sino también para las diaconisas, subdiáconos y lectores (cf. CA VIII, 16-23)[4]. La noción de klèros es ampliada a todos aquellos que ejercen un ministerio litúrgico, incluso las diaconisas (análogamente a las religiosas de hoy).

Obispo y presbíteros son respectivamente puestos en paralelismo con el sumo sacerdote y con los sacerdotes de la antigua Alianza, mientras que a los levitas les corresponden todos los otros ministerios y estados de vida: «diáconos, lectores, cantores, ostiarios, diaconisas, viudas, vírgenes y huérfanos» (CA II 26, 3. CA VIII 1, 21). Se coloca al diácono «al servicio del obispo y de los presbíteros» y no debe jamás usurpar las funciones de éstos.[5] El diácono puede proclamar el evangelio y dirigir la oración de la asamblea (CA II 57, 18), pero solo el obispo y los presbíteros pueden exhortar (CA II 57, 7). Según este antiguo documento, la entrada en función de las diaconisas se hace por una epithesis cheirôn o imposición de manos que confiere el Espíritu Santo[6], al igual que para el lector (CA VIII 20.22), por medio de la siguiente oración: «Dios eterno, Padre de nuestro Señor Jesucristo, creador del hombre y de la mujer, tú que llenaste de espíritu a Myriam, Débora, Ana y Hulda, que no has juzgado indigno que tu Hijo, el Unigénito, naciese de una mujer, tú que en la tienda del testimonio y en el templo has instituido guardianas para tus santas puertas, tú mismo mira ahora a esta tu sierva que está aquí presente, propuesta para el diaconado, otórgale el Espíritu Santo y purifícala de toda impureza de la carne y del espíritu para que pueda desempeñar dignamente el oficio que le ha sido confiado, para tu gloria y para la alabanza de tu Cristo, por quien a ti sean gloria y adoración en el Espíritu Santo por los siglos. Amen»[7].

Es decir, al parecer, era una especie de consagración especial, pero no parte del orden sagrado. Las Constituciones insisten para que las diaconisas no tengan ninguna función litúrgica (III, 9, 1-2), pero amplían sus funciones comunitarias de «servicio con las mujeres» (CA III 16, 1) y de intermediarias entre las mujeres y el obispo. Ellas han de estar en las entradas de las mujeres en las asambleas (II 57, 10). Sus funciones se resumen de esta forma: «La diaconisa no bendice y nada hace de lo que le corresponde hacer a los presbíteros y diáconos, pero guarda las puertas y asiste a los presbíteros en el bautismo de las mujeres a causa de la decencia» (CA VIII 28, 6).

A esta observación hace eco aquélla otra, casi contemporánea, de Epifanio de Salamina en el Panarion, hacia el 375: «Existe ciertamente en la Iglesia el orden de las diaconisas, pero no es para ejercer funciones sacerdotales, ni para confiarles alguna empresa, sino por la decencia del sexo femenino en el momento del bautismo»[8]. Una ley de Teodosio, del 21 de junio del 390, revocada el 23 de agosto siguiente, fijaba la edad de admisión al ministerio de las diaconisas a los 60 años. El concilio de Calcedonia (can. 15) la rebajaba a 40 años, prohibiéndoles el matrimonio subsiguiente[9].

Ya en el siglo IV, la forma de vida de las diaconisas se aproxima al de las mujeres que viven en monasterios (monjas). Se llama, en esa época, diaconisa a la responsable de una comunidad monástica de mujeres, como da testimonio de ello, entre otros, Gregorio de Nisa[10]. Ordenadas abadesas de monasterios femeninos, las diaconisas portan el maforion o velo de perfección. Hasta el siglo VI, asisten aún a las mujeres en la piscina bautismal y para la unción. Aunque no sirven al altar, pueden no obstante distribuir la comunión a las mujeres enfermas. Cuando la práctica bautismal de la unción del cuerpo entero fue abandonada, las diaconisas no son sino vírgenes consagradas que han emitido el voto de castidad. Residen bien en los monasterios, bien en sus casas. La condición de admisión es la virginidad o la viudez y su actividad consiste en la asistencia caritativa y sanitaria a las mujeres.

En Constantinopla, en el siglo IV, la más conocida de las diaconisas fue Olimpias, higoumene de un monasterio de mujeres, protegida de San Juan Crisóstomo, la cual puso todos sus bienes al servicio de la Iglesia. Fue «ordenada» (cheirotonein) diaconisa, por el patriarca, con tres de sus compañeras. El can. 15 de Calcedonia (451) parece confirmar el hecho de que las diaconisas son ciertamente «ordenadas» por la imposición de manos (cheirotonia). Su ministerio es llamado leitourgia y no les está permitido el contraer matrimonio después de la “ordenación”: “Ninguna mujer en los cuarenta años de edad debe ser ordenado diácono, y sólo tras un análisis exhaustivo. Si después de recibir la ordenación y pasar algún tiempo en el ministerio que desprecia la gracia de Dios y se casa, esa persona debe ser anatematizado junto con su cónyuge”. Esa edad mínima requerida, diferente a la que se requería para el diaconado masculino y la exigencia del celibato, muestran que las diaconisas no pertenecían al orden sagrado, sino a una categoría de mujeres adultas que asistían a la Iglesia de distintos modos.

En el siglo VIII, en Bizancio, el obispo impone siempre las manos a la diaconisa y le confiere el orarion o estola (las dos franjas se colocaban delante, la una sobre la otra); le entrega el cáliz que ella coloca sobre el altar, pero sin darle a nadie la comunión. Es ordenada dentro de la liturgia eucarística, en el santuario, como los diáconos[11]. A pesar de la semejanza de los ritos de la ordenación, la diaconisa no tendrá acceso ni al altar ni a ningún ministerio litúrgico. Estas ordenaciones se orientan sobre todo a las higoumenes de los monasterios femeninos.

Es necesario precisar que, en Occidente, no se encuentra ninguna huella de diaconisas durante los cinco primeros siglos. Los Statuta Ecclesiae antiqua preveían que la instrucción de las mujeres catecúmenas y su preparación al bautismo fuesen confiadas a las viudas y a las monjas «elegidas ad ministerium baptizandarum mulierum»[12].

Algunos concilios de los siglos IV y V rechazan todo ministerium feminae[13] y prohíben toda ordenación de diaconisa[14]. Según el Ambrosiaster (en Roma, finales del siglo IV), el diaconado femenino era patrimonio de los herejes montanistas[15]. En el siglo VI, se designan a veces como diaconisas a las mujeres admitidas en el grupo de las viudas. Para evitar toda confusión, el concilio de Epaone prohíbe «las consagraciones de las viudas que se hacen llamar diaconisas»[16]. El concilio II de Orleans (533) decide apartar de la comunión a aquellas mujeres que hubiesen «recibido la bendición del diaconado, a pesar de las prohibiciones de los cánones, y que se hubiesen casado de nuevo»[17]. Se denominaban también diaconissae las abadesas o las esposas de los diáconos, por analogía con las presbyterissae e incluso con las episcopissae[18].

La presente panorámica histórica nos permite constatar que ha existido ciertamente un ministerio de diaconisas, que se desarrolló de forma desigual en las diversas partes de la Iglesia. Parece claro que este ministerio no fue considerado como el simple equivalente femenino del diaconado masculino. ¿Era este ministerio conferido por una imposición de manos comparable a aquella, por la que eran conferidos el episcopado, el presbiterado y el diaconado masculino? El texto de las Constituciones apostólicas dejaría pensar en ello; pero se trata de un testimonio casi único y su interpretación está sometida a intensas discusiones[19]. ¿La imposición de manos sobre las diaconisas debe asimilarse a la hecha sobre los diáconos, o se encuentra más bien en la línea de la imposición de manos hecha sobre el subdiácono y el lector? Es difícil zanjar la cuestión a partir únicamente de los datos históricos.

*          *          *

            Hasta aquí, el resumen de la misma Iglesia sobre el tema; repetida una y mil veces. Las diaconisas, a lo sumo, eran laicas consagradas que devinieron en monjas pero que no poseían orden sagrado alguno, amén de las ambigüedades terminológicas que pueden surgir en algunos textos. La Iglesia lleva 2000 años, pero como es Mater et Magistra debe repetir una y mil veces a sus hijos las enseñanzas de siempre para…

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi

3/8/2016



[1] Cf. Tertuliano, A su esposa 1,7,4; SCh 273; Exhortación a la castidad 13,4; SCh 319.

[2] «C’est au limes oriental de l’Empire romain que nous voyons enfin apparaître des diaconesses: le premier document qui les présente et qui en est en quelque sorte l’acte de naissance, c’est la Didascalie des Apôtres […] connue que depuis la publication en 1854 […] de son teste syriaque» (A. G. Martmiort, Les diaconesses. Essai historique [Roma 1982] 31).

[3] La colección más extensa de todos los testimonios sobre este ministerio eclesiástico, acompañada de una interpretación teológica, es la de J. Pinius, «De diaconissarum ordinatione», en Acta Sanctorum, Sept. I, Anvers 1746, I-XXVII. 1,a mayor parte de los documentos griegos y latinos mencionados por Pinius son reproducidos por J. Mayer,Monumenta de viduis diaconissis virginibusque tractantia (Bonn 1938). Cf. R. Gryson, Le ministère des femmes dans l’Église ancienne (Recherches et synthèses; Gembloux 1972).

[4] El compilador está atento a los matices del vocabulario. En CA II 11,3, dice: «no permitimos a los presbíteros el ordenar (cheirotonein) a los diáconos, a las diaconisas, a los lectores, a los sirvientes, a los cantores o a los ostiarios, esto solo le corresponde a los obispos». No obstante, reserva el término de cheirotonia a la ordenación del obispo, del presbítero, del diácono y del subdiácono (VIII 4-5; 16-17; 21). Emplea la expresión epitithenai ten (tas) cheira(s) para las diaconisas y el lector (VIII 16,2; 17,2). No parece que quiera introducir aquí una diferencia de sentido, porque todas estas imposiciones de manos están acompañadas de una epíclesis del Espíritu Santo. Para los confesores, las vírgenes, las viudas, los exorcistas, precisa que no hay cheirotonia (VIII 23-26). El compilador distingue por otra parte entre cheirotonia y cheirothesia, que es un gesto de simple bendición (cf.VIII 16,3 et VIII 28,2-3). La cheirothesia puede ser practicada por los sacerdotes, en el ritual del bautismo, la reintegración de los penitentes o la bendición de los catecúmenos (cf. II 32,3; II 18,7; VII 39,4).

[5] Cf. CA III 20,2; VIII 16,5; VIII 28, 4-, VIII 46,10-1 1.

[6] El can. 19 de Nicea (325) podría ser interpretado no corno rechazando la imposición de manos a todas las diaconisas en general, sino como la simple constatación de que las diaconisas del partido de Pablo de Samosata no recibían la imposición de manos, y «eran de todas formas contadas entre los laicos», y que era preciso reordenarlas después de haberlas rebautizado, como a los otros ministros de este grupo disidente retornados a la Iglesia católica. Cf. G. Alberigo, Les conciles oecuméniques. II/1: Les Décrets (París 1994) 54.

[7] CA VIII, 20, 1-2; SCh 336; Metzger, 221-223.

[8] Epifanio, Panarion haer. 79,3,6, ed. K. Holl, GCS 37 (1933) 478.

[9] Cf, G. Alberigo, Les conciles oecuméniques, o,c, II/1, 214.

[10] Gregorio de Nisa, Vida de santa Macrina 29,1; SCh 178; Maraval, 236-237.

[11] Ritual de ordenación de diaconisa bizantina: Euchologe du manuscrit grec Barberinia 336, en Biblioteca Vaticana, ff 169R-17/v. Citado por J.-M. Aubert, Des femmes diacres (Le Point Théologique 47; París 1987) 118s.

[12] Cf. can. 100 (Munier 99). Además, está expresamente prohibido a las mujeres «incluso instruidas y santas» el enseñar a hombres, y el bautizar (cf. can, 37,41; ibid., 86).

[13] Concilio de Nimes (394/6), can. 2. Cf. J. Gaudemet, Conciles gaulois du IVe siècle (SCh 241; París 1977) 127-129.

[14] Concilio de Orange 1 (441), can. 26.

[15] Cf. ed. H. I Vogels, CSEL 81/3 (Viena 1969) 268.

[16] Concilio de Epaone (517), can. 21 (C. de Clercq, Concilia Galliae 511-695 [CCL 148A; 1963] 29). Las bendiciones diaconales a las mujeres han podido multiplicarse, porque el ritual no preveía una bendición de viudas, como lo recordará el II concilio de Tours (567), can. 21 (ibid. 187).

[18] Cf. II concilio de Tours, can. 20 (ibid., 184).

[19] Cf. P. Vanzan, « Le diaconat permanent féminin. Ombres et lumières»: La documentation catholique 2203 (1999) 440-446. El autor evoca las discusiones que han tenido lugar entre R. Gryson, A. G. Martimort, C. Vagaggini y C. Marucci. Cf. L. Scheffczyk (ed.), Diakonat und Diakonissen (St. Ottilien, 2002), en particulare M. Hauke, «Die Geschichte der Diakonissen. Nachwort und Literaturnachtrag zur Neuauflage des Standardwerkes von Martimort über die Diakonissen, pp. 321-376.

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