SÁBADO DE LA SEGUNDA SEMANA
1. De nuevo la persona de Juan el Bautista, del que Jesús hablará en el evangelio, es prefigurada por el profeta Elías, uno de los personajes más importantes del A.T.
El libro del Eclesiástico le describe como «un fuego». Su temperamento era vivo, enérgico. Sus palabras, «un horno encendido». Anunció sequías como castigo de Dios, luchó incansablemente contra la idolatría de su pueblo, fue insobornable en su denuncia de los atropellos de las autoridades, hizo bajar fuego sobre las ofrendas de Yahvé en su reto con los dioses falsos, y al final desapareció misteriosamente en un carro de fuego, arrebatado por un torbellino que le llevó a la altura.
Pero en el fondo Elías, que vivió nueve siglos antes de Cristo, fue el profeta de la esperanza escatológica, el que por tradición popular iba a volver para preparar inmediatamente el día del Señor. Su misión entonces seria «aplacar la ira» de Dios, «reconciliar a padres con hijos» y «restablecer las tribus de Israel». Por eso en el salmo hemos cantado: «Oh Dios, restáuranos».
2. Jesús, al bajar del monte de la Transfiguración, donde los discípulos le han visto acompañado de Elías y de Moisés, les dice que Elías ya ha venido «a renovarlo todo», aunque muchos no le han sabido reconocer.
Los discípulos entienden que habla de Juan Bautista. Y en efecto, Juan es el Precursor, el predicador de la justicia y la conversión, el que prepara con su ejemplo y su voz recia la inmediata venida y luego señala la presencia del Mesías en medio de su pueblo, el que denuncia la situación irregular del rey Herodes y muere mártir por su entereza y coherencia.
Pero muchos no le aceptan, como hicieron con Elías y como harán con el mismo Jesús, «que padecerá a manos de ellos». La dureza del pueblo es grande. No saben leer los signos de los tiempos. Son «lentos y tardos de corazón», como tuvo que reprochar Jesús a los discípulos de Emaús. O como oró en la cruz, «no saben lo que hacen». Tanto Elías como el Bautista y Jesús son incómodos en su testimonio personal y en su mensaje: aceptarles es aceptar los planes de Dios en la propia existencia, y eso es comprometedor.
3. a) Las lecturas de hoy nos sitúan a todos ante una alternativa. ¿Sabemos leer los signos de los tiempos, sabemos distinguir la presencia de los profetas y de Jesús mismo en nuestra vida? ¿y la aceptamos?
A nuestro alrededor hay muchos testigos de Dios, hombres y mujeres que nos dan testimonio de Cristo y de su Evangelio, personas fieles que sin actitudes espectaculares nos están demostrando que sí es posible vivir según las bienaventuranzas de Cristo. Lo que pasa es que tal vez no queremos verlas.
Como los apóstoles no querían entender el mesianismo de Jesús, que era distinto del que ellos esperaban. Como los fariseos y autoridades de Israel no querían reconocer en Jesús de Nazaret al esperado de tantos siglos, porque no encajaba en sus esperanzas.
b) Está terminando la segunda semana de este Adviento. Si todo iba a consistir sólo en introducir cantos propios de este tiempo en nuestro repertorio, o en cambiar el color de los vestidos de la liturgia, o en colocar coronas y velas junto al libro de la Palabra, entonces sí que es fácil celebrar el Adviento. Pero si se trataba de que hemos de preparar seriamente la venida del Señor a nuestras vidas, que es la gracia de la Navidad, y no sabemos darnos cuenta de los signos de esta venida en las personas y los acontecimientos, y no nos hemos sentido interpelados para «renovarlo todo» en nuestra existencia, entonces el Adviento son sólo hojas del calendario que van pasando, y no la gracia sacramental que Dios habla pensado.
Tenemos que decir desde lo profundo de nuestro ser: «Oh Dios, restáuranos», «que amanezca en nuestros corazones tu Unigénito, y su venida ahuyente las tinieblas del pecado y nos transforme en hijos de la luz» (oración). Y decirlo con voluntad sincera de dejar que Dios cambie algo en nuestra vida.
c) Más aún, los cristianos somos invitados a ser Elías y Bautista para los otros: a ser voz que anuncia y testimonio que contagia, y contribuir a que otros también. en nuestra familia, en nuestra comunidad, se preparen a la venida del Señor, y se renueve algo en nuestro mundo, y suceda de veras esa señal que anunciaba el profeta, que «se reconcilien padres e hijos».
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