Como se ve por la conversación de la madre de Mason con su hijo en la película“Boyhood” (R. Linklater, 2014), nos resistimos a pasar la vida renunciando a “creer que hay algo más”.
La pregunta por el sentido de las cosas ha estado desde siempre vinculada al asombro y la atención hacia la realidad, que es el principio tanto de la filosofía como de la ciencia. La cuestión del sentido es una de las cuestiones fundamentales tanto para la razón como para la fe.
La cuestión del sentido ante la razón y la fe
1. La cuestión del sentido ante la razón y la fe. La modernidad “desencantó” el mundo. Y desde entonces y hasta ahora la cultura tecnológica nos lleva a vivir muy de prisa, ansiosos por manejar la realidad antes que por contemplarla. Pero es una trampa, porque todos llevamos dentro una visión del mundo y del hombre, más o menos verdaderas, aunque no nos demos mucha cuenta de ello, y necesitamos comprobar que esa visión es adecuada. Como también llevamos dentro una apertura hacia fuera de nosotros mismos, que llamamos trascendencia. El hombre, decía Pascal, sobrepasa infinitamente el hombre.
La cuestión del sentido no es solamente una cuestión de religión, sino que en ella se juega la vida humana de tejas abajo; toda vida humana, con su razonabilidad, sus experiencias y las relaciones que establece entre las personas. Es cierto que las religiones intentan responder –con respuestas que no tienen el mismo valor– a la pregunta por el sentido con la búsqueda de Dios. Pero Dios es también y ante todo una cuestión de razón, la más grande y primera de todas las cuestiones. Así es porque nos remite a las preguntas fundamentales del hombre, a sus aspiraciones a la verdad y a la belleza, a la felicidad y a la libertad. Y a la existencia de Dios se puede llegar por la mera razón. Muchos grandes sabios y otras muchas personas lo han hecho, no ciertamente sin dificultades.
“La relación con Dios –se ha dicho– es constitutiva del ser humano, que ha sido creado por Dios y destinado a Dios: por su propia estructura cognitiva busca la verdad, tiende al bien en la esfera volitiva, y en la dimensión estética es atraído por la belleza”[1].
En su célebre ensayo “El hombre en busca de sentido” (1945)[2], donde recoge sus observaciones en los campos de concentración durante la época nazi, el psiquiatra vienés Viktor Frankl propone que todas las personas buscamos o debemos buscar un sentido de nuestra vida. Y que no podemos vivir sin ese sentido.
Ciertamente, explica, el sentido total de la realidad –el significado de la vida en términos generales– y de la historia nos sobrepasa, porque no somos Dios. Pero necesitamosabrirnos a ese sentido por medio de la razón y también de la fe. Detengámonos en esta última afirmación, primero respecto a la razón y luego respecto a la fe.
Primero la razón, en su vinculación con la experiencia personal y social, nos lleva a la conclusión de que la pregunta más inteligente no es el “porqué” nos sucede esto o lo otro, especialmente si es algo muy dificultoso; sino el “para qué”, qué nos pide la vida con ello.
Ante la pregunta por el sentido de la vida, afirma Frankl: “En realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros”[3].
Desde su experiencia humana y desde el ámbito riguroso de su ciencia apunta: “Vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo”[4]. La voluntad de sentido para muchas personas –añade– es sencillamente cuestión de hecho y no de fe. La búsqueda de sentido es algo primario en el hombre y no un mero mecanismo instintivo de defensa. Nosotros no inventamos el sentido de nuestra existencia sino que lo descubrimos.
En segundo lugar, la fe. Afirmar que necesitamos de la fe, no es, para Frankl, saltar de repente a la religión, abandonando la experiencia humana cotidiana; pues todos vivimos continuamente ejercitando la fe humana en otros, confiando en quienes nos sirven a diario en la sociedad: en el farmacéutico y el arquitecto, en el conductor del tren y en el vendedor de pan.
Ante todo nuestros padres, y también otros educadores y muchas otras personas, nos ayudan a situarnos en la vida y mejorar su calidad, construyendo sobre lo que hemos recibido de otros. Por eso ni el racionalismo ni el empirismo cientifista pueden aportar el sentido a la vida que la razón humana y la experiencia humana encuentran, cuando se relacionan entre sí y con las tradiciones de la vida social.
Tampoco pueden responder al sentido de la vida planteamientos como el puro materialismo o el hedonismo, el relativismo o el nihilismo. Como le dice la madre de Mason a su hijo en la película “Boyhood” (R. Linklater, 2014), nos resistimos a pasar la vida renunciando a “creer que hay algo más”. Esto le acontece cuando ha trascurrido la mitad de su vida, con tantas idas y venidas buscando la felicidad, y ahora, de repente, lo único que ve venir es su funeral.
Otras respuestas al sentido de la vida como el esoterismo o el espiritismo, o el suicidio –siempre un error, cuando no consecuencia indeseable de una enfermedad– como salida a una negación del sentido, representan un fracaso de la búsqueda del sentido. La existencia de la búsqueda de sentido es una “llamada” a la libertad humana que pide una “respuesta” adecuada, apela a la responsabilidad de todos y de cada uno.
La fe, respuesta "responsable" al sentido de la vida
2. La fe cristiana como “respuesta responsable” al sentido de la vida. La fe religiosa, y la fe cristiana particularmente, es una respuesta a esa búsqueda del sentido. Respuesta bien razonable, pues se sitúa en continuidad con la confianza que es básica para la vida humana y social. Y al mismo tiempo la fe cristiana supone una radical novedad, al abrirse a un sentido que no “hacemos” nosotros, pero que necesitamos.
Como observa Joseph Ratzinger en su “Introducción al cristianismo” (primera edición en 1968), la fe es aquella orientación, aquella donación de sentido sin la cual el hombre no puede vivir; pues no solo necesita el pan de los hechos, sino también la palabra, el amor y la inteligencia. Un sentido que no puede ser hecho o inventado, sino solamente recibido.
La fe cristiana es respuesta a la búsqueda del sentido, decíamos. Y no solo en cuanto que ilumina lo que otras respuestas dejan en tinieblas; sino también en cuanto que la fe implica “responder” con toda la vida a ese sentido del acontecer, entrevisto primero por la razón y luego confirmado por la revelación cristiana. Implica por tanto la “responsabilidad” de aceptar que en Dios se encuentra el sentido de la vida, de la historia y de todas las cosas; y la decisión y la constancia de obrar en consecuencia por amor a Dios y a los demás y al mundo creado, pues todos ellos son criaturas de Dios.
“Creer cristianamente –ha señalado J. B. Torelló– significa confiarse a aquel sentido que me sostiene y sostiene al mundo; aceptarlo como firme fundamento, sobre el cual puedo estar sin temor. (…) Creer cristianamente significa concebir nuestra existencia como respuesta a la Palabra, al Logos que sostiene todas las cosas y las mantiene en el ser. Quiere decir, afirmar que el sentido que no nos construimos sino que tan sólo podemos recibir, nos ha sido ya dado, y que no tenemos más que aceptarlo y abandonarnos a él. Según esto, la fe cristiana es aquella opción a favor de un recibir que antecede al hacer, con lo que el hacer no se desvirtúa ni se declara superfluo”[5].
Añade Torelló que el sentido de la vida puede entenderse como dirección y como significado. Como dirección, porque nos señala el camino que conduce a la meta que nos proponemos –siguiendo nuestro profundo anhelo de verdad y de amor–, es decir, el encuentro con Dios y la vida eterna, tras una vida vivida como don amoroso a los demás, especialmente a los más necesitados. Como significado, el sentido de la vida se resuelve también en la línea de la autotrascendencia personal hacia la verdad y el amor, que la revelación cristiana ilumina y hace posible.
Por tantos motivos la cuestión del sentido de la vida es un gran tema para la educación en general y para la educación de la fe.
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