–En la América hispana el poder lo tenían los españoles. Y quienes tienen el poder –es una ley inexorable– oprimen a sus súbditos.
–Le recuerdo otra ley inexorable. Quienes no conocen la historia verdadera, piensan y hablan expresando sólo su ideología, no las realidades del pasado. Y hablando de lo que ignoran, mienten, aunque no se den cuenta.
–Leyes indianas muy buenas, ¿pero se cumplían?
Es indudable que la Corona española, asistida por los misioneros, teólogos y juristas más valiosos, procuró desde el principio con gran empeño leyes justas, que fueran favorables a los indios. El historiador norteamericano Lewis Hanke, en su obra sobre La lucha por la justicia en la conquista de América (1949, 17), declara en su prólogo que «la conquista de América por los españoles… fue uno de los mayores intentos que el mundo haya visto de hacer prevalecer la justicia y las normas cristianas en una época brutal y sanguinaria». Efectivamente, puede decirse que la Corona española fue siempre en América, con los misioneros, con las leyes y con las autoridades civiles, la principal protectora de los indios.
Hoy se reconoce con una considerable unanimidad que las leyes hispanas de Indias fueron muy buenas, y que en muchas cuestiones pudieron servir de modelo a otras legislaciones posteriores. Pero con frecuencia se añade que «no se cumplían», con lo que se desvirtúa prácticamente la afirmación anterior. Pues bien, las leyes civiles y penales, ciertamente, sean nacionales o internacionales, con gran frecuencia se incumplen, o se cumplen a medias. «Puesta la ley, puesta la trampa». Desde el pecado original, en todas las épocas de la historia de la humanidad los fraudes, los privilegios injustos, la devaluación de los pobres, los delitos en la vida laboral, empresarial, comercial, etc., muchas veces conocidos, pero impunes, han abundado con lamentable frecuencia. Basta con que consideremos todo esto mirando el tiempo en que vivimos.
Pero es indudable que las leyes justas producen un influjo benéfico; así como las injustas promueven conductas y costumbres criminales –las leyes, por ejemplo, que reconocen «el derecho» al aborto–. En este sentido observa el padre Lopetegui, «las leyes, y más cuando se urgen periódicamente, acaban por forjar una opinión, una conciencia, una norma de conducta. Y esto indudablemente se dio también en las Indias Occidentales en un grado apreciable, especialmente cuando, después de las primeras guerras [que duraron poco], se entró en un período de paz y de prosperidad relativa» (Historia 102).
Es cierto que para afirmar que «las leyes no se cumplían» en las Indias, donde las autoridades más altas quedaban a veces tan lejanas, podrá citarse una gran batería de hechos abusivos y criminales comprobados. Pero la frecuencia de los recursos judiciales, las sentencias penales formuladas y cumplidas, la dureza de algunas resistencias, incluso armadas, que a veces se produjeron contra ciertas leyes, «los mismos nimios detalles de ciertas ordenanzas, las consultas continuas a virreyes o gobernadores, y de éstos a Madrid, con la repetición machacona de las mismas disposiciones, indican bien que se cumplían en grado apreciable» (103).
–El juicio de residencia
El cumplimiento de las leyes en las Indias se vio considerablemente favorecido por los juicios de residencia establecidos por el derecho castellano e indiano, y que velaron por la justicia de los gobernantes desde el siglo XVI hasta comienzos del XIX, con las repúblicas. En ellos, las autoridades civiles de la Corona, por altas que fueran –aunque fueran virreyes, presidentes de Audiencias, gobernadores, alcaldes, notarios, alguaciles–, al terminar su mandato, no podían abandonar el lugar sin someterse antes a un proceso en el que respondieran de sus hechos o de sus omisiones en el tiempo de su gobierno, afrontando ante el juez de residencia cuantas reclamaciones fueran presentadas. Todos los virreyes, concretamente, tenían que sufrir este juicio, que era sumario y público, antes de que su cargo fuera ocupado por un sucesor.
Personajes como Hernán Cortés hubieron de someterse a este juicio. Si el resultado era positivo, podía influir en posibles ascensos. Pero si era negativo podía terminar en multa, en cárcel o en inhabilitación temporal o de por vida para cargos de gobierno. En ocasiones se producían también visitas, respondiendo a veces a abusos, en las que un visitador nombrado para el caso por el rey, examinaba in situ las denuncias habidas, tomando luego las medidas adecuadas.
Los juicios de residencia se realizaron con frecuencia, y quien los ha estudiado, como el profesor argentino José María Mariluz Urquijo (1921-), estima que en los «tres siglos de gobierno español en América… no se escatimaron esfuerzos para lograr la máxima efectividad de las residencias, y lo que es más, esos esfuerzos dieron buen resultado» (Ensayo 293).
–La ley manda en España y en América hispana
Después del primer viaje de Colón, como sabemos, el papa Alejandro VI otorga a los Reyes Católicos el dominio sobre todas las tierras descubiertas por sus enviados. Así lo dispuso en el breve (documento pontificio de menor entidad que una bula) Inter cætera (3-V-1493), entregado a Fernando e Isabel, reyes de Castilla y Aragón. Y como dice Pedro Borges, «desde el momento en que los monarcas españoles» asumieron esa autoridad, «la Corona española consideró siempre suya, y de hecho le incumbía, la responsabilidad espiritual de América y, por lo mismo, la del envío a ella de los misioneros necesarios como único medio para responder de dicha responsabilidad» (AV, Evangelización 577).
Pues bien, esa «responsabilidad espiritual» no sólo exigía la evangelización de las Indias, sino también la creación de unas sociedades gobernadas por leyes, no por el dominio arbitrario de unos descubridores o «colonizadores». El imperio de la ley estaba, pues, vigente tanto en España como en América hispana, estableciendo un Estado de Derecho. Así está expresado en las Leyes de Indias, leyes castellanas-indianas.
Se ignora con frecuencia que durante tres siglos, un peruano o mexicano era tan español como un andaluz o un aragonés, y que la solicitud jurídica de los Reyes hispanos llegaba con igualdad a todos sus reinos.
En este aspecto, como bien observa Salvador de Madariaga, «la idea de colonia en su sentido moderno no existía en la España del siglo XVI. Méjico una vez conquistado vino a ser otro de tantos Reinos como los que constituían la múltiple Corona del Rey de España, en lista con Castilla, León, Galicia, Granada y otros de la Península, con Nápoles y Sicilia y otros de Ultramar –reinos de todos los que el Rey de España respondía ante Dios–» (Cortés 543-544). Es decir, «la colonización en el sentido moderno de la palabra, el desarrollo económico de un pueblo atrasado a beneficio de la metrópoli, no existía todavía» (47).
Este planteamiento colonizador-explotador, sin embargo, se fue haciendo presente ya en el siglo XVIII, con el espíritu de la Ilustración, y se impuso con toda su dureza cuando los indios no estaban ya gobernados por las leyes y autoridades de la Corona española, sino por los terratenientes, empresarios y autoridades de las Repúblicas liberales, nacidas al principio del siglo XIX.
–El favorecimiento de los indios
Los poderosos infringen las leyes en perjuicio de los pobres cuando pueden hacerlo impunemente. El historiador francés Jean Dumont (1923-2001), en su obra La Iglesia ante el reto de la historia (Encuentro, Madrid 1987), asegura que en la conquista de la América hispana «el protectorado que favorecía a los indios por encima de todo, no es discutible»… «Y lo que el historiador americano Lewis Hanke llamó “la lucha española por la justicia” en beneficio de los indios… fue una política sistemática, que empezó a ser aplicada antes incluso del testamento de Isabel la Católica (1504)» (136). «Nació porque se quiso sinceramente que, por encima de todos los límites humanos, las leyes en el Nuevo Mundo fueran justas y las acciones morales» (137).
«Para tranquilidad [de conciencia] de la Corona y para hacer respetar su voluntad, la Corona española disponía, además del apoyo de los religiosos, de un importante grupo de hombres de confianza, los jueces de sus audiencias (instancias superiores de justicia y de control administrativo). En la misma España frecuentemente se les ve defender los derechos y los bienes de los aldeanos o campesinos más modestos contra los intentos de usurpación de los señores más poderosos, muy cercanos a la Corona. En esta misma época, por ejemplo, se les ve condenar al duque de Medina Sidonia, auténtico rey de Andalucía, ante las quejas de sus campesinos, a quienes había intentado arrebatar el disfrute de sus tierras colectivas. Se trata de los oidores de las audiencias o cancillerías», que protegieron eficazmente los derechos de pueblos pobres. «Estos [oidores], salvo algunas excepciones, asegurarían rigurosamente la misma protección legal de los indios de América. Una protección que ya había sido iniciada por los religiosos en contacto directo, y que muy pronto agradecen los indios.
«Son numerosos los testimonios de esta protección legal de los indios –especie de prolongación de la que se aseguraba a los campesinos de España– y del afecto que sentían los indios por los religiosos, y también del estado “muy favorecido” de los indios» (137-138).
Sigue el texto de Dumont: «Citemos uno de esos testimonios, incontestable por cuanto procede de un visitante extranjero de México y protestante, el comerciante inglés Henry Hawks, que pasó cinco años en Nueva España y que en absoluto estaba predispuesto a incensar a los españoles, ya que fue condenado al destierro por la Inquisición en 1571. En su Relación escrita a instancias de Mr. Richard Hakluyt, redactada a su vuelta a Inglaterra, en 1572, se lee:
«Los indios son muy favorecidos por la justicia, la cual los llama sus huérfanos. Si algún español les ofende o les causa perjuicio, le desposeen de alguna cosa (como ordinariamente sucede), y si esto sucede en un lugar donde hay justicia, el agresor es castigado como si el ofendido fuera otro español». Los abusos de los españoles sobre los indios se producen en lugares donde no hay autoridades civiles y judiciales. «El indio disimula su resentimiento hasta que se presenta la ocasión de darlo a conocer. Entonces, tomando consigo a uno de sus vecinos, se va a México a interponer su denuncia, aunque haya veinte leguas de camino hasta la capital.
«La denuncia es admitida en el acto. Aunque el español sea un noble o un caballero poderoso, se le manda comparecer inmediatamente, y es castigado en sus bienes e incluso en su propia persona, con prisión, como mejor parece a la justicia.
«Ésta es la razón por la que los indios son sujetos tan dóciles: si no fueran favorecidos de este modo, los españoles terminarían rápidamente con ellos [como ocurrió en el norte de América], o bien ellos mismos asesinarían a los españoles» (139).
«Este testimonio contemporáneo, en boca del inglés Hawks, conforma el estudio concreto de los archivos realizado por el mexicano Zavala sobre la suerte corrida por los indios en la colonización en su plena madurez. Y los dos se ven confirmados por los testimonios de los evangelizadores más comprometidos en la defensa de los indios en el siglo XVI.
«En 1555, el franciscano Motolinía escribe a Carlos V que la situación de los indios de México se compara favorablemente a la de los campesinos de Castilla, y que ellos disponen de medios eficaces de defensa. En 1563, los dominicos de Guatemala, antiguos compañeros de Las Casas en este país, escriben a éste, vuelto ya a España, que las encomiendas aseguran a los indios unas condiciones de vida muy satisfactorias» (140).
–Vigencia actual de la Leyenda Negra
A partir del protestantismo de Lutero (1517) y de la masonería (1717), siempre se ha mantenido viva una Leyenda Negra, que, falsificando la historia, ha denigrado sistemáticamente las grandes obras realizadas por la Iglesia Católica, es decir, por Cristo. Y muy especialmente la evangelización y civilización de la América hispana.
Y a este dato constante durante cinco siglos, se ha añadido en los últimos decenios otro aún más penoso y maléfico, un novum innegable: una buena parte del pueblo católico, especialmente del clero y de los teólogos, de los Obispos y Cardenales, han asimilado la Leyenda Negra más o menos, bajo la presión protestante, masónica, liberacionista, indigenista y del Novus Ordo Mundi (NOM).
Pero nuestro Señor y Salvador Jesucristo vive y reina sobre las naciones por los siglos de los siglos. Amén.
José María Iraburu, sacerdote
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