Lo primero que hay que dejar claro de mi viaje a Florencia es que la catedral de esa ciudad es el Hannibal Lecter de las catedrales. Su fachada estilo falso gótico del siglo XIX siempre me pareció horrible en las fotos, al natural todavía es peor. Prefiero mil veces la fachada de la estación de tren de Saint Pancras que no esta pared de mármol que me recuerda vagamente a un pastel de bodas.
El interior del templo es desolador. A mí me suelen gustar casi todas las catedrales. Pero dentro de este templo me preguntaba dónde estaría la catedral. La decoración de sus paredes era patética, la organización de los elementos en torno al presbiterio parecía haber sido dispuesta por un mono loco.
Me diréis que, al menos, me gustaría la pintura de la cúpula. Vaya por delante que casi nunca me gusta una cúpula cubierta de pinturas. Así que empezamos mal. Pero encima, en ésta, cuando subí a la cúpula me entró un vértigo tremendo. Me recuerdo inclinado hacia delante, con las rodillas dobladas, mirando más hacia el lejano suelo más que a la cúpula. Apenas miré las pinturas que, para animarme, no dejaban de poner ante mis ojos escena tras escena del infierno. Entre el suelo de allá abajo, muy abajo, el infierno sobre mi cabeza y la turista de delante que iba poco rápida para mi gusto, ya os podéis imaginar que lo que más me gustó de la cúpula fue cuando llegué a la escalera de bajada.
Eso sí, la escalera me gustó mucho.
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