Homilía para la Vigilia Pascual 2017
Los orígenes de esta fiesta son muy antiguos, y ella es un punto de unión entre la fe cristiana, la historia de Israel y la historia de las religiones de la humanidad en general. En opinión de Ratzinger, aquí como en los otros temas, sólo puede entenderse lo específicamente cristiano teniendo en cuenta su imbricación con el resto de los esfuerzos de los hombres por encontrar a Dios, por encontrar su salvación. Lo cristiano no es salto paradójico, como quería hacernos creer la teología dialéctica, por el contrario, está enmarcado en el contexto general de la historia humana, y lo incluye dentro de sí, de forma que lo que existía antes de ella sigue manteniendo su valor dentro de un marco más grande y de un nuevo contexto.
El primer aspecto de esta fiesta pascual pertenece a lo que podemos llamar «religión natural»: se conmemora la resurrección de la luz, la resurrección de la vida. El sol que sube en el cielo y la naturaleza que se despierta le dan al hombre la seguridad de que el poder de la muerte no es quien tiene la última palabra. Se celebra, pues, el triunfo de la vida, la resurrección, la certeza de que el oscuro misterio de la muerte está en función del misterio de la vida; que de la muerte sale la vida: «Nadie puede herir al mundo, los arañazos no pasan de la piel». El grano de trigo debe morir, para poder producir nueva vida: la muerte es un medio de la vida; la vida vive de la muerte, se renueva a través de ella, avanza año a año. El misterio de la muerte y la resurrección se convierte en el contenido central de todas las religiones. El conocimiento en torno a esta realidad aumenta al ver que el mundo se mantiene sobre la muerte, y que vive gracias a ella, que el mundo procede del sacrificio, que sólo el sacrificio es verdaderamente creador.
La otra dirección consistiría en la renovación de la conciencia de que el sacrificio ha sido y es la fuerza creadora que ha hecho comenzar todo de nuevo. ¿O es que vamos a ser incapaces de comprender lo que han visto los pueblos de la India —y no sólo de la India—: que sólo la entrega crea la vida, que sólo la renuncia permite el progreso, que el mundo se basa en esta realidad del «sacrificio»?
En Israel, junto a este significado natural de la fiesta de la pascua había otro de carácter histórico-político. En esa concepción, el hombre ya no recibe la vida directamente de la naturaleza, sino dentro del ámbito de su pueblo y de la historia de ese pueblo. La orientación histórica se sobrepone a la situación natural. Y la pascua (passah) se convierte en conmemoración de la liberación de Israel de su esclavitud en Egipto, que representa también su constitución en pueblo. La concepción antigua sigue en vigor, pues se tiene conciencia que su constitución como pueblo surge del sacrificio, de que la nueva vida procede de la muerte: la muerte de la primogenitura egipcia, y la sangre del cordero, que preservaba los dinteles de los israelitas de la intervención del ángel exterminador. Y la celebración de la pascua consistía en la repetición de la muerte del cordero y del banquete del sacrificio. Año tras año se recibía de nuevo el acto fundador de su historia, la existencia como pueblo, en ese sacrificio inicial. En las muchas desgracias que sufrió Israel a lo largo de su historia tomo conciencia de que un pueblo no puede vivir solamente de su pasado, que sin futuro no existe salvación posible para el presente. De modo que la mirada se fue dirigiendo cada vez menos hacia la salvación pasada y cada vez más hacia la futura. El recuerdo se convierte en esperanza; el recuerdo en el entonces pasado se convierte en súplica a Dios para que lleve a término lo ya comenzado, para que «salve» a Israel.
¿Pero qué tiene que ver todo esto con la resurrección de Cristo, que es el auténtico contenido que se celebra en esta fiesta? La resurrección está en estrecha relación con los dos planteamientos de la historia de las religiones que acabamos de considerar. Cuanto más profundizó el hombre en su interioridad, tanto más se dio cuenta de que el triunfo de la vida, por el que la necesidad de la muerte se convierte en posibilidad de renovación, no es un triunfo del que el hombre particular saque provecho; pues, si es cierto que la vida continúa, eso no cambia en nada la realidad de que él, una vez muerto, permanece en la muerte. De este modo la conciencia del poder creador de la muerte toma una forma melancólica, diríamos que incluso trágica. ¿No es acaso la vida tan sólo un juego de la voraz muerte, con el que ella se entretiene? ¿No es en realidad la muerte la única que tiene poder, y la vida está a su servicio? Estas preguntas, y otras semejantes que se han formulado los hombres, han encontrado acertada expresión en la mitología hindú, así por ejemplo cuando dice: «Y en cuanto el hombre hubo creado el tiempo, quiso devorarlo, pero le resultaba escaso; entonces creó los hombres, los animales y las cosas y todos los devoró inmediatamente». No estamos, pues, ante una fuerza creadora, sino ante una fuerza destructora, ciega y cruel, que sólo deja surgir nuevos seres para devorarlos. Cuando se van abriendo camino estos sentimientos, las esperanzas e ideologías políticas tampoco pueden prestar mucha ayuda. Pues el futuro que prometen los movimientos políticos tampoco es un futuro para el hombre que vive y sufre en este momento. Y la vida del hombre vale demasiado, su exigencia es tan definitiva, que no puede quedar satisfecha con la creación de unas condiciones que posibiliten el futuro, mientras él queda privado de su más alta aspiración.
La fe en la resurrección de Jesús viene a decir que hay un futuro para cada hombre, que la aspiración a la infinitud, viva en todos los hombres, tiene una respuesta. A través de Jesús podemos llegar a conocer dónde está la victoria del amor; él mismo es el lugar donde se encuentra esa victoria, y nos llama a que lo seamos también nosotros, con él y desde él. Nos llama a que mantengamos ese lugar abierto al mundo, para que él, el amor que se fue, pueda volver continuamente al mundo. Es verdad que no nos encontramos en un mundo sano y salvo. La figura de Jesús crucificado se alza en contra de las palabras de aquel poema: «Nadie puede herir al mundo, los arañazos no pasan de la piel», poniendo de manifiesto la realidad de un mundo que pudo herir a su mismo Dios. Pero el mundo tampoco es un juego sin sentido de la muerte voraz. Existe el lugar del amor que se fue, porque Dios ha venido al mundo gracias a la herida mortal de Cristo.
Esta certeza es fundamento. Cristo resucitó, las apariciones del Resucitado, del viviente, como dice en griego, no son la resurrección, son un reflejo. Y constituyen una fuente de relaciones personales que se han de entablar con él. Este es el fundamento: la última palabra es la Vida, que tenemos que aceptar, vida que le da sentido al sufrimiento, esto lo meditábamos ayer, y que cuando se comprende hace vivir la comunión que meditábamos el jueves. Si entramos en esta dinámica el hombre a pesar de la limitación de esta vida, puede experimentar una alegría profunda, que en la liturgia tiene un lugar y sentido peculiar: es el aleluya.
Este elemento de la liturgia pascual «el nuevo cántico»: el aleluya. Es cierto que el cántico nuevo, en el sentido pleno, no lo cantaremos hasta que en el «mundo nuevo» Dios nos llame «por nuestro nombre» (Ap 2, 17), cuando todo haya sido creado de nuevo. Pero en la gran alegría de la noche pascual podemos percibir ya algo de eso. Pues el canto, y sobre todo el del nuevo cántico, no es otra cosa que la forma de expresar la alegría. Si de los santos del cielo se dice que cantan, esto es una imagen para decir que su ser entero está traspasado de alegría. De hecho el canto indica que el hombre abandona los límites de la sola razón y entra en una especie de éxtasis. Esta esencia del canto, en el que más allá de los límites de la razón se expresa el hombre todo entero, encuentra su perfección en el aleluya, el himno en el que más puramente se refleja lo que es su esencia. La palabra «aleluya» tiene su origen en una expresión hebrea que viene a significar «alabad a Yahvé». Pero en la liturgia de la noche pascual este significado no tiene excesiva importancia; si la hubiese tenido, entonces se hubiera traducido la palabra, en lugar de tomarla tal cual. Pero no se trataba de algo que sea traducible; porque el aleluya es la alegría que se canta a sí misma porque no tiene palabras para expresarse, porque está por encima de todas las palabras. Se asemeja a ciertas formas de júbilo que hay en todos los pueblos, como un milagro de alegría, de poder estar contentos, que los atraviesa a todos. Agustín escuchó ese cantar sin palabras en los campos y las viñas de su país, y predicó sobre ello de forma maravillosa. Tomando las palabras del salmo: Bene cantate ei cum iubilatione (Sal 32, 3), dice:
¿Qué quiere decir, cantar con «iubilatio»? Quiere decir, no poder expresar con palabras lo que se siente en el corazón. Cuando los que recogen la cosecha en el campo o en la viña, se sienten alegres, sucede que, a causa de la inmensidad de su alegría, no encuentran palabras. Entonces renuncian a las sílabas y a los vocablos, y su cantar se convierte en Jubilus. El Jubilus es un sonido que indica que el corazón quiere proclamar lo que no es capaz de decir. ¿Y a quién corresponderá ese Jubilus con más motivo que a aquel que es inefable? E inefable es aquel a quien tus palabras no pueden abarcar. Y si tú no puedes expresarlo, pero tampoco puedes callarlo, ¿qué te queda más que el júbilo? Qué otra cosa te queda, más que la alegría sin palabras de tu corazón, y que la inconmensurable magnitud de tu alegría desborde todos los límites de las sílabas. Cantad con júbilo al Señor (En 2 in ps 32 s 1, 8).
Ese cantar se realiza plenamente en el aleluya. Este es expresión de una alegría que salta por encima de todos los diques al tiempo que los limpia. Si el canto del aleluya es un elemento del drama simbólico de la liturgia pascual, este elemento es en el fondo el hombre mismo, en el que se encuentra esta posibilidad primigenia del canto y del júbilo. Es como un primer des-cubrimiento de lo que seremos una vez: todo nuestro ser será una gran alegría. ¡Qué panorama tan maravilloso! ¿No debería ser motivo suficiente para que en esta noche olvidásemos todas nuestras minucias, que nos oprimen y nos atemorizan, y nos dejásemos invadir por esa gran posibilidad, que en cuanto nuestro futuro ya está latente en nosotros, y cantásemos de corazón: Aleluya?
Que María nos ayude a tener la certeza de la Resurrección de su Hijo y que al renovar nuestra promesa bautismal nos dejemos llevar por esta corriente de amor y comunión que el señor nos ofrece desde su misericordioso y traspasado corazón. Felices Pascuas.


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