Pero no todo el Florencia eran turistas. Debajo de la gruesa capa de turistas, yacía una ciudad. Admirable el monasterio de Santa María Novella. Lo disfrute en cada uno de sus rincones.
Recorriendo sus claustros, trataba de imaginarme a más de un centenar de franciscanos yendo y viniendo dedicados a sus tareas, trabajando o paseando. Ese monasterio cuando tuvo vida debió ser todo un mundo. Cualquiera que entrase en ese mundo debía quedar extasiado ante una clausura que parecía una pequeña ciudad. Una ciudad de ciencia teológica, práctica de la virtud y oración. ¿Cuántos frailes de hábitos pardos debieron congregarse en su sala capitular? ¿Doscientos?
En el otro extremo de la ciudad estaba la Iglesia de la Santa Croce, otro emporio conventual. Claustros en los que pululaban los hábitos blancos de los dominicos. En invierno todos cubiertos con sus capas negras. La iglesia más bonita de la ciudad considero que es la de la Santa Croce. Qué acumulación de belleza entre sus muros. Belleza, no lujo. La belleza es algo distinto al lujo, a veces muy distintos. Ninguno de esos dos conventos contenía lujo alguno.
Lo mismo que hoy ya no existen los dinosaurios, tampoco existen estos colosos conventuales. Únicamente unas condiciones muy concretas permitieron que aparecieran estos prodigios arquitectónicos y humanos.
En la foto se me ve en el claustro del convento dominico de San Marcos. Lo que llevo en la cabeza es mi birreta. Esta prenda tiene varias funciones:
-se me quema la calva
-me duele la cabeza
-me protege de golpes en el cráneo cuando atravieso puertas pequeñas en edificios antiguos, franciscanos, por ejemplo
-me da una pátina de tradicionalismo, algo necesario después de algunos posts
Cuando hace sol, siempre salgo con ella plegada en mi bolsillo. El tercer uso, protector de golpes, no debe ser desdeñado. El cuarto uso tampoco. A veces se logra más con una birreta que con muchos razonamientos.
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