Homilía para la Acción Litúrgica de la Pasión del Señor, viernes santo 2017
El momento más terrible de la pasión de Jesús es ciertamente cuando exclama, en el más ex-tremo sufrimiento de la cruz: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Es una frase de un salmo, en el que Israel, doliente, torturado, despreciado a causa de su fe, le grita a su Dios a la cara su desgracia. Y este grito de oración de un pueblo al que su elección, su comunión con Dios se le ha convertido en una maldición, alcanza todo su significado en la boca de aquel que es la misma cercanía salvífica de Dios entre los hombres. Si él se sabe abandonado de Dios, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es esto el eclipse del sol histórico, en el que se apaga la luz de este mundo? Y hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito. Desde el infierno de los campos de concentración, desde la guerra de guerrillas, desde los barrios llenos de miseria, donde mueren de hambre seres sin esperanza, se oye decir: ¿Dónde estás, Dios, tú que creaste un mundo en el que continuamente puedes observar cómo tus inocentes criaturas sufren terriblemente, que son conducidas como corderos al matadero y no pueden abrir la boca?
Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano, todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado, que está en el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y sin embargo, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, ha despertado sentimientos de consuelo y de esperanza. El retablo del altar de Isenheim, pintado por Matthias Grünewald, y que es el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad, se encontraba en un convento en el que eran atendidos los hombres que eran víctimas de las terribles epidemias que azotaban a la humanidad en occidente en la Baja Edad Media. El crucificado está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que en él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que, en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintiesen identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron la cruz que debían soportar como su salvación.
Actualmente esta concepción de la salvación choca en muchos hombres con una profunda desconfianza. Siguiendo a Karl Marx, consideran este consuelo celestial para el valle de lágrimas terrenal como mera palabrería, que no soluciona nada, sino que mantiene la miseria en el mundo, con lo que tan sólo ayuda a aquellos que están interesados en mantener la actual situación. En lugar de consuelo exigen, en cambio, que quite el dolor, y quitándolo lo redima: no se trata de salvar por medio del dolor, sino de salvar del dolor; la tarea no consiste en esperar la ayuda de Dios, sino en humanizar al hombre a través del hombre mismo. Naturalmente, lo primero que se puede objetar es que no se trata de una auténtica alternativa. Pues aquellos monjes de los que hablábamos no veían en la cruz ningún pretexto que les eximiese de su tarea, que les librase de su actividad de ayuda humana bien dirigida y organizada. Con 369 hospitales en toda Europa habían construido una red de ayuda, en la que la cruz de Cristo se había convertido práctica-mente en una llamada a buscarle en los que sufren y curar su cuerpo herido, es decir, a cambiar el mundo y poner fin al dolor.
Y podemos preguntarnos si hoy, con tantas palabras sobre el humanismo como estamos oyendo, existe realmente un impulso para el servicio y la ayuda como existía entonces, decíamos anoche: comunión y aprender a ser servidores los unos de los otros. A veces se tiene la impresión de que queremos librarnos de la tarea que tenemos, y que se nos hace demasiado pesada, diciendo grandes palabras sobre ella: en todo caso, la realidad es que actualmente nos cuesta servir, nos cuesta dejarnos lavar los pies y lavarlos, nos cuesta encontrarle sentido al sufrimiento. La pregunta es: ¿cuánto tiempo puede vivir un organismo social en el que falla un órgano decisivo, que no admite trasplantes: como es el servicio por el bien común?
Por tanto, las cuestiones en torno a la actividad necesaria para la conformación y la transformación del mundo habrá que observarlas de modo distinto a como sucede en esas contraposiciones que hoy están tan de moda. Esto no resuelve por entero la cuestión que estamos tratando; pues los monjes, de acuerdo con el credo cristiano, no sólo predicaban la salvación de la cruz, sino también la salvación por la cruz, y así lo practicaban. Esto hace referencia a una dimensión de la existencia humana que cada vez se va alejando más de nosotros, pero constituye el núcleo del cristianismo, desde el que se ha de comprender la actividad humana en este mundo.
El viernes santo nos dice que los cristianos debemos dar una respuesta al mal y al dolor mostrando que a partir de Cristo el mal y el dolor, duelen, pero tienen sentido son redentores y que el mal y el dolor, cuando aprendemos a vivir en comunión y a servirnos mutuamente retroceden. Podemos y debemos trabajar contra el mal y el dolor, pero conscientes de que no podemos suprimirlos del todo.
María desde el pie de la cruz enséñanos a dar sentido a nuestros sufrimientos para que podamos ayudar a los demás.
Recemos con la liturgia bizantina: Oh Cristo Dios que voluntariamente subiste a la Cruz, concede tu misericordia al pueblo nuevo que lleva tu Nombre. Alegra con tu poder a los fieles cristianos, concediéndoles victoria sobre sus enemigos, teniendo por ayuda tu arma de paz: la victoria sin par.
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