Ayer volví de predicar un retiro espiritual al clero de Coatzacoalcos en el estado de Veracruz en México. Ha sido una semana muy agradable para mí. Todo el presbiterio, setenta sacerdotes, estaban presentes en un complejo que la diócesis ha construido. Un complejo moderno, amplísimo, con un bellisimo auditorio, con las habitaciones construidas en torno a un patio a modo de claustro.
Si la arquitectura era la mejor que me he encontrado en cualquier retiro a sacerdotes, la naturaleza no le andaba a la zaga. Nos encontrábamos en una sabana verde, llena de vida, con muchísimos árboles.
El lugar era tan agradable que hasta los mosquitos habían hecho de ese lugar su casa. Y, al caer la tarde, venían felices, numerosos, a beber nuestra sangre. Menos mal que dentro de las habitaciones, el comedor y el auditorio no nos molestaron. Pero cualquiera se quedaba a la intemperie a la hora de la caída de la tarde.
Hizo una temperatura agradable todos esos días. El ambiente era de gran camaradería y unión entre los sacerdotes. Sacerdotes muy trabajadores. Todos tenían, además de su parroquia, infinidad de comunidades en el campo y las visitaban con mucha frecuencia. Cada sacerdote visitaba de cinco a siete comunidades cada domingo.
Una cosa que me agradó muchísimo era que había una lectora que hace cinco años me escribió diciéndome que le parecía imposible que yo fuera a un rincón del mundo tan alejado como Coatzacoalcos. Ninguno imaginó que unos años después me encontraría con ella en el aeropuerto de Minatitlán. Mañana dedicaré un post a las películas vistas a bordo del avión en las doce horas de ida y diez de vuelta.
La foto no es del lugar del retiro. No hice ni una foto en toda mi estancia.
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