31 de enero.

verde roma

Homilía para el IV Domingo durante el año C

 Después de haber sido bautizado por Juan, Jesús, transcurre 40 días en el desierto, después que decide no comenzar su ministerio en Jerusalén, que era el centro del judaísmo, sino en la lejana provincia de Galilea, de donde provenía. Se pone entonces a predicar en la sinagoga de la ciudad principal de esta provincia, Cafarnaúm. Después de una primera jornada de predicación y de curaciones llena de acontecimientos, se retira de nuevo al desierto para una noche de oración, en el curso de la cual toma la decisión de dejar la ciudad de Cafarnaúm y de ir a predicar en las pequeñas ciudades y poblaciones rurales de Galilea. Esto lo conduce a su ciudad natal de Nazaret. Allí fue a la sinagoga, donde le fue presentado el rollo de la escritura, y Él leyó, como meditamos el domingo pasado, el texto de Isaías: “Yo te he enviado”. Fue entonces que dijo: “Hoy estas palabras de las Escrituras se cumplen en vuestra presencia”.

 Con estas decisiones tomadas sucesivamente, Jesús nos enseña primero de todo que la conversión a la cual nos llama consiste en un reajuste continuo y repetido de nuestras prioridades. En la película de Steven Spielberg, La lista de Schindler, Oskar Schindler le dice a su amigo Amon Goeth, algo así como que: “estamos en presencia de un verdadero poder no cuando alguno utiliza la fuerza contra otro para matarlo, sino cuando quién fue ofendido se muestra capaz de perdonar”.

 En el Evangelio de hoy tenemos una bella expresión de una fuerza similar, tranquila y serena, que se opone al poder destructivo. La gente de Nazaret, la ciudad de Jesús, está tan sorprendida por sus palabras, o como comentábamos el domingo pasado por la omisión, quizá, de la última línea de Isaías: el día de la venganza de nuestro Dios, que lo hubieran asesinado. Lo llevan fuera del poblado, conduciéndolo a una ladera de la colina donde está construida la ciudad, con la intención de arrojarlo. ¿Qué sucede entonces? Ninguna violencia, ninguna resistencia por parte de Jesús. Él se abre camino simplemente en medio de ellos y prosigue su camino. No rechaza la muerte, pero su hora todavía no ha llegado. Es el momento de manifestar el amor, simplemente no respondiendo a la violencia con la violencia, como hacemos tantas veces, creyendo que progresamos y es al revés, retrocedemos. Más tarde deberá manifestar el mismo amor  aceptando la muerte. En cada situación es Jesús que ejercita el verdadero poder, el poder del amor.

 El amor, como la conversión, requiere de nosotros un reajuste constante de nuestras prioridades. Pablo lo enseña en su primera carta a los Corintios. Después de haber insistido sobre la gran diversidad de dones que hacen una comunidad, nos dice que debemos aspirar a dones más perfectos. Y el don más grande de todos es el amor. Puedo hablar todos los idiomas, dice san Pablo; puedo tener el don de la profecía y comprender todos los misterios, puedo dar todos mis bienes a los pobres; pero si no tengo amor, es todo inútil.

 San Pablo describe después la cualidad del amor verdadero: es paciente, amable, no es celoso ni quisquilloso, no se reniega nunca. Las profecías cesarán, todo lo demás pasará, pero quedará el amor.

Profecía es una palabra que aparece en cada una de las tres lecturas de hoy y que las unifica en un solo mensaje. A cada uno de nosotros, como a Jeremías, el Señor le dice: “Antes de formarte en el seno materno, yo te conocía… te he establecido como profeta de las naciones”. Nosotros estamos llamados a ser profetas (Se dice al ungir con crisma al recién bautizado: “…ahora te unge con el crisma de la salvación para que permaneciendo unido a Cristo sacerdote, profeta y rey, vivas eternamente. Amén”). Todos estamos llamados a continuar la misión de Jesús, que se ha identificado con los profetas del Antiguo Testamento, a Isaías, del cual cita las palabras, pero también a Elías y a Eliseo que fueron enviados a las naciones en una época en la cual Israel estaba convencido de poseer en exclusiva el amor de Dios. El mensaje de Jesús es que su misión, como el amor de Dios, no tiene límites ni fronteras. Este llamado es para todos. Sobre todo en el año de la Misericordia.

Extender a todos este amor, de manera incondicional, es el modo al que fuimos llamados a ser profetas, y este modo requiere la conversión: ese ajuste constante de nuestras prioridades, del cual hablábamos.

 Después de explicar por qué la envidia es enemiga de la misericordia dice San Ambrosio: “¿Por qué el Profeta no curaba a sus hermanos y conciudadanos, no curaba a los suyos, mientras curaba a los extranjeros, aquellos que no practicaban la ley y no tenían la misma religión, sino porque la curación depende de la voluntad, no de la nación a la que se pertenece, y porque el beneficio divino se concede a quien lo desea y lo invoca, y no por derecho de nacimiento? Aprende entonces a orar por eso que deseas obtener: el beneficio de unos dones celestiales no toca en suerte a los indiferentes”. (Ambrogio, In Luc., 4, 46 s. Lezionario “I Padri vivi” 174).

 El amor y la conversión, finalmente, requieren la oración, ella es esencial para vivir en comunión con Dios y reaccionar según él. No podemos ser indiferentes debemos rezar. Solo si nuestra prioridad es Dios y su amor, nuestra vida irá mejorando, de lo contrario, con suerte nos mantendremos, pero para finalmente apagarnos, porque si no tengo amor no soy nada.

 Que María nuestra madre nos enseñe a recibir y a vivir del amor y la misericordia que Dios nos da.


12:18
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