(360) Santidad-3. Santidad moral y psicológica

Niña pensativa

–¿O sea que a lo mejor soy yo sin saberlo «un santo no-ejemplar»?

–Lo de no-ejemplar, en su caso, es un dato cierto. Lo de santo… es ya muy dudoso.

Santidad ontológica

El cristiano es santo porque ha nacido de Dios, que es Santo. Y el Padre, por la generación bautismal, comunica al hijo su propia vida, que es santa. Éste fue el tema del artículo anterior. Veamos ahora cómo esa santidad ontológica debe ir desarrollándose en la vida moral y psicológica.

* * *

Santidad moral y psicológica 

Consideremos el desarrollo de la vida cristiana partiendo de algunas analogías fundamentales de la vida humana.

El hombre niño es racional, pero todavía no tiene uso de razón. Por eso apenas vive como hombre, sino como animal. En efecto, la espontaneidad habitual del niño no es la que corresponde al ser humano en cuanto tal, sino la que procede del alma animal. Ahora bien, es hombre, es animal racional, y ya desde muy pequeño tiene la capacidad de ser conducido por personas adultas hacia conductas propiamente humanas, como, por ejemplo, comer con cubiertos, dar a otro un objeto, etc. Todo eso que le resulta al niño un tanto laborioso, impuesto desde fuera, aunque posible, para un animal sería simplemente imposible.

Eso sí, cuando cesa la estimulación de los adultos, el niño, abandonado a sí mismo, deja de conducirse en modos humanos, y recae en su espontaneidad animal. Ya se ve, pues, que aún no le funciona apenas el alma como humana, sino como animal;  y el alma animal también le funciona deficientemente –mucho peor que a un patito o un potrillo–, porque él está destinado a vivir como hombre, y aún no vive como tal. Aquí se ve la necesidad de hombres realmente adultos en Cristo para el buen crecimiento de los hombres niños. Y en todo esto, por supuesto, téngase en cuenta que no siempre coincide la edad biológica con la espiritual: hay niños que espiritualmente son como adultos, y adultos que espiritualmente son como niños.

El hombre adulto, por el contrario, tiene uso de razón, piensa de modo racional, se mueve por libres decisiones volitivas; es decir, vive movido habitualmente por el alma humana. Su conducta espontánea, sin necesidad de apremios normativos o de exhortaciones de otros adultos, es ya humana; por ejemplo, come, trabaja, juega, duerme, en los modos y tiempos convenientes; da lo que debe dar con facilidad, etc. Y adviértase que estos mismos actos (comer, dar), no sólo están mejor hechos que en el niño, sino que son actos causados por el alma humana en cuanto tal; son, pues, actos cualitativamente distintos a los del hombre niño, son humanos, pues proceden de conciencia racional y querer libre. En el hombre adulto el alma humana no actúa como principio extrínseco, impuesto, relativamente violento, sino en forma plenamente natural. Veamos, pues, la analogía de esto con la vida cristiana.

El cristiano carnal es aún niño en Cristo, vive a lo humano (1Cor 3,1-3). Su espontaneidad no procede del Espíritu Santo, sino del alma humana. Estando en los comienzos de la vida espiritual, todavía su alma funciona más como humana que como propiamente cristiana. Tiene, sin embargo, la naturaleza cristiana, y por eso tiene la capacidad de ser conducido por normas de la Iglesia o por cristianos espirituales hacia conductas propiamente cristianas: como, por ejemplo, puede ir a misa los domingos –cosa que a un no creyente le sería psicológicamente imposible–.

Ahora bien, cuando cesa esa estimulación de normas o de personas, el cristiano carnal, abandonado a sí mismo, recae en su espontaneidad meramente humana. Ya se ve que apenas tiene uso de fe, apenas el alma le funciona como cristiana, sino como humana. Y con el agravante de que también el alma humana le funciona deficientemente –«los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz» (Lc 16,8)–, porque él está destinado a vivir como cristiano, según el Espíritu, en fe y caridad, y su vida se degrada cuando vive a lo humano. Véase cómo eso demuestra la necesidad de cristianos verdaderamente espirituales para el crecimiento de los cristianos carnales. Los santos, pues, son necesarios en la Iglesia; no son un lujo accesorio.

El cristiano espiritual, adulto en Cristo (Ef 4,13-14), tiene uso de fe, y la caridad impulsa sus actos; y por tanto vive habitualmente movido por el Espíritu Santo. Su conducta espontánea es ya cristiana, procede de la gracia, de Dios que habita en él. Ir a misa los domingos, por ejemplo, ya no es para él una exigencia moral enojosa, violenta, impuesta desde fuera por normas o personas, sino una exigencia interior que realiza con facilidad y gozo. Y adviértase que un mismo acto cristiano (ir a misa), aunque materialmente coincida con el acto del cristiano carnal, es cualitativamente distinto, pues el acto del cristiano espiritual procede inmediatamente del Espíritu Santo, que actúa ahora en él como principio intrínseco.

Adulto pensativoLo mismo que todo niño está llamado a ser adulto, todo cristiano está llamado a ser santo: «Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre dejé como inútiles las cosas de niño» (1Cor 13,11-12). Todos los cristianos están llamados por el Padre a ser adultos en Cristo, es decir, «están predestinados a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito de muchos hermanos» (Rm 8,29). Y el Espíritu Santo, el Espíritu de filiación, actúa para ello con fuerza y constancia en el cristiano; de tal modo que para que éste permanezca como niño, viviendo a lo humano, ha tenido que haber resistido mucho y largamente al Espíritu divino.

Resumiendo: la santificación ontológica del cristiano ha de producir en él una progresiva santificación moral y psicológica. Esto es crecer en Cristo. Así se crece en la vida de la gracia.

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Santificación de todo el hombre

Así como el alma humana anima al hombre entero, a todo lo que hay en el hombre, así la gracia de Dios anima a todo el cristiano: su mente, su voluntad, sus sentimientos, su inconsciente, su cuerpo, todo lo que hay en él. A esto hemos sido predestinados por Dios, «a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), como un nuevo Adán, cabeza de una nueva raza de hombres.

El entendimiento ha de configurarse a Cristo por la fe, que nos hace ver las cosas por sus ojos. «Nosotros tenemos el pensamiento de Cristo» (1Cor 2,16; cf. 2Cor 11,10). Muchas cosas que para el hombre animal «son necedad y no puede entenderlas», para el cristiano son «fuerza y sabiduría de Dios» (1Cor 1,23-24; 2,14).

La voluntad, por la caridad, ha de unirse totalmente a la de Cristo. Y eso es posible, «pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5).

Los sentimientos, igualmente, pues nos ha sido dicho: «tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Es normal (es decir, conforme a la norma) que el cristiano espiritual participe habitualmente de los mismos sentimientos del Corazón de Cristo.

El subconsciente también ha de ser impregnado por el Espíritu de Jesús. Esto lo sabemos por principio teológico, pero también por la experiencia de los santos.

He aquí un ejemplo. Estando enfermo el jesuita Simón Rodríguez, quedó encargado de cuidarle San Francisco de Javier, que por esa razón dormía en la misma habitación. Una noche vio el padre Rodríguez que Francisco despertaba con sorprendente brusquedad. Y años más tarde el santo le explicó que en un sueño que le había sobrevenido, estaba en un mesón y una bella moza quería tentarle (Monumenta Historica S.I., Monumenta Ignatiana s.IV,t.I, Madrid 1904, 570-571). El Espíritu de Jesús –la virtud de la castidad– estaba ya tan arraigado en Francisco, que aún estando dormido, producía los actos propios de la virtud. Así como el instinto de conservación de la vida natural sigue alerta en el hombre dormido, que sueña estar huyendo de un asesino que le amenaza, así el instinto de conservación de la vida sobrenatural estaba operante en Francisco dormido. Completamente normal.

El cuerpo del santo refleja de algún modo su personal configuración a Jesucristo en su expresión física, en su mirada, en sus gestos y modo de vestir. Es también de experiencia. Pero esta configuración corporal a Cristo se dará en forma plena únicamente en la resurrección, cuando venga el Señor Jesús, «que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3,21).

Conviene que de todo esto seamos muy conscientes, pues colaboraremos mejor con la gracia del Espíritu Santo en nosotros, si sabemos ya desde el comienzo qué pretende hacer de nosotros: quiere Dios hacer hombres totalmente nuevos, santos en alma y cuerpo, de arriba a abajo.

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Santos no ejemplares

El Espíritu de Jesús quiere santificar al hombre entero, y éste, animado por esa convicción de fe, debe tender a una reconstrucción total de su personalidad y de su vida. Y muchas veces lo alcanzará. Pero otras veces, sobre todo cuando hay en él importantes carencias –de salud mental, de maestros y formadores, de enseñanza–, puede Dios permitir que perduren inculpablemente en el cristiano ciertas deficiencias psicológicas o morales que no afectan a la esencia de la santidad, pues, como hemos dicho, no son culpables. En cada hombre concreto, aunque éste sea perfectamente dócil al Espíritu Santo, la gracia divina no sana necesariamente en esta vida todas las enfermedades y atrofias de la naturaleza humana. Sana aquello que, en los designios de la Providencia, viene requerido para la divina unión y para el cumplimiento de la vocación concreta.

Permite Dios a veces, sin embargo, que perduren en el hombre deificado bastantes deficiencias psicológicas y morales inculpables, que para la persona serán una no pequeña humillación y sufrimiento. Los cristianos santos que se ven oprimidos por tales miserias no serán, desde luego, santos canonizables, pues la Iglesia sólo canoniza a aquellos cristianos en los que la santidad ontológica ha tenido una plena irradiación psicológica y moral, y que por eso son un ejemplo y un estímulo para los fieles. Éstos serán, pues, «santos no-ejemplares».

En la práctica no siempre es fácil distinguir al cristiano pecador del cristiano santo no-ejemplar, aunque, al menos a la larga, no es tan difícil. El pecador trata de exculparse, se excusa, se justifica, se conforma sin lucha con su modo de ser («lo que hago no es malo» o «no es tan malo»; «la culpa la tienen los otros»; «recibí una naturaleza torcida y me limito a seguirla»). El santo no-ejemplar no trata de justificarse, remite su caso a la misericordia de Cristo, no echa la culpa a los demás, ni intenta hacer bueno lo malo, y pone todos los medios a su alcance –que a veces son mínimos– para salir de sus concretas miserias.

Este es, sin duda, un tema misterioso, pero podemos aventurar algunas explicaciones teológicas.

Gracia y libertad transcienden todo condicionamiento exterior a ellas, a veces gravemente limitante de las realizaciones concretas. Y ahí, en esa unión transcendente de la gracia de Dios y de la libertad humana es donde se produce la realidad de la santificación personal.

No siempre se identifica el grado de una virtud y el grado de su ejercicio en obras, como veremos más adelante al estudiar el crecimiento de las virtudes.

Normalmente Dios santifica al hombre con el concurso activo de sus facultades humanas, suscitando en su razón ideas, en su afectividad sentimientos, en su voluntad decisiones (y al decir normalmente queremos decir «en principio», «según norma», pero no queremos decir que estadísticamente sea lo más frecuente: ésta es cuestión en la que no entramos). Sabemos, sin embargo, que también Dios santifica al hombre sin el concurso consciente y activo de sus potencias psicológicas.

Así son santificados los niños sin uso de razón; los locos, en sus fases de alienación mental; los paganos, pues los que son santificados sin fe-conceptual (no conocen a Cristo, ni tienen justa idea de Dios), habrán de tener algún modo de fe-ultraconceptual (ya que sin la fe no podrían agradar a Dios, Heb 11,5-6); y es de creer que muchos paganos son santificados. Los místicos, incluso, cuando están bajo la intensa acción del Espíritu, son de tal modo santificados sobrenaturalmente, que ellos no ejercitan las potencias psicológicas, ya que, como dice San Juan de la Cruz, «el natural abajo queda» (2Subida 4,2). A estos modos de santificación de niños, locos, paganos y místicos, habrá que añadir a veces la manera atípica de santidad de los santos no-ejemplares –más numerosos probablemente de lo que pueda parecer–.

La gracia perfecciona el alma misma, que es distinta de sus potencias, al menos en la doctrina de Santo Tomás; por tanto, éstas, en la santificación, pueden eventualmente quedar incultas, al menos en algunos aspectos, si así lo dispone Dios. San Juan de la Cruz, como otros autores espirituales, describe ciertos «toques substanciales de divina unión entre el alma y Dios», que Dios obra a oscuras de los sentidos y hasta de las facultades superiores del hombre (2Noche 23-24). Si Dios a veces obra así en los místicos, también obrará así en los santos no-ejemplares.

Recordemos también en esto que la plena santificación cristiana es escatológica, es decir, se realizará totalmente en la resurrección, en el ultimo día. Aquí en la tierra, el Señor permite con frecuencia la humillación del santo no-ejemplar: por ejemplo, del cristiano fiel que está neuróticamente angustiado –a pesar de su real esperanza–, o morbosamente irritable –a pesar de su indudable caridad–. O permite el Señor que haya otros incapaces de permanecer un rato en la oración: «hay muchas almas que piensan que no tienen oración y tienen muy mucha» (S. Juan de la Cruz, Prólogo 6, Subida Monte Carmelo). Et sic de cæteris. Pueden éstos ser buenos cristianos, incluso santos, pero son santos no-ejemplares.

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Errores sobre la santidad y menosprecios

Hay numerosos errores sobre la naturaleza verdadera de la santidad cristiana, y un menosprecio generalizado hacia la misma. Cualquier cosa interesa más a no pocos cristianos. Por conseguir o conservar sus pequeños ídolos, los que sean, son capaces de realizar unos esfuerzos grandes y perseverantes, que de ningún modo están dispuestos a hacer para llegar a ser santos. No quieren ser «fanáticos», dicen.

Ignorar la gracia santificante, la dimensión ontológica de la santidad cristiana, es quizá el error más frecuente y grave. En esa falsa visión, la santidad sería la misma ética natural humana llevada al extremo por la persona con su fuerza e iniciativa… Pelagianismo no cristiano.

El pelagianismo no ve la santidad como participación nueva, sobrenatural, en la naturaleza divina, es decir, como gracia, como don que sólo Dios puede conferir al hombre. Este naturalismo ético ve sólo en el hombre sus facultades naturales (error teológico), y supone fácilmente que toda obra buena, y más si es ardua y penosa, procede necesariamente de nobles motivaciones (error psicológico); cuando todos sabemos –también los psicólogos– que el hombre puede hacer prácticamente todo (incluyendo leprosería, desierto y suburbio) secretamente motivado por la vanidad, el afán de dominio o de prestigio, la necesidad neurótica de autocastigarse o de purificar una conciencia morbosamente culpable. En esta perspectiva, inevitablemente, el acento de la santidad pasa del ser al obrar: justamente lo contrario de lo que sucede en la Biblia, donde «la moralidad cristiana no aparece como un nuevo modo de actuar, sino sobre todo como un nuevo modo de ser» (O. Procksch, hagios, Kittel I,109/291).

Dramatizar en exceso los males presentes individuales o colectivos es otra forma de menospreciar la santidad.

¿Qué desgracias pueden sufrir realmente los hombres que están en gracia de Dios, y que saben que «Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28)? Sí, ciertamente, no es cosa de trivializar los males presentes, pues sería contrario a la caridad; pero hay sin duda una forma de dramatizarlos que implica un verdadero menosprecio de la santidad y de la vida eterna, es decir, de Dios mismo.

La desestima o el abandono del ministerio sacerdotal llevan consigo normalmente un gran desprecio de la santidad.

Un hombre considera llena su vida cuando engendra un par de hombres más, cuando cultiva los frutos de su campo, cuando pinta unos cuadros no del todo malos, cuando es médico y salva algunas vidas. Pero son muy pocos los cristianos que aceptan la vocación de sacerdote cuando Dios se las da, y no pocos los que, habiéndola recibido, habiendo estado al servicio del Santo para santificar a los hombres como «dispensadores de los misterios de Dios» (1Cor 4,1), se sienten frustrados e inútiles porque los hombres no aprecian o no reciben su ministerio. ¿Cómo es posible que un hombre, templo de la Trinidad, sea cual fuere su circunstancia, pueda sentirse solo e inútil? ¿Cómo un hombre que bautiza a otros hombres y que les da el Santo –en la predicación, en la comunión eucarística, en los sacramentos–, aunque en su ministerio se vea recibido por unos pocos, pueda sentirse vacío y frustrado? Esto es desprecio de la santidad.

En fin, el pecado es la forma principal de despreciar la santidad. Implica menospreciar la propia condición de cristiano. ¿El cristiano que peca una y otra vez, que se autoriza a sí mismo a vivir en una situación de grave pecado, en qué tiene la bienaventuranza de vivir en gracia de Dios?…

Esta consideración la expresa con frecuencia San León Magno en sus predicaciones: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad! y puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no quieras degradarte con una conducta indigna y volver a la antigua vileza. ¡Recuerda quién es tu cabeza y de qué cuerpo eres miembro! No olvides que fuiste liberado del poder de las tinieblas y traslado a la luz y al reino de Dios [1Pe 1,9]. Gracias al sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espíritu Santo. No se te ocurra ahuyentar con tus malas acciones a tan noble huésped, ni volver a someterte a la servidumbre del demonio: porque tu precio es la sangre de Cristo» (Sermón 1 de la Natividad del Señor 3). «Si somos templos de Dios y el Espíritu de Dios habita en nosotros, es mucho más lo que cada fiel lleva en su interior que todas las maravillas que contemplamos en el cielo» y en la tierra (Sermón en la Natividad del Señor, VII, 2,6). «Reconoce, cristiano, la altísima dignidad de tu sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles son los premios que se te prometen» (Sermón 95).

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Amor a la santidad

Un científico que, tras muchos años de trabajo, lograra hacer de un mono, de uno solo, un hombre, daría por plenamente realizada su vida de científico. Pues bien, toda la vida de un sacerdote merece la pena con que un hombre se haga cristiano. Toda la vida de un padre de familia es una maravilla si da el fruto de un hijo cristiano. Más aún, la vida de gracia de cualquier cristiano, aunque no diera fruto alguno en otros –cosa imposible–, es una existencia indeciblemente valiosa, le vaya en este mundo como le vaya.

Santo Tomás enseña que «la obra de la justificación de un pecador, puesto que produce el bien eterno de la participación divina, es mayor que la creación del cielo y de la tierra, que son bienes de naturaleza, mudables. El bien de gracia de uno solo es mayor que el bien de naturaleza de todo el universo» (STh I-II,113,9).

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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