(500) Evangelización de América –41. México. Fray Juan de Zumárraga, gran arzobispo

 
–Volvemos con los franciscanos en México.
–Y nada menos que con fray Juan de Zumárraga, primer obispo de la capital de la Nueva España. 

Fray Juan de Zumárraga (1475-1548)
Trataré de este gran obispo franciscano ateniéndome al artículo del jesuita Constantino Bayle, El IV centenario de Don Fray Juan de Zu­márraga, a los estudios de Alberto María Carreño, Don fray Juan de Zumárraga, y sobre todo, a la preciosa biografía de Alfonso Trueba, Zumárraga.
En 1527, estando Carlos I en Valladolid, capital entonces del reino, con ocasión de las Cortes generales, se retiró al próximo convento franciscano de Abrojo para pasar allí la Se­mana Santa. Pronto se fijó en el talante espiritual y firme del padre guardián del convento, fray Juan de Zumárraga, un vizcaíno de 60 años, alto y enjuto, nacido en Durango en 1475. Al despedirse, el Emperador quiso hacerle una importante limosna, pero él la rehusó, y cuando fue obligado a reci­birla, la entregó a los pobres.

Primera Audiencia (1527-1530)
Vuelto Carlos I a sus negocios políticos, ha de enfrentar los graves pro­blemas de la Nueva España. Es entonces cuando se equivoca grave­mente al elegir los hombres que iban a formar la primera Audiencia  –fue un desastre, como veremos–. Y en cambio acierta por completo al presentar a la Santa Sede el nombre del padre Zumárraga para obispo de la ciudad de México. Fray Juan se resiste al nombramiento cuanto puede, y sólo lo acepta por obe­diencia. Carlos I, además, recordando en su conciencia el Testamento de su abuela la reina Isabel, nombra también al padre Zumárraga Protector de los indios:
«Por la presente vos cometemos y encargamos y mandamos que tengáis mucho cuidado de mirar y visitar los dichos indios y hacer que sean bien tratados e industriados y enseñados en las cosas de nuestra santa fe católica por las personas que los tienen o tuvieren a cargo y veáis las leyes y ordenanzas e instrucciones y provisiones que se han hecho o hicieren cerca del buen tratamiento y conversión de los dichos indios, las cuales haréis guardar y cumplir como en ellas se contiene, con mucha diligencia y cuidado» (Cédula real 10-1-1528).
Graves conflictos en México
Acompañado de los oficiales reales de la primera Audiencia, viaja fray Juan de Zumárraga a México, donde llega a fines de 1528. Trece días después, mueren los oidores honrados, Parada y Maldonado, y quedan los indignos, Matienzo y Delgadillo. Estos, sin esperar en el puerto a su presidente, Nuño de Guzmán, se dirigen a la capital. Al mismo tiempo, Zu­márraga se aloja en San Francisco de México. Allí se reúne con los indios principales, y por medio de fray Pedro de Gante, les promete defensa y protección, al mismo tiempo que les ruega se abstengan de hacerle ningún regalo o donativo.
Zumárraga, al llegar a México como obispo-electo, se resistió al principio a tomar la jurisdicción eclesiástica, pero la asumió por la insistencia de franciscanos y dominicos. Hasta entonces, en España, había llevado una vida más bien retirada, y en esos años apenas es mencionado en las Crónicas de la Orden. Ahora, cuando presenta los documentos que le au­torizan como obispo-electo y Protector de los indios, y ve que Presidente y oidores, en pie y descubiertos, besan los documentos y los colocan solemnemente sobre sus cabezas, cree ingenuamente que tiene autoridad reconocida para in­tervenir en lo que sea preciso. Pero quizá no se imagina los choques vio­lentísimos que le esperan con las autoridades civiles…

Carta del obispo Zumárraga al Emperador (1529)
De los sucesos inmediatos tenemos detallada y fiel información por la carta que en 1539 Zumárraga dirigió a Carlos I. En cuanto se supo que el obispo estaba pronto para deshacer injusticias y defender a los indios de «delitos tan endiablados como abominables», acudieron a él de todas partes, con grave alarma de la Audiencia, que prohibió al punto, tanto a españoles como a indios, visitar al obispo bajo pena de horca. Zumárraga denunció este nuevo atropello desde el púlpito, y los oidores le enviaren un escrito «desvergonzado e infame», mandándole callar y limitarse a los servicios estrictamente religiosos.
Un atropello más de la Audiencia fue gravar con nuevos impuestos a los indios de Huejotzingo, repartimiento de Cortés. Cuando éstos acudieron a Zumárraga, amenazados de muerte por hacerlo, hubieron de acogerse a sagrado, refugiándose en el convento franciscano. Decidieron los frailes, reunidos en el convento de Huejotzingo, que uno de ellos, concretamente fray Antonio Ortiz, predicador tan elocuente como valiente, denunciara en el púlpito de la iglesia de México aquel libelo infame. Y así lo estaba ha­ciendo ante los mismo oidores, cuando Delgadillo le mandó callar a gritos, «y así el alguacil y otros de la parcialidad del factor, diciendo injurias y desmintiéndole, tomaron al fraile predicador de los brazos y hábitos, y de­rrocáronle del púlpito abajo, y fue cosa de muy grande escándalo y albo­roto».
La Audiencia, bajo la presidencia del infame Nuño de Guzmán, seguía haciendo de las suyas. Y como censuraba o impedía toda la correspon­dencia de los que eran leales a Cortés, no veía Zumárraga modo de enviar cartas de denuncia al Emperador. Entonces, «un marinero vizcaíno se ofreció al santo obispo en secreto de llevarlas y darlas en su mano al Em­perador. Y así lo cumplió, que las llevó dentro de una boya muy bien bre­ada y echada a la mar, hasta que la pudo sacar a su salvo» (Mendieta V, 27).
En la carta de 1529, que refleja el ánimo valiente de Zumárraga, pide al rey que quite el mando a Nuño, de cuyas fechorías le informa, y retire tam­bién a Matienzo y Delgadillo. Ruega que se les sujete a juicio de residen­cia, que se tomen medidas eficaces para la defensa de los indios, que se acabe con toda forma de «infernal saca» de esclavos, que se prohiba se­veramente a los españoles «tomaren a algún indio su mujer, hija o her­mana o hacienda o mantenimiento o otra cosa alguna, o le llamare perro, o le diere de palos o cuchilladas o bofetadas, o le matare; porque acá tienen por cotidiano agraviar estos pobres indios haciéndoles robos y fuerzas, que les parece que no es delito». Acusa también al factor Salazar, y pide, en fin, para todo remedios eficaces y urgentes, «porque todo va dando tumbos al abismo».

Más escándalos y abusos
Cristóbal de Angulo, clérigo, y Francisco García de Llerena, criado de Cortés, por defender a éste en el juicio de residencia, hubieron de refu­giarse en los franciscanos de México. En marzo de 1530, los oidores mandaron allanar el asilo, secuestraron a los dos, los encadenaron y atormentaron. Y cuando Zumárraga, acompañado del dominico Garcés, obispo de Puebla, «con algunos de sus clérigos y con una cruz cubierta de luto fue a la cárcel» a reclamarlos, hubo allí tremendas violencias físicas y verbales, que Mendieta refiere. «Al mismo obispo le tiraron un bote [golpe] de lanza, que le pasó por debajo del sobaco» (V,27).
Zumárraga, entonces, puso en entredicho a los oidores de la primero Audiencia, que no hicieron caso, ahorcaron a An­gulo y cortaron un pie a Llerena. Con esto, se suspendieron los cultos, quedando la ciudad entera sujeta a la pena eclesiástica de entredicho.

La segunda Audiencia (1531)
Así fueron las cosas, del atropello al escándalo, durante la primera Audiencia. Llegó Cortés de nuevo a México, en julio de 1530. En este año el Consejo de Indias estableció una segunda Audiencia compuesta por hombres excelentes: Juan de Salmerón, Alonso de Maldonado, Francisco Ceinos y Vasco de Quiroga, todos ellos presididos por don Antonio de Mendoza, que llegó algo más tarde.
De Mendoza escribe el mexicano Vasconce­los: «Del hombre extraordinario que supo llevar adelante la obra de la conquista se puede decir como el más cumplido elogio, que era digno su­cesor de las empresas y aun de los sueños de Don Hernando [Cortés]. La gran figura del Primer Virrey Don Antonio de Mendoza llena una época» (Breve historia de México 167).
 Los oidores, siguiendo las instrucciones recibi­das, se alojaron en las Casas de Cortés. En seguida abrieron proceso a Nuño de Guzmán, Matienzo y Delgadillo. Y según cuenta Bernal Díaz del Castillo, fueron tantos los acusadores indios o españoles y tan graves los cargos que se presentaron contra ellos, «que estaban espantados el presi­dente y oidores que les tomaban residencia» (Historia 147). A Matienzo y Delgadillo los mandaron luego presos a España. Guzmán, ausente, no quiso presentarse en juicio ni entregar el mando de sus tropas, sino que se internó más adentro en Nueva Galicia.
Parece cierto que sin la enérgica rectificación obrada por la segunda Audiencia en estos años decisivos, toda la aventura de la Nueva España hubiera acabado en desastre irremediable, tanto en lo temporal como en lo espiritual. Motolinía asegura que si aquellos canallas de la primera Au­diencia, que son «escoria y heces del mundo… no se tragaron ni acabaron los indios», fue gracias al «primer obispo de México don fray Juan de Zu­márraga», y a los nobles hombres de la segunda Audiencia. Y por eso «bien son dignos de perpetua memoria los que tan buen remedio pusieron a esta tierra», pues desde que llegaron «les va a los indios de bien en mejor» (III,3, 320-321).

Humilde fraile y obispo enérgico
La tarea eclesial urgente en México era entonces realmente abrumadora. Zumárraga y Cortés se echaron a la calle, pidiendo por las casas limosnas para hacer la catedral. Todo estaba en la diócesis por hacer y por organi­zar. Y aquel obispo, que más parecía fraile que obispo, se entregó a la ta­rea como mejor supo y pudo. En el precioso retrato que fray Gerónimo de Mendieta nos dejó de Zumárraga, se ve a éste como un hombre suma­mente humilde y observante, abnegado y pobre, incansablemente entre­gado a sus tareas espiscopales (V,28):
    Fuera de la dignidad de las celebraciones litúrgicas, «tratábase como fraile menor», y solía ir solo por la calle, como un fraile más. Confirmaba «con tan grande espíritu y lágrimas, que mo­vía a devoción a los que presentes se hallaban, y cuando lo ejercitaba no se acordaba de comer, ni jamás se cansaba, y no había otro remedio para acabar más de quitarle la mitra de la cabeza y ausentarse los padrinos, porque si esto no hacían, estuviera hasta las noches con­firmando». Cuando se trasladaba para confirmar en un lugar, «iba casi solo con muy poca gente, por no dar vejación a los indios». «Era tan fraile de Santo Domingo y de S. Agustín en la afición, familiaridad y benevolencia, como de S. Francisco». «Su librería, que era mucha y buena, repartió, dejando parte de ella a la iglesia mayor y parte a los conventos de las tres ór­denes». «Ayunaba los ayunos de la regla del padre S. Francisco como cuando estaba sujeto a la orden». «Los viernes iba al monasterio de S. Francisco y decía su culpa en el capítulo de los frailes, y recibía con extraña humildad las reprensiones y penitencias que le daba el que allí presidía». Los adornos de su persona o casa episcopal le daban grima: «Dícenme que ya no soy fraile sino obispo; pues yo más quiero ser fraile que obispo»…
El obispo Zumárraga, aunque siempre recibió la función episcopal como una cruz pesada y no buscada, ejerció el ministerio pastoral con gran de­dicación y energía. Y él, que aprendió de niño el vasco y el castellano en el convento, mostró hablar el romance con particular soltura y claridad a la hora de fustigar vicios o defender su función pastoral. Y la misma firmeza que mostró frente a los abusos de las autoridades civiles la demostró también ante los excesos de algunos sacerdotes indignos que llegaban a Nueva España con imprudente licencia del Consejo de Indias, o incluso ante el siniestro proselitismo idolátrico de algún jefe indio.
Sus palabras o acciones más duras iban siempre contra los que hacían mal o escandaliza­ban a los indios. De unos clérigos infames dice que más que buscar ídolos entre los indios, «se andaban ambos a dos de noche por ídolas». De otro sacerdote: «Me tiene espantado y atónito, sabiendo él lo que sabemos de sus iniquidades y maldades infernales, y ser tan públi­cas que aun el aire parece tienen inficionado… No se podrá acabar conmigo que un miembro del Anticristo como éste [ande] suelto entre mis ovejas simples… Por tan meritorio tengo perse­guir a éste como a los herejes. Y de mi voto hasta degradarle y relajarle no pararía, y que los indios lo viesen ahorcado me consolaría harto… Para que vean esos señores [del Consejo de Indias] a quién dieron licencia para volver a las Indias». Y de otro: «Yo lo quemaría si me fuese lícito… A lo menos yo no permitiré tal lobo entre mis ovejas, aunque el Papa lo mande y supiese ir a sus pies» (Bayle 232-233).
Y hasta con los indios, llegado el caso, mostraba Zumárraga su fortaleza en la defensa de la fe. Se dio concretamente el caso de que uno de los señores de Texcoco, Don Carlos, había hecho proselitismo idolátrico, y Zumárraga hubo de actuar como inquisidor, hallándole culpa­ble. «Para más seguridad, llevó la causa al Virrey y Oidores», y todos juzgaron lo mismo. Don Carlos, llegado el momento de su ejecución, «dijo que él recibía de buena voluntad, en peni­tencia de sus pecados, la sentencia, y pidió licencia para hablar a sus naturales que se quita­sen de sus idolatrías». Pasado un tiempo, llegaron a Zumárraga desaprobatorias Cédulas rea­les, que mandaban entregar los bienes confiscados a los herederos de Don Carlos: «Nos ha parecido cosa muy rigurosa tratar de tal manera a persona nuevamente convertida a nuestra santa fe, y que por ventura no estaba instruido en las cosas de ella como era menester»… Los males y peligros de las Indias se veían de un modo sobre el terreno, y de otro modo desde España. Y es cosa notable que en América, ante la idolatría y apostasía de los neófitos, «los obispos, pedían el rigor de la Inquisición», ellos que eran los que mejor conocían y amaban a los indios; «y en la Corte, el Rey y el Consejo de Indias lo negaron». Por eso «los indios quedaron exen­tos del tribunal de la Inquisición» (Bayle 260-261). Y es que en ocasiones a distancia se ve mejor que de cerca.

La energía del obispo Zumárraga, en los años terribles, le llevó a decir a veces verdaderas barbaridades contra aquellos gobernantes infames, y muchas denuncias de éstos llegaron a España. Por eso la segunda Au­diencia le trajo una real Cédula, en la que se le mandaba, siendo todavía obispo electo, acudir a España para defenderse de las acusaciones. Pero, una vez que los oidores le conocieron en México, ellos mismos es­cribieron cartas a su favor: «tenémoslo por muy buena persona», «le tengo por muy buen hombre» (24-241).
En España fue vindicado su nombre ple­namente, y en 1533 recibió la consagración episcopal en Valladolid. Du­rante un año entonces «anduvo por España pobre y penitentemente», ges­tionando asuntos en favor de México, especialmente en todo lo referido a la defensa de los indios. Escribió en ese tiempo una Pastoral o exhorta­ción a los religiosos de las Ordenes mendicantes para que pasen a la Nueva España y ayuden a la conversión de los indios. Y regresó en octubre de 1534, trayendo tres navíos con muchos artesanos, de diversos oficios, con sus mujeres, hijos y herramientas.

Dedicado a los indios
Lo mismo que el dominico Mons. Garcés, obispo de Puebla, tenía Zumárraga un amor por los indios muy profundo. A él le fue dado en 1531 aquel encuentro maravilloso con el Beato Juan Diego. Y de él dice Mendieta: «Tenía más tierno amor a los indios convertidos, que ningún padre tiene a sus hijos. En sus enfermeda­des y trabajos lloraba con ellos, y nunca se cansaba de los servir y llevar sobre sus hombros como verdadero pastor». Y al propósito cuenta una buena anécdota:
«Dijéronle a este varón de Dios una vez ciertos caballe­ros que no gustaban de verlo tan familiar para con los indios: “Mire vuestra señoría, señor reverendísimo, que estos indios, como andan tan desarra­pados y sucios, dan de sí mal olor. Y como vuestra señoría no es mozo ni robusto, sino viejo y enfermo, le podría hacer mucho mal en tratar tanto con ellos”. El obispo les respondió con gran fervor de espíritu: “Vosotros sois los que oléis mal y me causáis con vuestro mal olor asco y disgusto, pues buscáis tanto la vana curiosidad y vivís en delicadezas como si no fueseis cristianos; que estos pobres indios me huelen a mí al cielo, y me consuelan y dan salud, pues me enseñan la aspereza de la vida y la penitencia que tengo de hacer si me he de salvar”» (V,27).

Hospitales y burros
El obispo Zumárraga, como buen mendicante, fue muy limosnero, y en su casa siempre hallaban de comer los pobres. Particular caridad mostró siempre con los enfermos, y promovió la institución de hospitales. A él se debe personalmente la fundación de un hospital en Veracruz, y sobre todo el establecimiento en 1540, en la ciudad de México, del Hospital del Amor de Dios, para los aquejados de enfermedades venéreas, que por entonces eran de todas partes ahuyentados. De este hospital para enfermos de bubas, escribe a su sobrino Sancho García: «es la cosa en que más se servirá a Dios, y mejor memoria de toda la ciudad; y bien es que quede algo del primer obispo de México».
También procuró Zumárraga el bien de los indios, sobre todo de los po­bres, trayendo de España burros. En 1956, el gran patriota y cristiano mexicano José Vasconcelos propuso levantar en México monumentos al burro, cuya imagen poética, por lo demás, había sido recreada no ha mu­cho por Juan Ramón Jiménez (Platero y yo, 1914).
«En lugar de tantas estatuas de generales que no han sabido pelear contra el extranjero, en vez de tanto busto de político que ha comprometido los intereses patrios, debería haber en al­guna de nuestras plazas y en el sitio más dulce de nuestros parques, el monumento al primer borrico de los que trajo la conquista. Ello sería una manera de reivindicar las fuerzas que han levantado al indio, en vez de los que sólo le aconsejan odio y lo explotan. Enseñaríamos de esta suerte al indio a honrar lo que transformó el ambiente miserable que en nuestra patria pre­valecía antes de la conquista. Lea cualquiera las crónicas de la conquista; era costumbre, re­conocen todos los cronistas, que cada pueblo, cada parcialidad, cada cacique, dispusiese de uno o varios centenares de tamemes, es decir, indios destinados al oficio de bestias de carga; esclavos que sustituían al burro… El burrito africano, el asno español, llegaron a estas tierras a ofrecer su lomo paciente para alivio de la tamemes indios» (Breve hª 137-138).
Pues bien, fray Juan de Zumárraga fue uno de los impulsores decisivos de la traída a Nueva España de los burros, como animales de carga. El escribió un memorial al Consejo de Indias en el que decía: «Sería cosa muy conveniente que se proveyese a costa de S. M. viniesen cantidad de burras para que se vendiesen a los caciques y principales, y ellos las comprasen por premia, porque demás de haber esta granjería, sería excu­sar que no se cargasen los indios, y excusar hartas muertes suyas». La petición fue atendida, y el mismo Zumárraga andaba «caballero en su as­nillo», según escribía en 1538: «Ando a pie mis cuatro o cinco leguas; el asno del obispo se cansa tan presto como él, y bájome de él y va reto­zando en el tropel de los indios… Cuando voy en él, salen [los indios] al camino a besar a él [al borrico], no osando llegar a mí».

Educador y evangelizador
El primer obispo de la ciudad de México era, por otra parte, un francis­cano culto y bien letrado, que siempre concibió la evangelización de las Indias como un desarrollo integral del pueblo indígena, bajo la guía de la fe y el impulso de la caridad de Cristo. Así pues, en su visión de las cosas, la educación de los indios no era sino un elemento integrante de la evangeli­zación
La formación escolar de los indios mexicanos fue al principio tarea muy especialmente asumida por los franciscanos, que siempre hallaron su apoyo y ayuda en Zumárraga. A él se deben los colegios para muchachas indias que se fundaron en Texcoco, Huejotzingo, Cholula, Otumba y Coyoacán.
Pero en su gran obra de promoción de la cultura cristiana, en la que siem­pre se vio ayudado por el Virrey don Antonio de Mendoza, destaca su ini­ciativa para el establecimiento en 1536 del célebre Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, para muchachos indios, que, como sabemos, alcanzó un gran florecimiento. Y también fue él quien promovió ante el Concilio de Trento la fundación de la Universidad de México, que por fin fue estable­cida en 1551.
En 1546 recibió Zumárraga nombramiento como primer Arzobispo de México, con lo que vino a ser metropolitano de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca, Guatemala, México y Chiapa.
Impresor y editor
El arzobispo Zumárraga tenía verdadera pasión por la instrucción reli­giosa de los fieles, y buscaba todos los medios para difundir la buena doctrina. Como de España los libros llegaban pocos, mal y tarde, pensó que había que procurar modos para editar en la misma Nueva España. Y en 1533, antes que nadie en América, presentó al Consejo de Indias un memorial pidiendo licencias para establecer una imprenta en México. Acogida su solicitud, gestionó con el Virrey Mendoza para que Juan Crom­berger, célebre impresor de Sevilla, enviase a México los oficiales y las máquinas necesarias «para imprimir libros de doctrina cristiana y de todas maneras de ciencias». En seguida, el obispo cedió la Casa de las campa­nas, contigua al obispado, como sede de la imprenta, que desde 1539 comenzó a trabajar, siendo la primera de América.
Alberto María Carreño hizo un buen estudio de las obras editadas por Zumárraga de 1539 a 1548, año en que murió (Zumárraga 11-33). Como editor verdaderamente católico, él publicaba siempre obras católicas, que elegía cuidadosamente, pensando ante todo en el bien espiritual de los fieles. Es significativo que varias de ellas llevan la palabra Doctrina en sus títulos, largos y floridos al estilo de la época: Doctrina Cristiana para los niñosBreve y más compendiosa Doctrina cristiana en lengua mexi­cana y castellana… Y es que lo que Zumárraga buscaba sobre todo era que sus fieles tuviesen en abundancia el buen pan de la verdad cristiana. Y así como él mismo fue un gran lector –su cuantiosa biblioteca lo atesti­gua–, fue también un hombre muy llamado al apostolado del libro.
En este punto, fray Juan de Zumárraga continuó en México el mismo aposto­lado de la imprenta y del libro que unos decenios antes impulsaba desde Toledo otro franciscano, el Cardenal arzobispo Francisco Jiménez de Cis­neros. En efecto, Zumárraga imprimió a su costa y repartió entre los indios miles de cartillas de doctrina y de libros de oraciones. Y fue también el editor de los Catecismos mexicanos más antiguos, el de Pedro de Cór­doba, dominico, y los de Alonso de Molina y Pedro de Gante, franciscanos. Si en aquellos diez años su actividad de editor no fue mayor, ello se debe en buena parte a la escasez del papel en la Nueva España.
Escritor
    Aparte de algunas cartas y memoriales, a veces muy importantes, he­mos de destacar en el autor Zumárraga su obra Doctrina breve muy pro­vechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica y a nuestra cris­tiandad, en estilo llano para común inteligencia (1544). En esta obra se aprecia con frecuencia lo que podríamos llamar un fundamenta­lismo biblista, cuyos orígenes habría que buscar en el mismo francisca­nismo vivido por Zumárraga, en el ambiente suscitado en España por la Universidad de Alcalá, fundada en 1499 por el Cardenal franciscano  Jimé­nez de Cisneros, y también, sin duda, como los estudios de José Alomoina pusieron de manifiesto, en el influjo directo de Erasmo (Carreño17-24).
    Zumárraga, por otra parte, lector de la Utopía de Tomás Moro –leyó y anotó con mucha atención la edición de Basilea, 1518–, participaba de un utopismo evangélico que fue muy frecuente en los primeros misioneros españoles de las Indias, como en Vasco de Quiroga o Santo Toribio de Mogrovejo. La ingenua docilidad de los indios y la situación de evangeli­zación primera hacían desear para el Nuevo Mundo la implantación de unacristiandad verdadera, muy próxima a la Iglesia primitiva de los apósto­les, y bien alejada de los pecados y de las sutilezas teológicas que en Eu­ropa estaban haciendo estragos. Eran los tristes años de Lutero (Wittenberg, 1517) y de tantos más… Los extractos que siguen muestran bien estas tendencias (Xirau, Ideas 107-119):
«Lo que principalmente deben desear los que escriben es que la escritura sea a gloria de Jesucristo y convierta las ánimas de todos». Pero cuántos escritores y lectores ignoran esto… «Los más de los hombres con unas ardientes agonías se aplican a leer escrituras que más pueden dañar que aprovechar», y falta en cambio la buena doctrina, sencilla y pura, «y vemos asimismo que los que la tratan son pocos, y éstos muy fríamente».
Por otra parte, cuántos leen con curiosidad esto y lo otro, todo cuanto se publica, todo menos la misma Palabra di­vina.
«Y así desearía yo por cierto que cualquier mujercilla leyese el Evangelio y las Epístolas de San Pablo». Quisiera Dios que las Escrituras llegaran a ser conocidas por los indios, y que «el labrador, andando al campo, cantase alguna cosa tomada desde doctrina; y que lo mismo hiciese el tejedor estando en su telar, y que los caminantes hablando en cosas semejantes aliviasen el trabajo de su camino, y que todas las pláticas y hablas de los cristianos fuesen de la Sagrada Escritura».
¿Quiénes son los verdaderos teólogos? ¿Los que complican tanto las cosas de la fe que consiguen hacerlas tan frías como ininteligibles?
«En mi opinión aquel es verdadero teó­logo, que enseña cómo se han de menospreciar las riquezas, y esto no con argumentos arti­ficiosos, sino con entero afecto: con honestidad, con buena manera de vivir; y que enseña asimismo que el cristiano no debe tener confianza en las cosas deste mundo y que le con­viene tener puesta toda su esperanza en solo Dios. Y también…», etc., etc. El santo arzobispo primero de México da un buen repaso a los que a sí mismos se dan pomposamente el nombre de teólogos. Las cosas que tantas veces éstos estiman «groseras y de poca erudición» son jus­tamente las que más fuerza tienen para glorificar a Dios y salvar a los hombres: «son las que Jesucristo principalmente enseñó, y éstas muchas veces manda a los Apóstoles».
Pero los di­chos teólogos prefieren perderse, perdiendo a otros, en «las altas sabidurías».
Pues bien, «puédese consolar el vulgo de los cristianos con que estas sotilezas que en los sermones des­tos tiempos se tratan, los Apóstoles ciertamente no las enseñaron». No se enseña justamente aquello que Cristo y los Doce enseñaron, y se difunden en cambio las lucubraciones estériles que los teólogos van poniendo de moda. «¡Qué mala vergüenza es que haya cosa que ten­gamos nosotros en más que lo que Él enseñó!». Y en ésas estamos; preferimos el alimento de nuestros pensamientos y palabras a «la doctrina de Jesucristo. Y de aquí es que la traemos forzada y como de los cabellos a que concuerde con nuestro ruin vivir; y mientras vivimos por las vías que podemos huimos de no ser tenidos por poco letrados, mezclando con esta doc­trina cristiana todo lo que nos hallamos en los autores gentiles. Las cosas que en ella son más principales no sólamente las corrompimos, pero –lo que negar no podemos– atribuimos a unos pocos hombres aquellas cosas que principalmente quiso Jesucristo que fuesen comunes a to­dos».
Buena doctrina, sana, sencilla, católica; eso es lo que necesita el pueblo.
«Pues digo que el primer grado del cristiano es saber qué es lo que Jesucristo enseñó; y el segundo,es obrar según sabe», y en esto ha de tenerse bien sabido que la buena doctrina se aprende «con oración más que con argumentos». Y si no, «mira ahora tú, cristiano, por tu vida, y dime: si algo deseas saber, ¿por qué te huelgas más de buscar otro autor que te enseñe, que al mismo Jesucristo?… No puedo acabar de entender qué es la causa por que queremos más depren­der la sabiduría de Jesucristo de las escrituras de los hombres, que de la boca del mismo Je­sucristo… ¡Que haya tantos millares de cristianos que, aun siendo letrados, jamás en toda su vida se aficionan siquiera a leer los Evangelios ni las Epístolas de los Apóstoles! Los moros saben y entienden su ley; y los judíos, aun el día de hoy, desde que nacen aprenden lo que les mandó su Moisés. Pues ¿por qué nosotros no hacemos lo mismo con Jesucristo?». ¿Y por qué no lo hacemos desde niños? «Porque lo que se aprende desde la niñez claro está que se encaja y embebe con mayor eficacia en los ánimos humanos: por eso conviene que lo primero que sepa el niño nombrar sea a Jesucristo, y que la primera niñez sea instruida en la doctrina cristiana». Todos hemos de venerar las Sagradas Escrituras que el Señor nos dio y nos ofrece día a día. Nosotros veneramos una reliquia, por ejemplo, una huella dejada en la piedra por el pie de Cristo, y nos arrodillamos y la besamos, y está bien hecho. «Pues de verdad, que sería más razón que acatásemos y reverenciásemos en estos santos Libros la vida de Jesucristo y su espíritu que siempre allí tiene vida, y como la tiene así también la da».

Sólo Cristo salva
Los misioneros que evangelizaron las Indias, igual que los primeros Apóstoles, creen con total firmeza que la salvación de la humanidad no está en sistemas filosóficos o en movimientos políticos, ni en métodos psí­quicos o prácticas individuales o comunitarias, ni en nada que sea sólo humano, pues «lo que nace de la carne es carne», y sólamente «lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Ellos creen, sin vacilación alguna en su fe, que no hay salvación para los pueblos si no es en el nombre de Je­sús; «porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salva­ción» (Hch 4,12). Esta es la fe de Zumá­rraga, la que una y otra vez expresa en su Doctrina breve:
«Sólo Jesucristo es el maestro y doctor venido del cielo, y sólo El es el que puede enseñar la verdad, pues que sólo El es eternal Sabiduría, y siendo solo hacedor de la salud humana, sólo El enseñó cosas saludables y sólo El por obras cumplió todo cuanto por palabras enseñó, y sólo El es el que puede dar todo cuanto quiso prometer».
«Si verdaderamente y de entero corazón somos cristianos, y si verdaderamente creemos que Jesucristo fue enviado del cielo para enseñarnos aquellas cosas que la sabiduría de los Filósofos no alcanzaban, y si verdaderamente esperamos de Jesucristo lo que ningunos prín­cipes, por muy ricos que sean, nos pueden dar… no nos ha de parecer cosa de cuantas hay en el mundo prudente ni sabia, si no es conforme a los decretos y mandamientos de Jesu­cristo».
Nunca se le ocurrió a fray Juan de Zumárraga que la paz social o la prosperidad económica o el desarrollo cultural o político podrían lograrse mejor en las Indias dejando de lado o colocando entre paréntesis las le­yes de Dios dadas por Cristo. Todavía no se había inventado el catoli­cismo liberal. Él nunca contrapuso el bien común cívico y temporal con la salvación espiritual y eterna. Como todos los misioneros católicos de su tiempo, él creía con toda firmeza que la gracia de Cristo no destruye en nada la naturaleza individual, familiar y social del hombre, sino que es precisamente la única que puede sanarla y elevarla; porque «si queremos mirar en ello, hallaremos que no es otra cosa la doctrina de Jesucristo sino una restauración y renovación de nuestra naturaleza, que al principio fue creada en puridad y después por el pecado corrompida».
«Plega a Su inmensa bondad abrirnos de tal manera los ojos de nues­tras ánimas… que ninguna otra cosa queramos ni deseemos, sino a solo El, pues sólo es vida del ánima: al cual sea gloria por siempre jamás. Amén».
 Virgen de Guadalpue, Zumárraga y Juan Diego
Civilización de amor, no de odio
Fray Juan de Zumárraga quiere siempre que la conquista espiritual de los indios, dejando a un lado la violencia, se haga por la vía persuasiva de la Verdad y con la atracción del buen ejemplo. «Ciertamente con estas ta­les armas muy más presto traeríamos a la fe de Jesucristo a los enemigos del nombre cristiano, que no con amenazas ni con guerras; porque puesto caso que ayuntemos contra ellos todas cuantas fuerzas hay en el mundo, cierto es que no hay cosa más poderosa que la misma Verdad en sí».
Por otra parte, nunca piensa Zumárraga, como tantos piensan ahora, que los de­rechos de los indios solamente se podrán sacar adelante enseñándoles a odiar a los blancos, y recordándoles una y otra vez las innumerables afrentas y opresiones que de éstos han recibido. Por el contrario, él, como fiel discípulo de Jesucristo –y como todos los misioneros primeros de las Indias–, hace todo lo posible para que los indios y los blancos vivan en paz y amor mutuo, consciente de que sólamente así unos y otros, y concreta­mente los indios, podrán gozar de paz y prosperidad.
Por eso escribe es­tas palabras que convendría grabar en oro: «Entre éstas [dos razas, nativa y española] se requiere gran atadura y vínculo de amor, en lo cual consiste todo el bien desta Iglesia, así en lo espiritual como en lo temporal; y biena­venturado será el que amasare estas dos naciones en este vínculo de amor».
Y podría haber añadido: «Y maldito aquél que las separe sembrando entre ellas el odio y el rencor». Pero como buen franciscano, no lo hizo.

Final y muerte
Ya viejo de 80 años, enfermo y acabado, todavía en abril de 1548 realiza innumerables confirmaciones de indios. Agotado por el esfuerzo, hubo que traerle a México, donde escribió dos cartas de despedida. En una de ellas, preciosa, al Emperador, anunciándole que ya terminaba su vida:
«En cinco días de ausencia torné tan doliente que entiendo es Dios servido que apa­reje el alma… Es verdad que habrá cuarenta días que con la ayuda de re­ligiosos comencé a confirmar los indiosPasaron de cuatrocientas mil al­mas los que recibieron el olio y se confirmaron, y con tanto fervor que esta­ban por tres días o más en el monasterio, esperando recibirla; a lo cual atribuyen mi muerte, y yo la tengo por vida, y con tal contento salgo de ella, haciendo en el servicio de Dios y de S. M. mi oficio. Hago saber a V. M. cómo muero muy pobre, aunque muy contento»…
Finalmente, el domingo 3 de junio de 1548, estando con pleno juicio, fa­lleció y pasó al Domingo eterno, siendo sus últimas palabras: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum». Y aunque él dispuso ser ente­rrado en San Francisco, se le dio sepultura en la Catedral, con muchas lá­grimas de todos, según cuenta Mendieta: «El virrey y oficiales de la real Audiencia estuvieron a su entierro vestidos de lobas negras, dando mu­chos gemidos y suspiros, que no los podían disimular. El llanto y alarido del pueblo era tan grande y espantoso, que parecía ser llegado el día del juicio» (V,29).
Éste fue el primer obispo de la ciudad de México, el que recibió a San Juan Diego y a la Virgen de Guadalupe.
José María Iraburu, sacerdote



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