Una interrupción en mis posts sobre mi viaje



No os preocupéis, mañana voy a seguir escribiendo sobre mi viaje. Pero hoy no puedo de ninguna manera no decir algo ante los preparativos que se hacen en Moncloa para sacar el cuerpo de Franco del Valle de los Caídos, ante los rumores totalmente fundados de leyes que prohíban la apología del franquismo.

A mí las cuestiones políticas me dejan frío, no es mi campo. Más allá de alguna broma sobre Trump, son asuntos en los que no me meto. Ni me va ni me viene. Cosas de este mundo.

Pero cuando vinculan a Franco con la Iglesia, tienen razón. No voy a poner cara de esposa ofendida que se lleva la mano al pecho y exclama sorprendida: “¿¡Yo!?”.
Pues sí, yo. ¿Qué pasa? ¿Algún problema?

Una cosa es la Iglesia y el clero y la fe, y otra un régimen político por muy cristiano que sea. Ahora bien, sería de ingratos, de ingratos y de falsos, no reconocer que nunca, desde el siglo XVII, hubo en España una obediencia más perfecta del Poder Civil a los mandatos de la Santa Madre Iglesia y a sus pastores.

Y estamos hablando de una regencia, la de Franco, de 39 años que abarcó parciamente a tres generaciones. Felipe V llegó a reinar 45 años. Felipe II, el rey más longevo de España, llegó a reinar 42 años. Duradero sí que fue. Eso no lo dudan ni sus peores detractores. Para desesperación de socialistas, comunistas y anarquistas, encima de ganar la guerra, tuvo una salud de hierro.

Ahora Franco es odiado y con razón. Porque ese regente encarna todos los valores que los enemigos del Evangelio odian. No podemos negar que el amor a Dios floreció durante ese periodo de tiempo. No todo se le debe a él, pero él fue la cabeza, el timonel, de ese tiempo. Fuera de toda duda está que, durante ese tiempo, la Ley de Dios fue la ley suprema de toda la nación. Fue una verdadera conversión nacional. España entera volvió sus ojos a Dios y a su Santa Iglesia. Como recordó monseñor Guerra Campos, ese santo obispo: hasta la mayoría de los fusilados murieron después de pedir perdón de sus pecados en la confesión.

Resulta impresionante que personas que blasfemaron, mataron a sacerdotes y quemaron iglesias, puestos delante del abismo de la muerte, escuchando las paternales palabras de los sacerdotes, se arrodillaron ante la cruz de Cristo y exclamaron de todo corazón: “He pecado. ¡Señor, perdóname!”.

Por eso, ahora, no me extraña que el Príncipe de las Tinieblas persiga con odio incluso el cadáver de aquél que tanto daño hizo a sus planes.

Otros dictadores (Franco lo era) levantaron estatuas gigantescas a su mayor gloria. Franco, cuando decidió construir un monumento, ¿qué levantó? La cruz. Sí, la cruz de nuestro Señor.

Como sacerdote a nadie le debo decir qué debe pensar de una opción política determinada. Todo lo humano es opinable. Lejos de mí usar mi condición de sacerdote para meterme en banderías humanas. Pero yo, siendo sacerdote de Dios, no puedo dejar de hacer como Isaías, que recordó al Pueblo que el rey Ezequías hizo lo que él le indicó y siempre obedeció los mandamientos del Señor.

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