Cada verano tengo que librar una de las luchas que más pena de da. Y es que matar a las hormiguitas pequeñas que corretean por mi cocina me da mucha mucha pena. No son hormigas normales, sino de una variedad más pequeña. Me resultan encantadoras, tan diligentes, con sus patitas, yendo y viniendo con tanta gracia sobre la encimera blanca de mi cocina.
Pero, claro, solo el primer año opté por un laissez faire. Hace ya casi veinte años, con un espíritu franciscano, pensé que podría dejar que se ocuparan de los restos de comida de mi cocina. Total, por unas miguitas de pan. Hasta me hacían gracia esas hileras de seres correteando. Poco tardé en descubrir que las hormigas tienen una natural tendencia a reproducirse. Y vaya que si se reprodujeron.
Tuve que coger una esponja de cocina y recorrer cada hilera de hormigas de principio a fin. Después limpiaba aquella masacre de la esponja bajo un chorro de agua. La hilera se reanudaba en un minuto. Y allí estaba yo. Como la Luftwaffe ametrallando un convoy de suministros. Actué de esta manera varias veces al día. Se trataba de una estrategia sencilla, pero eficaz. Las hileras cada vez tenían menos hormigas. Persistí.
Al final, ya no hubo hileras, solo hormigas sueltas. Persistí en mi empeño. La hormiga reina debió preguntarse por qué no volvían las obreras a casa.
Sé que las hormigas no tienen sentimientos ni proyectos de futuro. Probablemente no tienen recuerdos como los replicantes. Pero sentía lástima, os lo aseguro. A diferencia de los mosquitos que entran en la habitación cuando duermes, que, cuando los matas, sientes una satisfacción exultante. Si los mosquitos fueran grandes como gallinas, yo los perseguiría con un bate de beisbol. Y estoy seguro de que sentiría una alegría grandísima al acabar con ellos.
Hoy iba a hablar de cuestiones de alta teología. Pero me he despistado con las hormigas. No lo digo en broma. Quizá mañana.
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