–Yo creía que el primer Obispo fue fray Juan de Zumárraga, franciscano.
–De México ciudad, sí. De México nación, fue Mons. Garcés, dominico. Luego lo explico.
–Buen gobierno de Cortés (1521-1524)
En octubre de 1522 el Emperador nombró a Hernán Cortés gobernador y capitán general de la Nueva España. El historiador mexicano Alfonso Trueba (Silao, Guanajuato 1915-) nos dice que «en el corto período de tres años (1521-1524) [Cortés] sentó las bases de la organización social y política de la nueva nación; hizo levantar sobre los escombros de la ciudad destruida una más hermosa y magnífica; expidió ordenanzas que nos muestran su genio creador; mandó explorar en todas direcciones la inmensa extensión del país; trajo plantas e introdujo cultivos desconocidos; abrió el campo para la propaganda de la fe; conquistó el amor y el respeto de los naturales y evitó, hasta donde pudo, que éstos fuesen depredados por los vencedores, a quienes sin embargo no descontentó» (Zumárraga 7).
Siete años terribles (1524-1530)
Pero en 1524 cometió Cortés un error gravísimo… Abandonó la Nueva España, cuyo orden político apenas se iba estableciendo, para ir a dar su merecido al capitán Cristóbal de Olid, quien enviado por él a explorar las Hibueras (Honduras) al frente de seis navíos, se había rebelado contra su autoridad. Grave error fue también la elección de los que había de sustituirle en el gobierno. Y aún más grave fue autorizar a los oficiales reales Salazar y Chirinos, que advirtieron a Cortés del desgobierno consecuente a su ausencia, fiándose de ellos. Éstos, vueltos a México, saquearon la casa de Cortés, atropellaron a las indias nobles que allí vivían, atormentaron primero y ahorcaron después a su administrador Rodrigo de Paz, cometieron toda clase de tropelías con los indios y los amigos de Cortés, corrieron la voz de que éste había muerto, y robaron todo cuanto pudieron… Al decir de fray Juan de Zumárraga, «se pararon bien gordos de dinero».
Regreso festivo de Cortés
A comienzos de 1526 un enviado secreto de Cortés regresó a México con cartas para entregarlas en el convento de los franciscanos. Cuenta Bernal Díaz del Castillo que, sabiendo vivo a Cortés y viendo sus cartas, «los frailes franciscanos, y entre ellos fray Toribio Motolinía y y otros daban todos saltos de placer y muchas gracias a Dios por ello» (cp.188). Pronto y bien mandado, «con ímpetu y alarido», el capitán Tapia prendió a Salazar y a Chirinos, y los metió en sendas jaulas de gruesas vigas.
Así las cosas, «estando la tierra en gran turbación –escribe Zumárraga–, que todo se quemaba, sucedió la venida de don Hernando» Cortés, quien volvía agotado de su desastrosa expedición a Honduras. Fue un regreso realmente apoteósico que debió sanarle el corazón de su amargura. Los indios venían hasta de los lugares más lejanos a limpiar los caminos y adornarlos con flores.
Como dice Lucas Alamán, un clásico entre los historiadores de México, «los indios lo recibieron con no menor aplauso que si hubiera sido el mismo Moctezuma: no cabían por las calles, con muchas danzas, bailes y músicas, y en la noche hicieron hogueras y luminarias» (Disertaciones sobre la historia de la República Mexicana, IV). Seis días pasó Cortés en San Francisco de México, retirado con los frailes, como le escribe al Emperador, «hasta dar cuenta a Dios de mis culpas».
Destierro ignominioso
Durante los dos años de su imprudente ausencia, los enemigos de Cortés habían hecho llegar a España toda suerte de calumnias. Y Carlos I decide sujetarlo a juicio de residencia, y designa para juzgarlo al viejo enemigo de Cortés, el tesorero Alonso de Estrada. Éste lo primero que hizo fue liberar a Salazar y Chirinos, y desterrar de la ciudad de México a Cortés, que se fue a Castilla a defender su honor y sus derechos.
Enterado el Emperador de los escándalos de la Nueva España decide que ésta fuera regida por una Audiencia Real, un cuerpo colegiado. Erró gravemente en la elección de los cinco civiles de la Audiencia, entre ellos Nuño de Guzmán, que dio muestras evidentes de ser un canalla. Acertó, en cambio, felizmente nombrando junto con ellos, como obispo de México y Protector de los indios, a fray Juan de Zumárraga. Todos ellos llegan a México en agosto de 1528.
–Fray Julián Garcés O. P. (1452-1542)
En octubre de 1527, en pleno desastre y turbulencia, llegó a la Nueva España el dominico fray Julián Garcés, como primer obispo de México. Hijo de familia noble, nació en 1452 en el reino de Aragón, y en la Orden de predicadores se distinguió como filósofo y teólogo, biblista y predicador. A los 67 años, en 1519, es nombrado obispo para la diócesis carolense –en honor de Carlos I–, diócesis imaginaria que en 1525 concretó su sede en la ciudad de Tlaxcala, primer centro cristiano de México, donde en 1520 se habían bautizado los cuatro señores tlaxcaltecas, siendo sus padrinos Cortés y sus principales capitanes. Conoció en su viaje, en la Española, a otros dominicos, como Montesinos y Las Casas, misioneros muy solícitos por la causa de los indios. Y al año siguiente, en la ciudad de México, al franciscano fray Juan de Zumárraga, todavía obispo electo de esta ciudad, aún no consagrado.
En 1527 inicia fray Julián Garcés su ministerio episcopal en la extensa diócesis de Tlaxcala a la edad, nada despreciable, de 75 años. Era muy estudioso, y se dice que de veinticuatro horas estudiaba doce, pero también era muy activo y excelente predicador. Funda el hospital de Perote, entre Veracruz y México, como albergue para viajeros, enfermos y pobres. Toda su renta la empleaba en limosnas y, como veremos, siempre apoyó al obispo Zumárraga, en las grandes luchas de éste. Murió Garcés piadosamente a fines de 1542.
–Carta del obispo Garcés al Papa (1537)
Habiendo recibido fray Julián Garcés con la misma consagración episcopal el nombramiento de Protector de los indios, entregó su vida, con una dedicación admirable, a evangelizarlos y defenderlos. De su fiel servicio episcopal es preciso destacar su Carta al Papa Pablo III, pues tuvo quizá un influjo decisivo en la Bula Unigenitus Deus (2-6-1537), en la que se afirmaba la personalidad humana de los indios, y se condenaba su esclavización y mal trato, rechazando como falsos los motivos contrarios que se alegaban por entonces. Transcribimos de la carta citada algunos extractos:
«Los niños de los indios no son molestos con obstinación ni porfía a la fe católica, como lo son los moros y judíos, antes aprenden de tal manera las verdades de los cristianos que no solamente salen con ellas, sino que las agotan y es tanta su facilidad, que parece que se las beben. Aprenden más presto que los niños españoles y con más contento los artículos de la fe, por su orden, y las demás oraciones de la doctrina cristiana, reteniendo en la memoria fielmente lo que se les enseña… No son vocingleros, ni pendencieros; no porfiados, ni inquietos; no díscolos, ni soberbios; no injuriosos, ni rencillosos, sino agradables, bien enseñados y obedientísimos a sus maestros. Son afables y comedidos con sus compañeros, sin las quejas, murmuraciones, afrentas y los demás vicios que suelen tener los muchachos españoles. Según lo que aquella edad permite, son inclinadísimos a ser liberales. Tanto monta que lo que se les da, se dé a uno como a muchos; porque lo que uno recibe, se reparte luego entre todos.
«Son maravillosamente templados, no comedores ni bebedores, sino que parece que les es natural la modestia y compostura. Es contento verlos cuando andan, que van por su orden y concierto, y si les mandan sentar, se sientan, y si estar en pie, se están, y si arrodillar, se arrodillan…
«Tienen los ingenios sobremanera fáciles para que se les enseñe cualquier cosa. Si les mandan contar o leer o escribir, pintar, obrar en cualquiera arte mecánica o liberal, muestran luego grande claridad, presteza y facilidad de ingenios en aprender todos los principios, lo cual nace así del buen temple de la tierra y piadosas influencias del Cielo, como de su templada y simple comida, como muchas veces se me ha ofrecido considerando estas cosas.
«Cuando los recogen al monasterio para enseñarlos, no se quejan los que son ya grandecillos, ni ponen en disputa que sean tratados bien o mal, o castigados con demasiado rigor, o que los maestros los envíen tarde a sus casas, o que a los iguales se les encomienden desiguales oficios, o que a los desiguales, iguales. Nadie contradice, ni chista, ni se queja…
«Ya es tiempo de hablar contra los que han sentido mal de aquestos pobrecitos, y es bien confundir la vanísima opinión de los que los fingen incapaces y afirman que su incapacidad es ocasión bastante para excluirlos del gremio de la Iglesia. “Predicad el evangelio a toda criatura, dijo el Señor en el evangelio; el que creyere y fuere bautizado, será salvo”. Llanamente hablaba de los hombres, y no de los brutos. No hizo excepción de gentes, ni excluyó naciones… A ningún hombre que con fe voluntaria pida el bautismo de la Iglesia, se le ha de cerrar la puerta, como lo enseña San Agustín, citando a San Cipriano.
«A nadie, pues, por amor de Dios, aparte desta obra la falsa doctrina de los que, instigados por sugestiones del demonio, afirman que estos indios son incapaces de nuestra religión. Esta voz realmente, que es de Satanás, afligido de que su culto y honra se destruye, y es voz que sale de las avarientas gargantas de los cristianos, cuya codicia es tanta que, por poder hartar su sed, quieren porfiar que las criaturas racionales hechas a imagen de Dios son bestias y jumentos, no a otro fin de que los que las tienen a cargo, no tengan cuidado de librarlas de las rabiosas manos de su codicia, sino que se las dejen usar en su servicio, conforme a su antojo…
«Y por hablar más en particular del ingenio y natural destos hombres, los cuales ha diez años que veo y trato en su propia tierra, quiero decir lo que vi y oí… Son con justo título racionales, tienen enteros sentidos y cabeza. Sus niños hacen ventaja a los nuestros en el vigor de su espíritu, y en más dichosa viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos.
«De sus antepasados he oído que fueron sobremanera crueles, con una bárbara fiereza que salía de términos de hombres, pues eran tan sanguinolentos y crudos que comían carnes humanas. Pero cuanto fueron más desaforados y crueles, tanto más acepto sacrificio se ofrece a Dios si se convierten bien y con veras… Trabajemos por ganar sus ánimas, por las cuales Cristo Nuestro Señor derramó su sangre.
«Oponémosles por objeción su barbarie e idolatría, como si hubieran sido mejores nuestros padres… ¿Quién duda sino que, andando años, han de ser muchos destos indios muy santos y resplandecientes en toda virtud?… Si España, tan llena de espinas y abrojos de errores antes de la predicación de los Apóstoles, dio después en lo temporal y espiritual tales frutos, cuales ninguno antes pudiera entender que estaban por venir, porque esta mudanza es de la diestra del Muy Alto, también se ha de conceder que, siendo la misma omnipotencia la de Dios, y el mismo auxilio, favor y gracia, la que concede a todos como Redentor, podrá ser que el pueblo de los indios venga a ser maravilloso en este Nuevo Mundo… Advertid, dice el Salmista, que desta manera será bendito el hombre que teme al Señor; y dice luego el cómo: “Viendo a los hijos de tus hijos (que son los hombres pobres del Nuevo Mundo) que con su fe y virtudes por ventura han de sobrepujar a aquéllos por cuyo ministerio fueron convertidos a la fe”…
«Ahora es tanta la felicidad de sus ingenios (hablo de los niños), que escriben en latín y en romance mejor que nuestros españoles. Confiesan todos sus pecados, no con menos claridad y verdad que los que nacieron de padres cristianos, y estoy por decir que con más ganas… Tienen simplicidad de palomas, y para sus confesiones, todo el año es cuaresma. Toman disciplinas ordinarias, con ser cosa que los muchachos rehusan, y las reciben de su voluntad… Y lo que nuestros españoles tienen por más dificultoso, pues aún no quieren obedecer a los prelados que les mandan dejar las mancebas, esto hacen los indios con tanta facilidad que parece milagro, dejando las muchas mujeres que tuvieron en su paganismo, y contentándose con una en el matrimonio. Con estar muy hechos a hurtar por particular inclinación que a ello tienen, no rehusan la restitución ni la dilatan. Edifican grandes iglesias, adórnalas con las armas reales; labran también los conventos de los frailes que los tienen a cargo, y las casas de las mujeres devotas que envió la Reina doña Isabel, dándoles a ellas con tanta buena voluntad sus hijos, como a los frailes sus hijos».
A los 85 años, este anciano obispo enamorado de sus indios diocesanos, cuenta aquí al Papa una serie de casos concretos admirables –aunque entre ellos, por cierto, no refiere la muerte de los niños mártires de Tlaxcala, que fue unos diez años anterior a esta carta–, y concluye diciendo: Para explicar tantas cosas admirables como aquí vemos, «no buscamos juicio humano, sino que nos maravillamos del divino, pues quiere Dios despertar en los principios de aquesta nueva gente, los milagros antiguos y prometer el fruto con que florecieron los santos que ha muchos años que nuestra Iglesia reverencia. Ayúdales a los indios su poca comida, y el pobre y poco vestido, y la humildad y obediencia que les es natural, con no haber en el mundo nación que tenga con tanta abundancia todas las cosas necesarias como ésta…
«Una cosa quisiera yo, Santísimo Padre, que tuviera Vuestra Santidad por persuadida, y es que desde que comenzó a resplandecer por el mundo la verdad evangélica, desde que se declaró nuestra felicidad, desde que fuimos adoptados por hijos de Dios en virtud de la gracia de Nuestro Redentor, y desde que el camino de la salud fue promulgado por los Apóstoles, nunca jamás (a lo que yo entiendo) ha habido en la Iglesia católica más trabajoso hilado, ni cosa de más advertencia, que el repartir los talentos entre estos indios… Vean todo en ese pecho apostólico, que ninguna cosa se asienta más agradable que querer Vuestra Santidad que todos sus fieles acudan y asistan y velen en este negocio tan grave, con toda su fuerza y conato, deseo, voz y voto… tanto más cuanto vemos en Europa que se ejercita más la crueldad de los turcos contra los nuestros. De aquí saquemos oro de las entrañas de la fe de los indios. Esta riqueza es la que habemos de enviar para socorro de nuestros soldados. Ganémosle más tierra en las Indias al demonio que la que él nos hurta con sus turcos en Europa… Dilátense los términos de vuestros fieles, buen Jesús, Rey Nuestro» (Xirau, Idea 87-101).
–Escudo episcopal y catedral de Puebla
El obispo Garcés lleva en sus armas una ciudad de oro con cinco torres sobre campo de sinople y un río en azur, sostenida por dos ángeles de plata, junto con las letras K y V, que hacen referencia a Carlos V. La leyenda en latín dice: «Dios ordenó a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos».
Él fue quien comenzó la construcción de la catedral, a la que colocó bajo la advocación de la Inmaculada Concepción de María. Falleció el 7 de diciembre de 1542, a los 90 años de edad, y fue enterrado en el convento dominico que había fundado. En 1649, siendo obispo de Puebla de los Ángeles el Beato Juan de Palafox, se concluyó la construcción de la catedral, y los restos del obispo Garcés, como todos sus predecesores en la sed, fueron trasladados a la catedral.
Éste buen fraile dominico fue el primer obispo de México, con sede en Tlaxcala, y después en Puebla de los Angeles.
José María Iraburu, sacerdote
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