Un Dios que perdona a sus hijos es un Dios que regala alegría. Dostoievski y sus personajes están convencidos de ello. Y se emocionan al considerarlo. Y lo agradecen profundamente. Entre los múltiples pasajes donde resplandece esta alegría he seleccionado dos.
En el primero, de “Crimen y castigo” se trata del padre de Sonia, Marmeladov, un pobre borracho sobre el que se ceban los infortunios.
Y, cuando haya acabado de juzgar a los demás, nos tocará a nosotros. «Entrad también vosotros, borrachos», dirá. «Entrad los de carácter débil, los disolutos». Y nosotros nos acercaremos a Él sin temblar. «Sois unos brutos; lleváis impresa en la frente la marca de la Bestia, pero venid a Mí». Entonces los sabios y prudentes preguntarán: «Señor, ¿por qué acogéis a estos?». Y Él responderá: «los admito porque ninguno se creía digno de ese honor». Entonces abrirá sus brazos para acogernos y nosotros nos arrojaremos en ellos y lloraremos. Y en aquel momento lo comprenderemos todo.
En el segundo de “Los hermanos Karamazov” Zósima, el viejo y enfermo monje amado por el pueblo, apreciaremos a continuación una alegría exultante, sin las aristas dramáticas de la mayor parte de los protagonistas de Dostoievski:
Yo bendigo todos los días la salida del sol, mi corazón le canta un himno como antes, pero prefiero su puesta de rayos oblicuos, evocadora de dulces y tiernos recuerdos, de queridas imágenes de vida, larga vida bendita, coronada por la verdad divina que calma, reconcilia y absuelve. Sé que estoy al término de mi existencia y siento que todos los días de mi vida se unen a la vida eterna, desconocida pero cercana, cuyo presentimiento hace vibrar mi alma de entusiasmo, ilumina mi pensamiento, me enternece el corazón.

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