Los hay, haylos, buenos, generosos, entregados y dispuestos a dar su vida y su patrimonio por la Iglesia, sea a la diócesis de A, la parroquia de B, o el convento de C. Desgraciadamente estos, los fetén que diría un castizo, son los menos. Más abundantes son los fules, los chungos, esos que, so capa de bonhomía, amor a la Iglesia y deseo de ayudar generosamente, han encontrado en curas, frailes y monjas una cantera cuasi infinita de ingenuos a los que tomar el pelo.
Salvo rarísimas excepciones, muchas menos de las que incluso llegamos a pensarnos, curas, monjas y frailes somos legos en muchas materias de la vida ordinaria. No hemos tenido que batallar y apuñalar en las cosas de la vida laboral y demasiadas veces hemos tenido todo resuelto. Entonces es cuando aparece el supuesto bienhechor en forma de experto financiero inversor, eminencia en automoción, autoridad en telecomunicaciones, perito en seguros, técnico en construcciones o especialista en urbanismo que simplemente te dice: no se preocupe, que yo se lo puedo mirar, desinteresadamente, y si hubiera que cobrar algo, siendo para la iglesia sería lo mínimo.
El resultado, muchas veces, es un disparate para la institución pero que ha permitido al autoproclamado bienhechor llevarse unas pingües ganancias a costa de la buena voluntad de sor Veremunda, fray Simplicio o D. Senén que confían en que esta eminencia ejecutiva resuelva, mejore y adapte su realidad a lo que es necesario, y además por módico precio.
Me contaban de unas monjas contemplativas que, necesitando un vehículo para la mejor atención de las tierras que administraban, acabaron comprando, “convenientemente asesoradas” por un amigo de buena voluntad, el todo terreno más caro del mercado, porque, hermanas, no anden con medias tintas, que al final dan problemas y ustedes necesitan una cosa buena para estar tranquilas.
Un religioso, ecónomo de una importante orden, decía que, cuando alguien acudía a su despacho para tratar alguna cuestión, y antes de nada hacía profesión de amores y fidelidades a la Iglesia y pedía pasar un momento a la capilla para rezar, ya directamente le tachaba de la lista de los posibles interlocutores. Listo que era el hombre.
Excepciones me dirán. Ni mucho menos. La Iglesia en general, monjas, frailes y curas, somos buenos clientes. No damos especiales problemas, pagamos bien, somos educados y de buen conformar y como no hemos tenido demasiadas malas experiencias, tampoco es la desconfianza el mayor problema. A partir de aquí todo es facilito: la madre tiene un conocido, el padre un amigo, el sacerdote al hijo de unos buenos amigos que, casualmente, es experto en esa cuestión, entiende mucho del asunto, es gente de Iglesia y lo hará bien.
El resultado es esa caldera nueva que no había necesidad, aquel producto financiero que acabó quebrando, el coche para la huerta que hubiera servido perfectamente para el París Dakar, la renovación de ordenadores a precio de platino, unos contratos de mantenimiento leoninos y la reforma completa de la instalación eléctrica para que ya quede según la normativa actual. Pero el mejor resultado de todo es que el conocido de sor Veremunda, fray Simplicio o don Senén se ha forrado.
Por eso uno, cuando aparece un amigo de la Iglesia, alguien que se presenta como amigo de D. Fulano, monseñor Mengano y encima haciendo ostentación y profesión de fe, simplemente duda, se mosquea y acude a otro. O me pregunto ¿y este que viene con tanta oferta de quién será amigo? No exagero. Posiblemente hasta me quede corto.
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