El tema de mis sotanas parece que es un culebrón que no tiene fin. Ya os conté hace muchísimo tiempo que tenía que encargar una nueva. La que tenía, que tan buenos servicios me ha prestado unos tres años, ya estaba inclinándose hacia el color gris de un modo cada vez más notorio. Hasta yo mismo lo reconocía. Y no estaba perdiendo el color de un modo uniforme, para más inri.
Le encargué una sotana a la misma carmelita que me hizo la anterior. Pero esta vez tardó medio año en hacérmela, me hizo ir un montón de veces al locutorio a probármela y, finalmente, me presentó un frankenstein de sotana que resulta imposible llevarla; caía más por delante el borde que por detrás, ¡las mangas no tenían la misma longitud!, etc, etc. Sospeché que esa monja hubiera caído en el luteranismo o que perteneciera a alguna secta luciferina, y de las peores.
Ese esperpento textil acabó regalado a un cura que quería tener una sotana y que, al ser más bajo que yo, podía pedir a una señora de su pueblo que se la recortara a voluntad por todas partes. Total, la quería para ponérsela dos o tres veces al año.
Habiéndome liberado de esa prenda, me fui a la tienda a comprar la tela para hacer una nueva. La primera vez que había ido, medio año antes, la señora que me atendió me recomendó encarecidamente que me comprara tres metros y medio de triacetato, que se produce de la celulosa de la madera. Le hice caso. Con este material se hizo la sotana horribilis.
Esta segunda vez, el joven que me atendió me dijo que de ninguna manera, que comprara sarga de verano. ¿Sarga de verano? Aquello me sonaba a algo muy desconocido. El nombre Sarga me sonaba a un río. No muy convencido (el que me atendió puso todo el entusiasmo) la compré y me fui con la bolsa bajo el brazo. Me encaminé camino del local de la costurera que me la va a hacer por 150 euros. Sea dicho de paso, un encanto de mujer.
He dicho que es “costurera”, porque se presenta como alguien que hace arreglos, pero quizá sea modista. Tampoco quiero reducirla profesionalmente.
El caso es que cuando llego yo a esta buena señora, ella me aconseja lino para la sotana. El lino es lo mejor, me aseguró. Todavía estaba a tiempo. La tela me había costado solo poco más de 20 euros. ¿Qué hacer? A mí todo me sonaba igual. Los tres materiales me sonaban a lo mismo. Mis posteriores consultas por Internet no disiparon mis dudas. Al revés, no sabía que el mundo de las telas era tan complejo. Yo sabía algo de las disposiciones sobre telas en el Levítico. Pero, más allá de eso, únicamente sabía cosas elementales. Es más, solo sabía tres cosas: distinguir entre lo sintético, el algodón y la lana. Y con la lana, realmente, tampoco soy muy bueno por más que la toco.
El caso es que sigo adelante con la sotana de tela de sarga. Vamos a ver. Ya os diré. Espero que algún día esta historia acabe. El algodón fue perfecto (y más que perfecto) durante tres años, pero acabó destiñendo. De una sotana espero que me dure diez años. Es un número redondo. Después puede desteñir, ya no me importa.
Y todo este asunto proviene de que en España paso mucho calor, muchísimo calor. Con la última estuve genial. Pero eso se debió al material y a la hechura, menos estrecha por todas partes. Ay, vamos a ver en que acaba todo. Porque una vez que me hago una, le cojo cariño y ya no quiero desprenderme de ella. Pero, claro, el negro del principio se va perdiendo y no se os ocurra darle tinte negro. Ya lo he probado, con resultados nefastos. En cuanto sudas o llueve, pues ya os lo imagináis.
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