9 de abril.

DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

Pilatos era gobernador de Galilea. Su poder no era muy grande, pero en el seno del Imperio romano, tenía una posición envidiable, y esa cuota de poder, aunque pequeña, quien la había obtenido no quería perderla. Pilatos por otra parte, no había llegado a esta situación sin una cierta inteligencia. Conocía bastante bien al pueblo que debía administrar. Sobre todo, conocía la clase dirigente, compuesta de los sacerdotes, de los senadores (el sanedrín) y de los letrados (o «doctores de la Ley»). Sabía que en muchos casos era un grupo de oportunistas, imbuido de su poder, celosos de sus privilegios y despiadados con quienquiera que se oponía a ellos. No se dejaba de ningún modo engañar por los motivos que le presentaban para condenar a Jesús. Lo sabía inocente; y el sueño (o la pesadilla) que había tenido su mujer durante la noche precedente, venía a convencerlo de nuevo de la inocencia de Cristo: “No te metas con ese hombre, porque durante la noche he sufrido mucho por causa de él.”, le dijo ella.

Si Jesús era inocente, convendría aflojar la tensión e impedir a los jefes del pueblo que lo perjudiquen, o en cualquier caso lo pongan ante la muerte, lo que la ley romana no les permitía hacer a ellos mismos. ¡Es lo que convendría hacer! ¡Sí, pero he aquí! Que estos jefes del pueblo, que Pilatos menosprecia, le podían hacer daño. Bastaría que hicieran llegar al Emperador César un informe desfavorable suyo, y podría perder su puesto. Entonces, aunque no se resigne a condenar a Jesús a muerte, lo entrega a los jefes del pueblo para que ellos mismo le den muerte, con la ayuda de los soldados romanos. Un compromiso que parece aceptable para su conciencia y que evita que su función y sus privilegios sean puestos en peligro. Entonces, en un gesto solemne, se lava las manos. Gesto a menudo repetido desde entonces por otros que tienen algo de autoridad.

¡Hace tanto tiempo que la humanidad se lava las manos, y sin embargo no es sorprendente que todavía las tenga sucias!

La primera lectura, tomada del Libro de Isaías, nos presentaba la imagen del Servidor de Yahvé, del justo, víctima de la violencia y de la opresión injusta. Jesús, en su Pasión, no solamente es la realización de esta profecía, sino que encarna y representa a todos los justos de todos los tiempos, víctimas de la ambición, de los celos, de la codicia. Su muerte es la profecía de la muerte de todas las víctimas inocentes, (los niños sin nacer), de las guerras y de las opresiones de toda clase. Y Pilatos, a su modo, encarna en su debilidad y sus cálculos egoístas a todos los que, en la longitud de las edades, no dejan de lavarse las manos delante de las injusticias que no pueden dejar de reconocerse como tales, pero que sería demasiado molesto denunciar. ¿Los muertos en el sindicalismo, los muertos de barras bravas? ¿Qué intereses se esconden para motivar tanto lavado de mano?

No solo vemos situaciones de injusticias en el mundo, sino también en nuestra vida diaria, cada vez que no elegimos el bien. El pecado tiene sus consecuencias sobre nosotros y sobre los demás. Cristo quita el pecado del mundo con su ofrecimiento y su pasión. Nosotros debemos tratar de no lavarnos las manos, en la medida que aceptamos con conciencia y responsabilidad nuestro deber de estado, nuestra vocación y nuestra misión.

Este pecado es, parecido al de Judas, pero hecho, podríamos decir, con menos conciencia, y tal vez de una manera más hipócrita. Este pecado es de una gravedad extrema, puesto que es una falta contra la vida, contra la humanidad destinada a la plenitud de vida. Lo que dice Jesús, en toda serenidad, al principio del relato evangélico que terminamos de leer, tiene qué hacernos temblar hasta el fondo de nuestro ser.

El Hijo del hombre se va, dice Jesús; ¡pero desgraciado el hombre por el cual el Hijo del hombre es entregado! Esta yuxtaposición de las dos expresiones (el hombre y el Hijo del hombre) es impresionante. El Hijo del hombre es la humanidad en la cual se ha realizado plenamente su vocación, que es la plenitud de la vida. El hombre que ataca esta plenitud, que la echa, que acepta destruir la vida, o de pagar para que otros la destruyan, o simplemente de no decir nada cuando otros lo hacen, este hombre – y podría ser cada uno de nosotros, cuando nos lavamos las manos – este hombre, dice Jesús, ¡valdría más que no hubiese nacido! No porque será «castigado» por lo que habrá hecho; sino simplemente por haber elegido la muerte en lugar de la plenitud de vida a la cual la humanidad está destinada, este es el deseo de Dios. Dios no nos condena, el hombre se condena cuando se lava las manos y no acepta vivir en el amor ofrecido y entregado de Dios.

Queridos hermanos con María nuestra Madre reflexionemos al inicio de esta semana santa: Cristo cargó con nuestros pecados murió para nuestra salvación. Aprendamos a ser responsables con el don de la vida y sobre todo con el don de la Gracia, Dios que nos ofrece su amor, su vida y su amistad. Qué María santísima nos ayude a vivir una Pascua resucitando a la vida responsable y fecunda de la gracia de Dios, haciéndonos cargo de nuestras acciones y tratando de no lavarnos fácilmente las manos, salvo cuando de higiene se trate.

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