(359) Santidad-2. El cristiano, hombre deificado y espiritual

Liturgia de Pascua

–Emplea usted tantas palabras del Nuevo Testamento al hablar del cristiano –por ejemplo, espíritu y carne–, que no le van a entender nada.

–Es que yo quiero que los lectores, al mismo tiempo que aprenden Espiritualidad cristiana, conozcan mejor la Biblia y la Tradición. Es oferta comercial: tres por uno.

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La deificación del hombre

Jesucristo santifica al hombre deificándole verdaderamente. En la creación nos hizo Dios imágenes suyas, que es mucho; pero falsificamos la imagen con el pecado, dejando al hombre en caricatura de Dios. Ahora, en la salvación de Cristo, de un modo nuevo, el Señor nos hace «participantes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4) por la comunicación del Espíritu Santo y de la gracia sobre-natural, sobre-humana. Y por eso decimos que nosotros somos hijos de Dios, porque en Cristo hemos renacido verdaderamente «del agua y del Espíritu» (Jn 3,5). «Lo que nace de la carne es carne, pero lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6).

Sólo Dios puede deificar al hombre, como es obvio: sólo el Santo puede santificar. Así Santo Tomás: «Es necesario que sólo Dios deifique, comunicando el consorcio en la naturaleza divina por cierta participación de semejanza» (STh I-II,112,1).

Los Santos Padres, fieles a la Escritura, afirman la «deificación» del hombre, relacionándola siempre con la «encarnación» del Hijo divino. San Agustín dice que Cristo «se hizo Hijo del hombre por nosotros, y nosotros somos hijos de Dios por él» (ML Sup.2,495). «El descendió para que nosotros ascendiéramos. Permaneciendo en su naturaleza, se hizo participante de la nuestra, para que nosotros, permaneciendo en nuestra naturaleza, fuéramos hechos participantes de la naturaleza suya» (ML 33,542).

Los maestros espirituales del cristianismo, igualmente, experimentan y expresan con fuerza la «divinización» del hombre. Así San Juan de la Cruz: «Lo que pretende Dios es hacernos dioses por participación, siéndolo él por naturaleza; como el fuego convierte todas las cosas en fuego» (Dichos 106; cf. 2Noche 10,1). En la unión transformante, el alma perfectamente unida a Dios «queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios. Y se hace tal unión, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante; y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación» (2Subida 5,7; cf. Cántico 39,4)… Qué importante es que los cristianos conozcan estas verdades, aunque sólo sea de oídas.

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La espiritualización del hombre

La santificación del hombre implica un dominio del alma sobre el cuerpo; pero es mucho más que eso.  La santificación consiste principalmente en el dominio del Espíritu Santo sobre el hombre, en alma y cuerpo. Esta afirmación, fundamental en antropología cristiana y en espiritualidad, requiere algunas explicaciones de conceptos y palabras. Y lo requiere porque los cristianos hoy conocen muy escasamente la Biblia y la enseñanza de los grandes maestros espirituales cristianos. Si los conocieran, no serían necesarias aquí tantas explicaciones.

Alma y cuerpo. La razón y la fe conocen que hay en el hombre una dualidad entre alma y cuerpo (soma y psykhé). No se trata del dualismo antropológico platónico (el hombre es el alma; el alma preexiste al cuerpo; el cuerpo hace por un tiempo de vehículo del alma; la ascesis libera al alma del cuerpo; la muerte termina el cuerpo para siempre). No es eso. El hombre es la unión substancial de dos coprincipios, uno espiritual y otro material. Y la Congregación de la Fe enseña que la Iglesia «para designar el elemento [espiritual] emplea la palabra alma, consagrada por el uso de la Sagrada Escritura y de la tradición. Aunque ella no ignora que este término tiene en la Biblia diversas acepciones, piensa sin embargo que no se da razón alguna válida para rechazarlo, y considera al mismo tiempo que un término verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» (17-V-1979; cf. Dz 567, 657, 800, 856s, 900, 991, 1304s, 1440, 2766, 2812, 3002; Pablo VI, Credo Pueblo de Dios 30-VI-1968, 8).

El Nuevo Testamento conoce la dualidad alma-cuerpo, y también los libros más tardíos del Antiguo Testamento la habían conocido (soma-psykhé, Mt 10,28; soma-pneuma, 1Cor 5,3; cf. Sab 9,15; 1Cor 9,27; 2Cor 5,6-10; Flp 1,21; Sant 1,26; 3,2-3). La razón natural, de otro lado, sabe que hay «algo» que, al paso de los años, guarda la identidad de la persona, aunque el cuerpo renueve todas sus células, aunque el cuerpo quede paralizado o enfermo. Sabe que el conocimiento, la reflexión, el arte, la religión, son procesos espirituales que, como la libertad, no pueden ser reducidos a la materia. Y de hecho, los diferentes pueblos de la tierra hablan de una pluralidad anímica, el ka y el ba (Egipto), el po’h y el hun (China), el asa y el manas (Vedas), el animus y el anima (Roma), como de un principio espiritual único, expresado notablemente en palabras sutiles, delicadas, que parecen vuelo: seele (alemán), aliento, soul (inglés), suspiro, alma, âme (francés).

Pues bien, aunque la santidad consiste en el dominio del Espíritu divino sobre el hombre, es evidente también que la ascesis cristiana procura un dominio del alma sobre el cuerpo. De poco vale el perfeccionamiento corporal (1Tim 4,7-8), si «se pierde el alma» (Mt 16,26). Es cierto que la lucha ascética cristiana no va tanto contra las rebeldías del cuerpo, como contra los espíritus malignos (Ef 6,12). Pero también es verdad que todo perfeccionamiento humano exige un alma que sea señora del cuerpo, y no esclava de sus exigencias. Muchas filosofías y religiones coinciden en esto con la doctrina cristiana.

Espíritu y carne. Según esto, en la antropología cristiana y en la espiritualidad consecuente, la más importante es la dualidad que hay en el cristiano entre carne y espíritu (sarx y pneuma). El cuerpo, sin duda, debe ser conducido por el alma. Pero la vocación cristiana lleva a una altura mucho mayor: conduce a que el hombre entero, en alma y cuerpo, sea conducido por el Espíritu Santo. En este sentido habla Jesús cuando dice que «el espíritu está pronto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41).

Es lo  mismo que dice San Pablo: «Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios; pero vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,8-9). No están hablando simplemente del dominio del alma sobre el cuerpo, sino de la docilidad del hombre entero, en cuerpo y alma, al Espíritu Santo; o si se quiere, del dominio del hombre espiritual sobre el hombre carnal. Lo que también incluye, por supuesto, el dominio del alma sobre el cuerpo.

Espíritu (pneuma) puede significar en la Escritura viento (Jn 3,8), aliento vital, que se espira-expira al morir (Mt 27,50; Hch 7,59), en fin, el hombre entero (Gál 6,18; 2Cor 2,13). A veces se dice de Dios y del hombre, aunque por supuesto en términos análogos (Rm 8,16). En lenguaje bíblico «Dios es espíritu» (Jn 4,24). Espíritu es lo divino, sobrenatural, eterno, fuerte, santo, inalterable. El Espíritu santifica a los hombres (Hch 2,38), y los hace espirituales (1Cor 3,1). En ocasiones el Espíritu designa propiamente a la tercera persona de la Trinidad divina (Jn 15,26; 16,13). No siempre es fácil en cada texto discernir la acepción exacta. Pero, para lo que aquí nos interesa, siempre está claro que la «espiritualidad» cristiana es la que «el hombre espiritual» vive dejándose conducir por «el Espíritu del Señor» (2Cor 3,17): «Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rm 8,14).

Carne (sarx), de modo paralelo, puede significar los tejidos corporales (Lc 24,39), el cuerpo entero (Hch 2,31), o todo el hombre, en cuerpo y alma (Rm 7,18). Frecuentemente la carne designa lo débil, lo transitorio y temporal (Mt 26,41; Jn 6,63). Incluso a veces carne es el pecado (Rm 6,19; 7,5.14; Ef 2,3). La carne en sí no es mala, y una vez santificada, manifiesta la vida de Jesús (2Cor 4,11).

Según esto, la gracia de Cristo hace que los hombres carnales (Sant 3,15; 1Cor 2,14), es decir, «los que no tienen Espíritu» (Jds 19), vengan a ser hombres espirituales (1Cor 3,1). Así en Cristo los hombres viejos (Rm 6,6) se hacen nuevos (Col 3,10; Ef 2,15); los terrenos vienen a ser celestiales (1Cor 15,47); los meramente exteriores se hacen interiores (Rm 7,22; 2Cor 4,16; Ef 3,16); los hombres adámicos, pecadores desde Adán (Rm 5,14.19), ahora en Cristo merecen ser llamados cristianos (Hch 11,26). Y en este sentido también podrá decirse que los cristianos incipientes, apenas transformados en Cristo, llenos todavía de miserias y deficiencias, son como niños, son cristianos «carnales», es decir, personas que aún viven humanamente (1Cor 3,1-3).

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Con toda razón, pues, se dirá que el cristiano perfecto es un hombre espiritual, ya que «el que se une al Señor se hace un solo espíritu con él» (1Cor 6,17). «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), para que el hombre, que es carne, se haga espíritu. Podemos así, parafraseando un texto paulino (2Cor 8,9), decir: «Nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, se hizo hombre por amor nuestro, para que nosotros fuésemos deificados por su encarnación».

Dios santifica al hombre haciendo que no sólamente supere sus límites de pecador, sino su misma condición de criatura. El conflicto principal en la vida espiritual cristiana no está en la sumisión del cuerpo al alma, sino en la docilidad del hombre al Espíritu divino. El cristiano carnal se niega a ser hombre espiritual. El hombre-humano se resiste a ser hombre-divino. Es como un animal hominizado que se resistiera a superar los modos de ser y obrar propios del animal, es decir, que no quisiera vivir humanamente, que se conformara con ser un buen animal. Así obra el hombre que no quiere ser cristiano, o el cristiano que se resiste a superar los modos meramente humanos de pensar, sentir y obrar, pero que no quiere «vivir según el Espíritu». Él se conforma con ser un buen hombre. Ignora que no se puede ser un «buen hombre» sino viviendo según el Espíritu del Señor.

Véase en este texto cómo San Juan de la Cruz, doctor de la Iglesia, entiende la santificación como deificación, esto es, como espiritualización total del hombre: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios: mi entendimiento salió de sí, volviéndose [por la fe] de humano y natural en divino, porque, uniéndose por medio de esta purificación con Dios, ya no entiende por su vigor y luz natural, sino por la divina Sabiduría con que se unió. Y mi voluntad salió de sí, haciéndose divina [por la caridad], porque, unida con el divino amor, ya no ama bajamente con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo, y así, la voluntad acerca de Dios no obra humanamente; y ni más ni menos, la memoria se ha trocado [por la esperanza] en aprehensiones eternas de gloria. Y, finalmente, todas las fuerzas y actos del alma, por medio de esta noche y purificación del hombre viejo, todas se renuevan en temples y deleites divinos» (2Noche 4,2).

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Santidad ontológica

El cristiano es santo porque ha nacido de Dios, que es el Santo. Sencillamente, el Padre, por la re-generación de la fe y el bautismo, comunica al hijo su propia vida, que es santa. Podemos considerar este misterio partiendo de la analogía fundamental de la vida humana. El hombre es racional, es libre y capaz de reir, porque en el nacimiento ha recibido de su padre la naturaleza humana, es decir, la calidad de animal racional, libre, capaz de risa. Si luego el hombre no vive racionalmente, si no se ríe, o si esclaviza su libertad por el vicio, esto no cambia su estatuto ontológico: sigue siendo un hombre, aunque no viva como tal, y ningún animal puede alcanzar ni de lejos la posibilidad de perfección que hay en él. Pues bien, de modo semejante,el cristiano, el hijo de Dios es santo, caritativo, fuerte, porque Dios es santo, es caridad, es fuerte. Si luego el cristiano vive según la carne, es decir, «a lo humano» (1Cor 3,3), se degrada, falsifica su propio ser; pero si vive «según el Espíritu, y no según la carne» (Rm 8,9), vive según su ser: «operari sequitur esse».

Dios, fuente de vida, comunica en la creación (por naturaleza) diversos niveles de vida, vegetativa, animal, humana. La vida humana integra las otras, y lo hace en una síntesis cualitativa­mente superior, caracterizada por la razón y el querer libre de la voluntad. Lo humano perfecciona lo animal y vegetativo, no lo destruye. Pero hay más, hay una vida sobre-humana, sobrenatural:

Dios, fuente de vida, comunica al hombre por Cristo (por gracia) una participación en la vida divina cualitativamente nueva, caracterizada por un nuevo conocimiento, la fe, y una nueva capacidad de amar, la caridad. Por obra del Espíritu Santo, estas virtudes teologales hacen participar al hombre de un modo nuevo en la sabiduría y en el amor de Dios. Y esta vida, realmente nueva y sobre-humana, ha de integrar progresivamente, con la ayuda de la misma gracia, los otros niveles de vida, perfeccionándolos, elevándolos, sin destruirlos.

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«Si conocieras el don de Dios», dice Jesús a la samaritana (Jn 4,10). Es sorprendente hasta qué punto la mayoría de los bautizados ignora la vida nueva que por su condición de cristiano ha recibido de Dios. Conocen más o menos, y no siempre, lo que deben o no deben obrar. Pero no se han enterado de lo que son… Aunque, a fin de cuentas, no es sorprendente: «¿Cómo creerán sin haber oído de Él? ¿Y cómo oirán si nadie les predica?» (Rm 10,14). ¿Y por qué nadie les predica esta verdad de la fe?. En no pocos casos porque los que habrían de predicar la real elevación ontológica producida en el hombre por la gracia santificante no acaban de creer en ella. Al menos no tienen una fe suficientemente firme como para predicar esa verdad dogmática. Si estuviera firme esa fe, la predicarían, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). «Creí, y por eso hablé» (2Cor 4,13).

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Según lo que he expuesto, decir que el cristiano debe «encarnarse» es una expresión muy desafortunada, aunque, por supuesto, admite significados nobles y verdaderos. Es impropia porque es una terminología no sólo ajena a la Escritura, sino contraria a ella. Y es ajena igualmente a la tradición de los grandes maestros de la espiritualidad cristiana, que –conviene notarlo– son quienes han conservado en el lenguaje teológico una mayor fidelidad a la terminología bíblica, pues viven siempre inmersos en la sagrada Escritura.

No, el cristiano no ha de encarnarse, porque ya es carne, y a veces demasiado. El Verbo divino es el que ha de encarnarse para que el hombre, que es carne, se espiritualice y venga a ser hombre espiritual. Éste ha sido siempre el esquema mental y verbal del lenguaje bíblico y católico. Y no conviene expresar en términos contrarios la vida sobrenatural de la gracia. Según ésta, el hombre cristiano puede y debe vivir por «la fe operante por la caridad» (Gál 5,6), que son virtudes sobre-naturales.

Y en el mismo sentido, una cierta aversión al término «espiritual» –espiritualidad, vida espiritual, hombre espiritual, teología espiritual–, que a algunos les lleva a evitar esta palabra, no merece en  modo alguno un juicio positivo. La palabra espiritual, como todas las palabras, tiene sus riesgos y exige una constante vigilancia semántica. Pero es preferible guardar fidelidad al lenguaje de la Biblia y de la tradición de la Iglesia, porque alejarse de una palabra tan significativa, para irse a su contraria, es un paso inadmisible.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía           

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