Tanto en la vida de la Iglesia como en la nuestra se desencadena en ocasiones una tormenta que amenaza con hundirla como a la barca de Pedro en el lago. Cuando, como a Job, nos visita el dolor, la desgracia; cuando la muerte nos arrebata a un ser querido; cuando sentimos la mordedura de la injusticia, la traición de colaboradores y amigos; cuando la Iglesia y su misión redentora del mundo es azotada por el mar enfurecido de las críticas y las burlas y parece que Dios duerme ajeno al peligro, brota esta queja: “¿Señor, no te importa que nos hundamos?”
Hay toda una literatura que resume las voces de quienes, si no rechazan a Dios, sí a ese mundo creado por Él y atravesado por tantos sufrimientos. El uso equivocado del don divino de la libertad humana, que es la causa de tantos dramas, se convierte en argumento para inculparle. Es inútil dirigirse a Dios -dicen- porque Dios calla o duerme y no se entera de lo que ocurre aquí en la Tierra; peor aún: o no quiere o no puede hacer nada contra el mal. El ateísmo o la falta de criterio cristiano se encrespan de modo blasfemo e histérico diciendo: exista o no Dios, más le valiera no existir así no tendría que avergonzarse de su incapacidad o imposibilidad ante nuestros problemas.
En el Evangelio de hoy, Jesús nos pide que no tengamos miedo y no perdamos la fe y la esperanza. “Al finalizar este segundo milenio, afirma Juan Pablo II, tenemos quizá más que nunca necesidad de estas palabras de Cristo resucitado: ‘¡No tengáis miedo!’... Tienen necesidad de esas palabras los pueblos y las naciones del mundo entero. Es necesario que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos (cf Ap 1,18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre (cf Ap 22,13), sea la individual como la colectiva. Y ese Alguien es Amor... ‘¡No tengáis miedo!’.
Jesús dormido en la barca de Pedro es un signo de la Pasión de Cristo en la que la Iglesia y quienes pertenecemos a ella debemos participar en alguna medida porque el discípulo no es mayor que su maestro (cf Jn 15,20). Pero su despertar calmando con una sencilla orden la galerna que ponía en peligro de muerte a los suyos verifica el señorío de su Resurrección. El paso de la tempestad a la calma, es como una pascua singular, el paso de la tribulación al gozo de su Iglesia que navega entre las tormentas de esta vida.
¡Firmes en la fe! Dios nos quiere serenos y esperanzados en las dificultades, en el dolor, en el trabajo, en las decisiones que debemos tomar cada día, en el esfuerzo por ser mejores, en la vida y en la muerte, persuadidos de que Él está en la barca de la Iglesia con nosotros. Entonces, si le llamamos como los discípulos, al miedo o la inquietud ante el peligro sucederá un religioso asombro: ¿quién es este que domina las fuerzas desencadenadas del mal?
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