Historia de mis sotanas (primera parte)


Cuando estaba yo en mi primer año de pastoral (yo estaba recién salido del cascarón del seminario), fui a que me hicieran una sotana. Me dijo el formador del seminario que en Pamplona había dos sastres. Toqué el timbre de aquél al que me dijo que iba él. No os podéis imaginar la emoción, la novedad, la alegría de entrar en aquella sastrería situada en un piso del casco viejo. ¡Había llegado el día! Recuerdo perfectamente partes de la conversación mientras me tomaba medidas o me mostraba telas. Creo que cada sotana me costó 50.000 pesetas.

Aquellas dos sotanas estaban muy bien hechas, fueron muy resistentes y ejercieron su función durante años. Pero, cuando fui nombrado para mi segunda parroquia, me di cuenta de que era imposible estar en una iglesia moderna de ladrillo y tejado metálico con esas sotanas. Mi primera iglesia había sido un templo antiguo del siglo XVII, fresco incluso en verano. Pero esta segunda iglesia en verano era literalmente una sauna. Incluso en mangas de camisa, al mediodía en julio, el calor estaba al borde de lo resistible por cualquier ser humano.

Fui al sastre de Madrid, el de la Mutual del Clero, el que había allá por el año 2001, más o menos, un hombre entrado en años. Y le pedí que me hiciera una sotana amplia hecha con el material más fresco posible. Me aseguró que dentro de esa sotana estaría fresco como en Siberia. Eso sí, la sotana no estaría lista hasta pasado medio año.

Aquel viejo pícaro siempre tenía lista de espera que iba de medio año (en el mejor de los casos) a nueve meses. Siempre era así, como había comprobado años antes, cuando le pregunté cuanto tardaría en coser una sotana.

La razón de esa espera era que aquel sastre de ningún modo quería enseñar a nadie a hacer sotanas. El modo de mantener el monopolio en Madrid era no tener ningún ayudante que pudiera aprender el oficio e independizarse. Él trabajaba en la Mutual del Clero, en sus mismos locales. ¿Cómo ser permitía esa situación? Muy sencillo, los que tenían que tomar las decisiones sobre aquél sastre, evidentemente, no debían tener que esperar nueve meses. Ésta es una corruptela de hace casi un cuarto de siglo, así que ahora la puedo contar.

Esta vez me sometí a la espera, muy a mi pesar, pero me sometí. Cuando me probé la sotana, no me di cuenta de que la tela para nada era fresca, tenía en su composición muchísima fibra. Segundo, el alzacuellos no entraba en el cuello. El sastre me dijo que eso no tenía ninguna importancia, que le pusiera un poco la plancha y estirara, y que ya vería como se ensanchaba.

Eso era falso, totalmente falso. Por supuesto que había medido mi cuello nueve meses antes, pero no tardaría en descubrir qué había pasado. Lo siguiente que noté es que no podía realizar determinados movimientos. La sotana había sido hecha para alguien más pequeño que yo y reutilizada para mí.

Fui con mi sotana a quejarme, cuando llegué descubrí que el sastre se había jubilado. Aquel hombre astuto, efectivamente, había reutilizado una de las últimas sotanas que alguien no recogió y me la había encasquetado, a sabiendas de que él se marchaba ya.

Cuando llegué le expliqué a su sustituto, un chico joven, que la sotana no la podía utilizar por la razón que he explicado. Pero el nuevo sastre me dijo que, claro, que él no tenía la culpa y que aquella sotana requería rehacerla de nuevo entera.

Tenía razón. Encima, sea dicho de paso, el nuevo sastre era un desastre total. Debió ponerlo el anterior dándole unas pocas lecciones, justo antes de marcharse y con el deseo de que todos añoráramos al anciano sastre.

Se corrió la voz y yo mismo lo comprobé. Le encargué un trabajo muy pequeño, un pecherín para llevar con americana negra, cuando llevaba clergyman. Y cuándo le pregunté cómo se sacaba el alzacuellos, me respondió laconicamente:

-No, va pegado con pegamento.

Con perplejidad, pregunté:

-¿Y cómo se lava entonces?

Se quedó sorprendido. No se le había ocurrido que habría que lavarlo.

Con mucha paciencia, le expliqué cómo eran los pecherines clericales. Le di tiempo para que lo hiciera, todo el que me pidió. Le llamé, por fin me dijo que ya estaba hecho.

-Paso el jueves -le dije.

Cuando fui esa semana, me dijo sin ningún embarazo, con suma brevedad:

-Ha venido un sacerdote esta mañana, le ha gustado y se lo he vendido.

-¡Pero si yo he venido desde Alcalá de Henares sólo para recoger esto!

Se quedó en silencio. No mostraba la menor pena, todo he de decirlo. Me despedí de él. No me he vuelto a acordar de este sastre hasta el día de hoy que escribo este post.

No tengo ni idea de qué fue de ese sastre. Pero por todo el clero de Madrid, Alcalá y Getafe se corrió la alarma roja costurera. Lo hizo tan bien ese sastre que dos o tres sastres, no de la Mutual, se animaron a hacer sotanas en los siguientes años.

Me hubiera gustado ver por un agujero los pardillos que cayeron en sus manos y los berrinches que debió haber en esos locales. Aquello era el lejano año 2001, cuando todavía reinaba en América Bush I y el euro sustituyó a las pesetas.


Seguirá mañana.

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15:56

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