“Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. En el Bautismo, que representa nuestro nacimiento a la vida cristiana, cada uno “vuelve a escuchar la voz que un día resonó a orillas del Jordán: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco (Lc 3,22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto. Se cumple así en la historia de cada uno el designio del Padre: a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29)” (Juan Pablo II).
Saboreemos esta verdad al pensar en nuestro Bautismo y procuremos no olvidarla, sobre todo, cuando la vida presente su cara menos simpática. Quien ha creado todo lo que vemos y no vemos, al que adoran millones y millones de ángeles con enorme respeto y una profunda veneración, quien tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa, es mi Padre. Mi Padre. No un ser lejano que vive el margen de mis temores y esperanzas, sino Alguien a quien puedo acudir con la confianza con la que un pequeño acude a su madre o a su padre en sus apuros.
Desde el día de nuestro Bautismo, el Espíritu Santo que descendió también a nuestro corazón va labrando en él la imagen de Jesús. Pero “no como un artista, dice S. Cirilo de Alejandría, que dibujara en nosotros la divina sustancia como si Él fuera ajeno a ella. No es de esta forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios”.
Si somos dóciles a esa acción del Espíritu Santo y que se manifiesta en impulsos de una mayor generosidad con Dios y con quienes nos rodean, en una lucha más seria contra nuestras inclinaciones torcidas, iremos poco a poco pareciéndonos cada vez más a Jesucristo, haciéndonos una sola cosa con Él, sin dejar de ser nosotros mismos, como ese hierro que metido en la fragua va progresivamente llenándose de luz y energía. Nuestra vida se convierte entonces, en cierto sentido, en una prolongación de la vida terrena de Jesús, porque Él vive verdaderamente en nosotros como el fuego en el hierro.
S. Francisco de Sales solía decir que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más diferencia que la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta, personal; y es el Espíritu Santo quien la dirige contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. ¡Qué inmenso valor adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor! Sí, Dios se complace en nosotros, porque en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido.
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