"En esta nuestra breve meditación de la audiencia general no podemos dejar de tocar el gran tema del momento, la Navidad y, sobre todo, por acercarnos a otra gran solemnidad referente a la venida de Cristo al mundo, la Epifanía, la cual, como todos sabéis, conmemora y celebra la manifestación de Cristo. Lo mismo que la Navidad, la Epifanía nos llama al conocimiento de Cristo; a un conocimiento no sólo relativo al hecho histórico del nacimiento del Señor, sino más profundo, más esencial y misterioso; a un conocimiento que hace fermentar el espíritu de quien lo acoge, y también de quienes, teniendo alguna noción de él lo rechazan; es el conocimiento teologal, en el que se lleva a cabo un fácil, pero complejo proceso cognoscitivo, que termina en el acto de fe.
No os vamos a hablar de esto hoy a vosotros; tendríamos mucho que decir; nos es suficiente llamar vuestra atención sobre el gran deber que se deriva para todo entendimiento humano, del hecho histórico y real de la Encarnación, el de estudiar ese hecho, considerarlo, verlo irradiar en el mundo –en el mundo de las almas especialmente- su luz oculta y sorprendente al mismo tiempo. Es preciso, ante todo, acercarnos a Cristo y reconocer quién es Él.
Este es el tema central sobre el que está montado el Evangelio. Tema hoy todavía, y hoy más que nunca, presente en la conciencia de la humanidad que piensa, que estudia, que sufre y que entrevé que en Cristo se oculta un secreto, que atrae, estremece y turba, que parece explicarlo todo y ser imposible; discusiones apasionadas y desconcertantes crea todavía la famosa pregunta que Cristo mismo hizo de sí a sus discípulos: “¿Qué piensa la gente del Hijo del hombre?” (Mt 16,13). ¿Quién es Cristo? Aquí sobre la tumba de San Pedro es hermoso recordar la gran, la verdadera, la luminosa respuesta que todavía resuena con su verdad auténtica y textual: “Eres Cristo, el Hijo de Dios vivo” (ib, 16). Y es hermoso también recordar cómo esta respuesta, que constituirá la prerrogativa de Pedro por los siglos, es fruto de una revelación; una revelación de suyo universal, pero que sólo será concedida a los humildes, a quienes acepten ser discípulos de una ciencia, auténticamente divina, superior a la humana.“Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra –dirá un día Cristo, en un momento sublime de su diálogo con Dios y con nosotros- porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Y es hermoso también advertir cómo la meditación prolongada en el tiempo, queremos decir, la doctrina teológica de la Iglesia sobre Cristo, ha tenido en los sucesores de Pedro, en comunión con la Iglesia de Oriente y occidente, su formulación plena y segura; por tanto, hijos carísimos, debéis pensar que es un momento importante para vosotros el encontraros localmente y, ciertamente, también espiritualmente, en la perspectiva mejor, y también única en cierto sentido (por garantizar todas las visuales ortodoxas), para conocer a Cristo. Aquí está su Epifanía central. La fe y, por consiguiente, el amor a Cristo, la contemplación de su rostro, manso y humilde, deliciosamente humano, inmensamente grave y recogido en una interioridad que habla de lo infinito, por tanto, infinitamente amable y adorable, debería tener aquí para todos su principal escuela, su palestra, su fuente.
¿Os acordaréis? Debemos conocer a Cristo en su realidad humana y divina, en la teología cristológica, que la Iglesia católica conserva y difunde sobre él. Y entonces encontraréis que es verdadera la afirmación de un estudioso contemporáneo, el cual demuestra que Cristo no puede ser presentado a los hombres de nuestro tiempo más que a través de la Iglesia y que ellos no dirán sí más que diciendo sí a la Iglesia (Volk.).
(Pablo VI, Audiencia general, 4-enero-1967).
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